Aún no sé si nos fuimos o simplemente huimos. Los venezolanos hemos decidido -o nos han obligado, dependiendo de la corriente filosófica que se profese- desempeñarnos en uno de los comportamientos sociales más antiguos de la humanidad: la inmigración.

Si bien nuestros ancestros se dieron un pequeño paseo por el Estrecho de Gibraltar hace miles de años, no hace falta remontarse tanto en el tiempo para encontrar casos de éxodo más recientes. Durante la década de los 40’s y los 50’s, muchos europeos decidieron cruzar el charco para establecerse en gran parte de Sudamérica. Mi padre, un pequeño que terminó huyendo de casa, pertenece a ese grupo de españoles que llegaron a Venezuela durante los remeses de dictaduras y democracias, con el fin de encontrar la tierra prometida.

Todos aquellos inmigrantes que no tuvieron miedo, o mayor remedio, de mirar hacia atrás, que junto a muchos venezolanos hicieron grande en afecto y en aspiraciones a un país, hoy observan como todo vuelve a derrumbarse. Como si de un déjà vu se tratase, el esfuerzo de aquellas personas que aman a Venezuela, más que muchos oriundos de ella -una pequeña licencia que me atrevo a tomar-, se ve desmoronado por una crisis que hubiese parecido dejarlos descansar por un par de décadas. Violencia desbordada, inexistencia de los Derechos Humanos, bufonadas económicas y un gobierno inescrupuloso que promulga la ignorancia y el sectarismo como banderas políticas.

La interrogante que seguro usted se plantea conlleva a una respuesta bastante simple: “¿Te vas a ir?”. “Sí”. De hecho, me fui. En contra de los deseos de mi padre, el pequeño que llegó de Venezuela, hoy me encuentro en la tierra de la que él se despidió hace más de una vida. Vine cargado de esperanzas, expectativas y sueños, pero eso no quita el miedo de dejar todo lo que uno tiene. ¿Cómo puedes meter una vida en dos maletas de veintiún kilos cada una? No sé cómo, pero sé que lo hice. Quizás dejé el cepillo de dientes, quizás olvidé más de un juego de calcetines, pero estoy seguro que dejé en un aeropuerto a una familia que entre lagrimas espera que tenga una buena vida.

A pesar de los miedos, España me ha recibido con los brazos abiertos. He tocado una tierra que me brindará oportunidades, una que no me preguntará por mi tendencia política durante una entrevista de trabajo, una que no me acechará en una calle oscura jugando a la ruleta rusa con mi vida. Tal como dijo en su oportunidad el inmortal Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Hoy escribo esta pequeña reflexión para que sean ustedes partícipes de este enorme cambio que estoy afrontando.