"Entre la vida y yo hay un cristal tenue". Fernando Pessoa.

Existen tres tipos de fotógrafo de guerra: los que visitan a las putas para superar el horror de lo que vieron, los cínicos y los solitarios. James Nachtwey pertenece al tercer grupo.

Su carrera como corresponsal de guerra se dispara a mediados de los setenta, en Vietnam. “Aquellas fotos me afectaron mucho… Tardé mucho en estar tan seguro de mí mismo como para hacer este trabajo. Antes de convencer a otras personas, tuve que convencerme a mí”, alega James en el documental suizo Fotógrafo de guerra (2002).

Al inicio todo lucía emocionante y agitado: “Era un poco como el teatro, solo que yo estaba en el escenario y la pieza se iba escribiendo allí. También tuve que aprender a desarrollar una visión personal para poder expresar mis sentimientos”.

Es en este punto cuando la fotografía se abre como un oficio que requiere de cierta distancia y mediación para concretarse. Como quien debe decidir entre presionar el obturador o prevenir al soldado para que no pise una granada. Debe haber una conexión emocional e intelectual con los eventos para poder registrarlos y no ser víctima de la circunstancia.

Esto también da lugar a una paradoja: la cámara es un artefacto, sí, pero milímetros detrás de ella hay una persona que padece. ¿Cómo se instaura, entonces, la frontera del arte? Se trata de crear, o desmoronarse en el intento. La fotografía de guerra, a su vez, se erige como un arma en contra de la insensibilidad. Pero el fotógrafo tiene que distanciarse primero.

Esto no significa que los eventos no lo marcan. Uno de los proyectos que más afectó a James fue el de la matanza en Ruanda: “...se mataban cara a cara. Simplemente no puedo entender cómo las personas nos podemos hacer eso los unos a los otros. Está más allá de mi entendimiento…”.

Crear es también una operación intelectual. Todo lo que fotografiamos es ficción, aunque sea verdad. Al elegir el encuadre, decidimos lo que no aparece en él. Como afirma Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás (2003): “Fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir”. Sobre los hombros del fotógrafo recae la enorme responsabilidad de decidir lo que se va a mostrar. Es necesaria una construcción del sufrimiento, una alquimia que lo transfigura en otra cosa que ya no es padecimiento a secas, sino reflexión.

Entonces, cuando James presiona el obturador en el momento en el que una madre recibe el cuerpo de su hijo, el fotógrafo debe actuar como fachada, como escaparate de emociones. Como dice la compañera sentimental de Nachtwey “Tiene su biblioteca personal del sufrimiento en la cabeza”.

Al mismo tiempo debe mostrarse calmado, aunque todo sea un pandemónium a su alrededor. No se trata de olvidar la emoción, pero sí de encauzarla. “Es importante permanecer centrado en uno mismo, porque tienes que tomar decisiones importantes muy rápido. Tienes que mantener la calma, no ser presa del pánico”, alega James.

En una de sus exposiciones una seguidora le preguntó:

  • ¿Cómo controlas tus emociones?
  • No tendría sentido llegar allá y desmoronarme. Canalizo la emoción en mi trabajo. Todo lo que siento: rabia, frustración, escepticismo, pesar, intento canalizarlo en mis fotos”.

La decisión es clara: fotografiar o quebrarse. Es aquí donde entra el proceso intelectivo, el necesario enfriamiento de la emoción. Hay que pensar la foto en medio del desastre. “De ningún modo quería ver aquello. Dos opciones, darme la vuelta y correr, o aceptar la responsabilidad de estar allí con una cámara”, confiesa James.

¿Qué lo ayuda a seguir? ¿A no desplomarse en medio de la escena? Su profundo compromiso antibélico y el respeto ante los retratados: “La gente que fotografiaba se volvió más importante que yo”.

“Si la guerra niega la humanidad, la fotografía podría concebirse como lo opuesto a la guerra. Y, si se usa bien, es un ingrediente muy potente en el antídoto contra la guerra”, insiste James. El buen fotógrafo bélico está tratando de negociar la paz.

Al transformar el dolor en algo más, ¿no nos transformamos también en otra cosa? ¿Hasta qué punto el dolor es ajeno? ¿Qué pasa por la mente de un fotógrafo que captura la muerte? Son todas preguntas que debemos hacernos y que no merecen una sola respuesta.

Lo que sí podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, es que la imagen es apenas una ínfima parte de todo lo que el fotógrafo vivió.