Tuve que hacer dos viajes de más de 20 horas cada uno para llegar a Pucallpa, una ciudad situada en el Amazonas peruano. El día anterior, un autobús que hacía el mismo trayecto había tenido un accidente y habían muerto 26 personas. Crucé el desierto, que en Perú se extiende por todas las tierras que van paralelas a la costa, acompañados por indias bruscas y cargadas de niños que no separaban sus miradas del mar. Llegué a Lima, al barrio de San Juan del Lurigancho, donde está la que aseguran que es la peor cárcel del mundo. Cuando esperaba en la estación, vi bajar por la calle un grupo de unos 500 muchachos de entre 15 y 20 años que corrían perseguidos por furgones policiales. Uno de ellos, que pasó a mi lado, llevaba una pistola sujeta en el pantalón. “Son muchachos de la barra de la U (los ultras de Universidad, uno de los equipos de fútbol más populares de Lima), pirañas (así se llama a los chicos que en grupo roban, hasta la ropa, a los transeúntes despistados) y desharrapados”, me comentó Félix, un hombre que viajaría a Pucallpa conmigo y con el que compartí botellines de cerveza, que se abrían a rosca, y cigarrillos (pocos peruanos fuman).

Fueron otras 20 horas con el reggaeton como banda sonora. “Gasolina”, “Chuculú” y la canción del momento, esa que dice: “Lo que pasó, pasó, entre tú y yo”. En cada parada, las mujeres buscaban lugares escondidos para mear. Un tipo se acercó más de la cuenta al grupo de féminas y todas comenzaron a increparle. “Si quieres ver ‘potos’ (culos) vete a un burdel, so guarro”, le gritó la más indignada. A los lados de la carretera se veían pintadas indicando a la gente de los pueblos la forma correcta de rellenar las papeletas electorales (“Así se pone la cruz en el recuadro”); carteles en algunas casas: “Se vende pollo vivo o beneficiado”; “Se disparará contra que entre en esta propiedad privada sin permiso”, a la entrada de una finca; un taller de reparación de coches llamado El Maestro Llantólogo.

Por Pucallpa pasa el río Ucayali, anchísimo y marrón, que kilómetros después se convierte en el Amazonas. Por las calurosas y ruidosas calles de esta ciudad circulan cientos de rickshaws y caminan las mujeres más guapas y voluptuosas de toda Suramérica (afirman que el aguaje, una fruta típica de esta zona, es la causante de tanta curva). Al día siguiente visité un pequeño zoo que tiene una familia en una isla cercana. Anacondas (Cleopatra, un ejemplar de 6 metros se había escapado hacía dos semanas), monos perezosos, un puma ciego y una nutria a la que llamaban Muchacho, a pesar de que era hembra, y que seguía a Kevin, el hermano menor de la familia, como si fuese en perrillo. Un pescador cargaba con un caimán como de metro y medio con un tajo mortal en la cabeza.

Dos días después llegué a San Francisco, tras un viajecito en barca de una hora. En el pueblo viven unos 1.500 indios shipiba, que tienen un gran parecido con la gente de Camboya o Vietnam y que en un 80% son adventistas. Allí trabajan un par de ONGs. Conocí a Noly (francés) y Brian (norteamericano) que están desarrollando diferentes proyectos de ayuda. Ellas llevan un peinado de lo más punk-rock: el pelo negro largo y un corte recto de flequillo. Desde la tienda cercana al único teléfono público del pueblo avisan por megafonía a los vecinos cuando alguien les llama. Visité la escuela en la que se da clase a los niños de la comunidad -mucho más preparada que otras que he visto en otras zonas pobres- y pude conversar con algunos críos, que tienen dos nombres, el español y el shipiba. Este último casi siempre tiene relación con la naturaleza (uno se llamaba Loro Feliz). Me hospedé con una numerosísima familia. Herlinda, la cabeza de familia, tiene 54 años y es... tatarabuela. Enrique, su marido, se convirtió en uno de los chamanes más conocidos de Perú después de un año de dieta y tras heredar el don de su padre. Me presentaron a Yanasa, la madre de Herlinda, una mujer adorable, risueña e increíblemente graciosa que a pesar de sus 70 años se movía con la vitalidad propia de una veinteañera, y que me saludó dándome varios besos en cada mejilla mientras nombraba a Jesucristo y la Virgen María. Jugué con Arón, uno de los niños -siempre desnudos- del que decían que era más activo por ser mestizo (hijo de india y blanco). Susy, una de las sobrinas de la pareja que el 11 de diciembre celebraba su fiesta de quinceañera -muy importante para su gente-, nos comentó que estaba aprendiendo inglés porque quería estudiar Turismo. Por la tarde anduve hasta Nuevo Destino, donde se celebraba el aniversario de la creación del pueblo. Asistí a un partido de fútbol femenino (mucho podrían aprender algunos jugadores de nuestra Primera División de la entrega de las muchachas) y me di un baño en el río. Toni, otro miembro de la familia, que acababa de ser padre por primera vez hacía tres días, me contó que los mestizos miran por encima del hombro a los indios puros, que los shipiba son unos 100.000 y que a veces “muy chismosos son”. Ah, y que el 80% de los habitantes de San Francisco son familia suya.

Como comentaba, el matrimonio lleva años utilizando la medicina tradicional para ayudar a gente enferma. Habían llegado de EEUU hacía solo unos días. Estuvieron dos meses dirigiendo tomas de ayahuasca en ciudades como Las Vegas o Chicago (cuesta imaginarse a estos dos indios en un lugar como Las Vegas). La ayahuasca es la más conocida de las plantas medicinales del Amazonas. Mezclada con la chakruna, otro planta, afirman que sana a los enfermos. Tres días antes de tomarla debes hacer una estricta dieta, no puedes comer carne roja, dulces y otros alimentos, tampoco puedes beber ni tener ningún tipo de contacto sexual. Mucho se ha escrito sobre esta planta y muchos han hecho miles de kilómetros de viaje para probarla. El escritor español J. J. Benítez realizó hace años un experimento en Brasil durante una toma. Pidió a un amigo que pusiera un objeto conocido por el escritor en la mesa del salón de su casa. Benítez intentaría hacer un viaje mental o astral desde la selva brasileña. Por lo que contaba en el artículo lo consiguió, pudo verlo. Tradicionalmente los indios de las tribus que viven en el Amazonas la han tomado para estar en contacto con los dioses de la Naturaleza, limpiarse y ver su pasado y su futuro.

A las 9 de la noche comenzamos el ritual. Al lugar en el que se hace la toma se le llama maloca. En este caso, fue una habitación amplia de unos 30 metros cuadrados. Dos de las hijas de la pareja dormían, protegidas por una mosquitera, cerca de nosotros, y al otro lado también dormían Walter, otro hijo de 20 años, su mujer y su hija recién nacida. Enrique hablaba de “mal aire” para referirse a la enfermedad que saca de la persona enferma, y de “mareo” para nombrar las alucinaciones que produce la planta. Nos dieron un vasito para que bebiéramos y ellos lo hicieron después. El líquido tenía un ligero sabor avinagrado, aunque esperaba que fuera mucho más nauseabundo. Colocaron un par de barreños, ya que mucha gente vomita después de ingerirla. Apagaron la luz, me tumbé y Herlinda comenzó a cantar en su idioma. A veces parecía que escuchaba una nana, otras parecía una geisha y otras que cantaba country. Después de una hora comencé a ver, con los ojos cerrados, una serie de imágenes geométricas. Las mismas que tenían Enrique y Herlinda en las camisas que se habían puesto para el ritual y con las que decoran las paredes de las casas en el pueblo y en todas las comunidades de la selva. A veces Herlinda cantaba también en español: “Caminito, caminito; para arriba, para arriba; andandito, andandito; no te bajes, no te pares; dale, dale, dale, dale”. Enrique fumaba para ahuyentar a los malos espíritus y porque dicen que con el humo te limpia. Nos cogía las manos y nos aplicaba en los brazos y en la frente un líquido con olor a limón. Así estuvimos, en total oscuridad y tranquilidad, durante unas cuatro horas. Viendo visiones y escuchando la envolvente y cariñosa voz de Hernilda que de vez en cuando paraba y decía: “Ahora sí que estoy mareadita”. Enrique eructaba y soplaba en el interior de una botella. Luego fue llamando a sus hijos para “limpiarles”. A las 3 de la mañana terminamos y nos quedamos dormidos. Sin duda recordaré esa noche toda la vida. Fue un momento muy íntimo, bello y espiritual. Por la mañana Yanasa se acercó y con su cariño y cercanía habitual me preguntó: “¿Princesito, has visto cosas?”.