El pasado 30 de noviembre, grupos de radicales que declaraban ser del Atlético de Madrid y del Deportivo de La Coruña principalmente, quedaban para enfrentarse a primera hora de la mañana en las cercanías del estadio del club rojiblanco, en la capital de España. Como resultado de la batalla campal, un hombre de 43 años resultaba muerto. En Holanda, hace pocas fechas, durante el partido de vuelta de la eliminatoria de la Europa League que enfrentaba al Feyenoord local con la Roma, el estadio De Kuip de Róterdam fue testigo de incidentes entre ambas aficiones, entre los cuales sobresalió el lanzamiento de un plátano gigante de plástico hacia Gervinho, futbolista costamarfileño y de color del equipo italiano. Días antes, en el partido de ida, los hinchas holandeses habían provocado disturbios y destrozos de patrimonio histórico en la capital italiana. Y en Grecia la liga de fútbol ha tenido que suspenderse debido a los insostenibles niveles de violencia.

Cuando parecía que las peores épocas de este tipo de incidentes -muy presentes durante los años 80 y principios de los 90- habían pasado, vivimos un nuevo afloramiento de conductas que se creían olvidadas. Malo para aquellos escépticos con los deportes seguidos por la gente en masa y especialmente para el fútbol, principal foco de críticas de este tipo. Y, sin embargo, no hay mejor ejemplo para demostrar de lo que es capaz el deporte que a través de una práctica que, al mismo tiempo y paradójicamente, también crece de un tiempo a esta parte: el turismo deportivo.

Se trata de un fenómeno único. Enormes cantidades de personas que se desplazan desde sus países de origen a otro lugar, en ocasiones a miles de kilómetros de distancia, para apoyar a sus equipos o deportistas. El acontecimiento de este tipo por excelencia son los Juegos Olímpicos, pero el fútbol también mueve miles de almas. En este sentido, para un español aficionado al deporte, la pasada Eurocopa celebrada en 2012 en Polonia y Ucrania fue un momento único. La selección era la vigente campeona del mundo y venía de ganar también el último título europeo de naciones en 2008. Comparecía, pues, como máxima favorita y como gran atracción del torneo, reuniendo en sus filas a una de las mejores generaciones de jugadores de la historia, idolatrada por aficionados al fútbol de todo el planeta.

Esto hacía que el hincha español, además de acudir con lógico optimismo, estuviese visto a ojos de los aficionados extranjeros como el hincha protagonista. Todos los países participantes estaban pendientes de ‘la Roja’ y, de alguna manera, los españoles presentes en Polonia y Ucrania también pudieron ser por una vez el centro de atención ante sus homólogos, un hecho nunca antes experimentado en el país. España logró revalidar el título ante Italia en la final, pero antes de ese momento se vivió un partido muy especial, que reflejó perfectamente lo que significa el turismo deportivo: el segundo de la primera fase, celebrado en la ciudad polaca de Gdansk, frente a la selección de Irlanda.

Los “chicos de verde”, así se les conoce, nunca han sido una potencia en fútbol. Llevaban 24 años sin acudir a una Eurocopa y, pese a ello, concentraron nada menos que a casi 50.000 compatriotas en suelo polaco. El día del partido frente a España la mitad de ellos no tenía entrada. Daba igual. Esa es una de las esencias del turismo deportivo: el deporte es el origen, el reclamo, pero también debe ser lo de menos. La otra esencia la mostraron aquel día las aficiones irlandesa y española, esta mucho menos numerosa en comparación -unas 8.000 almas- muchas horas antes del comienzo del partido. En medio de un ambiente festivo y alegre, irlandeses y españoles compartían mesa en los bares, comida en las zonas dispuestas para aficiones y cánticos y bailes típicos de cada país en la plaza principal de Gdansk, la Plaza de Neptuno. Los coros en inglés eran respondidos por jolgorios en castellano y los bailes flamencos contraatacaban a los pasos celtas. Todo sin un solo insulto, solo con risas y abrazos.

Las horas previas y posteriores a aquel partido reflejaron todo lo que el deporte es capaz de conseguir, incluso por encima de casi cualquier otro sistema de comunicación entre los seres humanos. Un grado de comunión y de simbiosis colectiva enorme, manifestado en la alegría y la emoción de miles de personas cuyo objetivo primordial era disfrutar, pero también mostrarse, exhibirse ante alguien que no los conocía. Si con el turismo cultural buscamos conocer lugares distintos de los que habitualmente frecuentamos e impregnarnos de otras formas de pensar y estilos de vida y con el rural buscamos tranquilidad lejos del bullicio de las grandes ciudades, con el turismo deportivo se persigue la interrelación entre gentes distintas que tienen una afición común. Saber cómo viven el deporte los demás y aprender qué costumbres tienen para disfrutarlo. Pero va más allá. Aquella concentración hispano irlandesa en Polonia parecía casi una descomunal feria de gastronomía y cultura. El irlandés buscaba al español para enseñarle qué es lo que canta y cuánto es capaz de beber, pero también para contarle cómo están viviendo un acontecimiento como la Eurocopa en su país después de más de veinte años y qué siente su gente. El español le asegura al irlandés que está viviendo un sueño porque nunca habría pensado que sería el centro de atención de un evento tan importante. Después del partido, entre música y risas, el fútbol ya poco importa. Las conversaciones son acerca de lugares bonitos que visitar de cada país, comidas que probar y costumbres que experimentar.

Una feria turística, un anuncio descomunal de las marcas de España e Irlanda más allá de sus fronteras, en otra nación que busca permanentemente agradar al visitante y hacerse notar también, puesto que al fin y al cabo nos encontramos en Polonia. Hay que ver sus calles y conocer a sus gentes, siempre atentas y con ganas de meterse entre las dos aficiones, como así pasó. También se exhiben sus símbolos y sus costumbres y, claro que sí, se habla de fútbol con ellos, pero también de su historia y de la importancia de que miles de visitantes caigan de golpe en sus barrios y alteren sus ritmos de vida.

El resultado final es una increíble y deliciosa mezcla de alegría, pasión, deporte, fiesta, por qué no, y muchas cosas aprendidas, irlandesas y polacas. Recuerdos del ámbar de las tiendas en las calles de Gdansk mezclados con el olor de los muelles de sus canales, la gentileza de sus gentes, su gastronomía y la enorme propaganda de banderas y escudos. También el verde irlandés y su positivismo, su permanente alegría y su enorme capacidad para hacer sentir a cualquier extranjero ajeno a ellos como uno más a los pocos segundos de abrirle los brazos.

El turismo deportivo no es exactamente un turismo de paisajes ni de museos. No es un turismo de tiendas y paseos largos. Tampoco de monumentos. Es un turismo de personas y de relaciones. Es intenso y emocional. No hace falta una red social de por medio. Eso ya lo hace el deporte. Una experiencia gratificante, reveladora, recomendable e inolvidable.

Otra referencia: http://www.viajesfutboleros.com/