“Mirad esos ojos. Miradlos fijamente. Los ojos son el rasgo principal del rostro de Stanley Kubrick. Negros como el carbón, brillan ante nosotros con una apasionada indiferencia hacia la evasión. Cuando pagamos para ver un film de Kubrick, estamos comprando sus ojos. Su capacidad para entender la imagen en movimiento, su sentido de cómo ha de encuadrarse en plano, la perspectiva impuesta por una lente”.

Así comienza John Baxter su biografía sobre el cineasta neoyorquino. Son palabras que resumen a la perfección la figura y técnica de Stanley Kubrick (Nueva York, 1928). Siempre hay una buena excusa para hablar de uno de los mejores directores de la historia del cine, con una obra tan poco prolífica como fascinante y controvertida. Pero alguna excusa hay: el reciente aniversario de su muerte y del estreno de una de esas películas que hicieron avanzar al cine hacia otros niveles: 2001: una odisea en el espacio.

Su vida fue un reflejo de su obra y viceversa. Hijo de emigrantes austríacos y judíos, fue ya desde niño una persona extraña e introspectiva y esa imagen le acompañó hasta el final. Pero poca gente conoce detalles de una vida oculta siempre a los medios y que rompe con la idea general que se tiene de Stanley Kubrick: gran aficionado al ajedrez, fotógrafo con 17 años de la revista Look, casado tres veces... Kubrick no solo fue el ermitaño, maniático y autocrítico que todos conocían, sino también un hombre cinéfilo, satisfecho, improvisador y autosuficiente.

Etapa americana

Centrémonos en su irrepetible y peculiar obra, clave para conocer no solo a este cineasta, sino también al género humano y sus miserias. Tras una serie de cortos y documentales, donde hacía de todo -director, montador, cámara, fotógrafo, guionista-, en 1955 estrena su primera película, El beso del asesino, una incursión en el cine negro, de moda en aquella época. Pronto se fijan en él y ese mismo año le dan la oportunidad de rodar su primer film de cierto presupuesto, Atraco perfecto, un thriller matemático donde inventó una nueva forma de hacer cine: contar una historia desde diferentes puntos de vista a través de flashbacks. Fue la única película con guión original de Kubrick, ya que en el resto de su carrera optó por adaptar libros.

Tras este film ya es conocido en Hollywood como un joven prodigio de la técnica. Entre sus admiradores está Kirk Douglas, con el que rodará en 1957 el film antibélico Senderos de gloria, prohibido en Francia y España hasta los años 80. Repetirá con Douglas en 1960 al recomendarle este para que sustituyera a Anthony Mann en la dirección de Espartaco. Fue la única superproducción que realizó Kubrick y en la que no controló todo el proceso. Sin embargo, con 26 años logró una gran obra de tres horas de duración y con la que consiguió cuatro Oscars.

El ojo escrutador

Tras esta etapa que se puede considerar como “ortodoxa”, Kubrick empezó a elegir, gracias a su temprano prestigio, sus propios proyectos sin importarle el riesgo o la comercialidad. Así, en 1962 estrena Lolita, basada en una obra de Nabokov. La historia de un hombre obsesionado con la sensualidad de una niña llevó el escándalo por donde se estrenó. Con Lolita, a Kubrick ya se le considera un genio rebelde en Hollywood, hecho que él mismo corrobora al trasladarse definitivamente a Londres, desde donde, encerrado en su fortificada mansión, planificó y rodó todas sus películas, salvo la última. Tras estrenar en 1963 la farsa política sobre la guerra nuclear ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, empezó a dilatar los rodajes. Cada estreno de Kubrick se convierte en un acontecimiento.

Pasan cuatro años hasta que estrena una nueva película, la mítica 2001: Una odisea del espacio. Considerada una de las obras maestras de la historia del cine, supuso la reinvención de la ciencia-ficción y hasta tal punto se revolucionó la técnica de los efectos especiales que abrió el camino para realizar films como La guerra de las galaxias o Alien, el octavo pasajero. Tal fue la perfección con la que quiso rodar Stanley Kubrick, que mandó construir una nave a tamaño natural con una centrifugadora giratoria.

El extraño maestro

Su última etapa, si se puede considerar así, se caracteriza por un cine más de género. La polémica fue mayúscula con la adaptación de la novela ultraviolenta de Anthony Burgess La Naranja Mecánica (1971), prohibida de hecho en varios países durante años. Cuatro años más tarde dirigió la lenta pero impecable en técnica y ambientación Barry Lyndon (1975), que rodó con la luz natural del sol en exteriores y de las velas en interiores, otro reto técnico más del genio neoyorquino.

En El Resplandor (1980) y La chaqueta metálica (1987) bordó los géneros de terror y bélico, respectivamente, con escenas y diálogos que forman ya parte del imaginario colectivo cinéfilo. Parecía que fueran las últimas joyas que nos iba a regalar un Stanley Kubrick cada vez más enigmático y a la vez respetado. Sacó de ellas varios Oscars, pero nunca le dieron uno como mejor director. Aún tenía en mente y en preproducción desde hace años dos retos definitivos: una biopic monumental sobre Napoleón y un film sobre inteligencia artificial (IA se iba a llamar, de hecho) que como en 2001 marcara un antes y un después en la ciencia ficción. Pero el tiempo jugó en su contra. Eso sí, Spielberg retomó este último, rodando su distinta interpretación.

Pero aún pudo dejar para la posteridad una última obra, para muchos maestra, para otros tan enigmática y críptica incluso para Kubrick que dividió a la crítica como nunca: Eyes Wide Shut (1999). Sin embargo, la elección de los protagonistas, Tom Cruise y Nicole Kidman, y la temática del film, supuso un trampolín. De cualquier forma, dejó una obra adelantada como tantas otras a su tiempo, con esa visión tan lúcida del género humano, de sus obsesiones, de sus callados deseos, una película con tantos análisis, matices, detalles y capas que es difícil abarcarla salvo que te la tomes como una experiencia más allá del visionado fílmico. En definitiva, cine veraz y de verdad, valiente, reflejo de un mundo que seguimos negando en parte, un mundo que Kubrick dejó al poco de acabar el rodaje, como si hubiera vaciado en él toda su genialidad, un legado y broche de oro para una filmografía única. “Mirad esos ojos. Miradlos fijamente.”