A Ciudad de Guatemala llegamos cuando en el bus sonaba Cuéntame, la canción de Fórmula V que ha sido inmortalizada por la serie de televisión. La tarareamos de principio a fin. No nos hacía ninguna gracia pasar de noche por esta ciudad tan peligrosa. La última parada estaba en una zona desierta y la gente que estaba sentada en la acera nos miraba como si fuésemos dos pinchos morunos. Casi nos echamos encima de un taxi para que parara y nos sacara de la calle, de pasear con mochilas, ordenador, cámara digital, tarjetas y dinero por aquellos rincones. Aquella carrera fue como los viajes turísticos que se hacían hace años por el Bronx neoyorquino en autobuses enrejados. Lo veíamos todo sin que no pudiese suceder nada (malo). Restaurantes chinos, chinos, vagabundos y guardias de seguridad que exhibían imponentes recortadas a la entrada de casi cualquier comercio.

Son tres, dicen, las ruinas arqueológicas más impresionantes del mundo: Angkor Wat (“la Ciudad Perdida”), Machu Picchu y Tikal. Hasta la isla de Flores, en el lago Peten Itza, fuimos porque es el pueblo desde el que salen los transportes hacia Tikal. Siguiendo la línea de horarios fantasmales con la que hemos viajado por Guatemala, a la estación de Santa Elena, un pueblo muy cercano a Flores, llegamos a las 4 de la madrugada. Algunos hombres llevaban sombrero vaquero y una pistola, muy visible, colgada del cinturón. Cuando llegamos a la verja de entrada del hostal Los Amigos, cuatro perros observaban atentamente el interior sentados sobre las patas traseras. El objeto de su atención era una hembra de boxer en celo que estaba atada a una columna.

Yendo hacia el Parque pasamos cerca del río Sal si Puedes. A pesar de ser uno de los complejos arqueológicos más increíbles del mundo, la entrada cuesta sólo 6 dólares. Nada comparado con los 20 de Angkor y los 22 de Machu Picchu. Aunque había estado hace 4 años en Tikal, esta vez las distancias entre las edificaciones y la altura a las que llegan las pirámides me parecieron menores. Quizá es cierto que la primera vez somos más impresionables. El calor, por el contrario, era igual de asfixiante.

Durante las cinco horas que estuvimos en el Parque vimos tucanes, monos arañas y cocodrilos. Había pocos visitantes y la mayoría eran guatemaltecos. Naturalmente el grupo más ruidoso con el que nos encontramos era español. Nos impresionó sobre todo la Plaza Central, donde el Emperador Cacao mandó construir la Pirámide del Gran Jaguar (a la que no se puede subir después de que dos visitantes perdieran la vida al caer mientras ascendían por las empinadísimas escaleras). A la salida observamos la maqueta de estas ruinas, construidas entre el siglo II y el IX d.C y descubiertas por un norteamericano en 1858, y nos dimos cuenta que la falta de dinero (la restauración de alguna pirámides se está llevando a cabo con dinero del Instituto de Cooperación Internacional Español) hace que no se vea una parte de las ruinas. Muchas construcciones están aún hoy cubiertas por raíces, son todavía propiedad de la Naturaleza.

Por la mañana viajábamos con 5 extranjeros de ojos azules: un finlandés, Christian, que llevaba una camiseta de España, que había aprendido castellano en Buenos Aires y que continuaba su periplo mundial tomando un avión con el que aterrizaría en Madrid precisamente en pocos días; dos alemanes, nerviosos y que no paraban de preguntar a todo el mundo en un vacilante español (¡qué de preguntas hacemos los extranjeros!); y dos holandeses que estaban dando su vuelta al mundo durante un año. A mi lado dormitaba una anciana que vendía plátanos y mangos, y que minutos antes me había dicho que tenía que ir a un pueblo llamado Palestina porque tenía apalabrada la compra de 10 gallinas.

Antes de llegar a Bethel, entraron al autobús dos policías de migración que hicieron bajar a unas diez personas. Todos ellos entregaron cierta cantidad de dinero a aquellos hombres gordos y antipáticos. Alguien dijo que eran “mojados” y que tenían que pagar 100 quetzales para que les dejaran pasar. Cuando llegamos a la oficina de migración, fue a nosotros a los que exigieron 5 dólares para sellarnos el pasaporte. Una cantidad que obviamente no teníamos por qué pagar. Al conductor del autobús le habían entrado unas prisas repentinas y sospechosas y no hacía más que pitar. Esperamos a que el resto terminara y le dije al funcionario, un cojo que como todos los cojos tenía cara de pocos amigos, que nosotros éramos españoles, sin mucho dinero, y que no podíamos pagar. Nos miró como pensando que ya había hecho negocio con el resto y nos selló los pasaportes.

Nos quedaba media hora para llegar hasta Las Técnicas, el pueblo donde se coge la barca para cruzar el río y llegar a México. Estuve hablando con los cuatro “mojados” hondureños que iban acompañados por un compatriota que tenía que llevarles desde su país hasta la frontera mexicana con EEUU. Parecían extrañamente tranquilos. Uno de ellos, aficionadísimo al fútbol, me dijo que ojalá un día pudiese llegar a España para ir al Santiago Bernabéu y al Nou Camp. Mientras, se podía oír un anuncio de Pepsi Cola en una emisora mexicana: dos guardias fronterizos comentaban la cantidad de estadounidenses que se estaban pasando ilegalmente del otro lado desde que Pepsi había bajado sus precios en México. “Mira, allá va otro”, decía uno de ellos a su compañero. Me despedí de ellos deseándoles suerte en su viaje y miramos al otro lado del río pensando que ya el resto era México.