Existe una ley universal de la naturaleza que funciona para todos: todas nuestras acciones tienen consecuencias. Empujar una piedra al borde del acantilado tiene como consecuencia que la piedra caiga. Si, además, esta piedra cae encima de una persona y la mata, tendremos que asumir la consecuencia de nuestros actos. Este es un ejemplo de cómo nuestra actitud, tanto por acción como por omisión, generará automáticamente una respuesta. Del mismo modo, para la Unión Europea y la mayoría de países occidentales, la acción de vender armas a países en guerra y hacer caso omiso a las voces que demandaban democracia en esos mismos países desde hace años ha traído como consecuencia una agrupación masiva de personas frente a las fronteras occidentales demandando asilo ante la insoportable situación en sus países de origen. Sin embargo, a diferencia del caso anterior, donde esas consecuencias debían afrontarse, parece ser que la Unión Europea (UE) está por encima de la naturaleza y puede permitirse mirar hacia otro lado mientras decenas de miles de personas se aglomeran a las puertas de su casa.

La guerra en Siria ha dejado ya más de 250.000 muertos en el país, además de 21 millones de desplazados, casi la mitad de la población previa al conflicto. No obstante, la atrocidad de la que estas personas están huyendo parece no ser suficiente para que la UE, que se vanagloria en sus principios fundacionales de siempre buscar el respeto por los derechos humanos y las libertades individuales, o promover la solidaridad internacional, abra sus puertas a estas personas en busca de asilo político y humano.

El coste de ayudar a estas personas sería, como indica en un artículo el filántropo George Soros, de 30.000 millones de euros; una cifra que parece abultada para cualquier persona de a pie, pero que puesta en perspectiva supone el 0,25% del PIB conjunto de los 28 países que forman la Unión Europea, y un 0,5% del gasto público también en su conjunto. Una nimiedad.

Con este dinero se podría dar un apoyo financiero a los países vecinos a Siria, pero no del modo en que se ha hecho con el último acuerdo con Turquía, forjado con la intención de que los demandantes de asilo no salgan del país gobernado por Recep Tayyip Erdogan, sino para aliviar la pesada carga que ya llevan soportando desde que se produjeron las primeras muertes por la guerra civil en Siria en 2011. Además de esta ayuda a los países contiguos al régimen de Al-Assad, también se podría establecer una policía fronteriza paneuropea, con lo que se evitarían casos como los de la policía húngara, país de dudosa democracia, golpeando a los refugiados para que no traspasen sus fronteras, o la policía macedonia utilizando pelotas de goma y gases lacrimógenos contra estos refugiados.

Este problema, no lo olvidemos, no va a hacer sino crecer con el tiempo, independientemente de si miramos a otro lado o actuamos para asumir las consecuencias y sacar una conclusión positiva de ello, por lo que crear una oficina de asilos y establecer criterios comunes en el seno de la UE en cuanto a recepción e integración de refugiados e inmigrantes es una cuestión que debería ser tildada de máxima prioridad y ponerse en práctica de inmediato.

Sin embargo, existen dos impedimentos principales para que este plan, a priori sensato y no muy difícil de ejecutar, no se haya puesto en marcha todavía. Por un lado, contamos con la paranoia colectiva instalada en la cúpula política y económica de la UE en torno al innombrable término del “ajuste del déficit”. Como si de una Inquisición moderna se tratara, los comisarios de la UE sueñan, desayunan y hacen sus necesidades con la cuestión del déficit entre ceja y ceja. Nadie puede salirse del camino trazado, y una desviación porcentual en el cumplimiento del déficit de cualquier país de los 28 supone casi una catástrofe colectiva.

Por ello, la simple mención de tener que aumentar el déficit, o no reducirlo al nivel que la omnisciente Bruselas demanda, provoca pesadillas, cortes de digestión y mala deposición en esos mismos comisarios obsesionados con el déficit financiero. Aunque esa inyección de dinero de las arcas públicas sea para salvar la vida de personas humanas. Lo siento, muchachos, las cifras son más importantes que las personas.

Y, por otro lado, nos encontramos con la otra paranoia colectiva: todos los demandantes de asilo son terroristas en potencia que vienen a nuestros países a robarnos a nuestras mujeres y violar a nuestros caballos, como diría aquél. La brutalidad de los atentados recientes en París y Bruselas y la acción de algunos medios magnificando la amenaza y equiparando a todos los musulmanes con terroristas ha creado una conciencia colectiva muy peligrosa: no estamos a salvo, y si dejamos pasar a los refugiados, aún menos. Asumámoslo, señores y señoras: los terroristas no vienen atravesando miles de kilómetros para sentarse frente a una valla; los terroristas ya están entre nosotros, y evitar que esas personas que sufren nuestra desatención a las puertas de Europa accedan a nuestras sociedades no va a cambiar esa situación.

En realidad, mantenerlos en esa situación desesperada al borde de la muerte es lo que realmente crea terroristas en potencia. Diversos autores dentro de la rama del estudio del Terrorismo coinciden en que situaciones extremas de pobreza, desigualdad social y desesperación llevan, especialmente a los jóvenes, a llevar a cabo medidas desesperadas. Formar parte de un grupo terrorista conlleva dinero para sus familias, un futuro que la sociedad o el mundo les ha negado y una venganza contra aquellos que ejecutaron la orden de dejarle sin posibilidades.

Además, parece haberse instalado otra paranoia adjunta a la anterior, que establece que estamos menos a salvo que hace años porque el terrorismo nos golpea en nuestras casas, y todo es por culpa de la inmigración. Sin embargo, como indica un gráfico elaborado por el Huffington Post, la reducción de ataques terroristas en la actualidad ha sido drástica con respecto a los años 70 y 80, donde la actuación del IRA, ETA, Brigatte Rosse o Baader-Meinhof, entre otros grupos, provocaban oleadas de ataques en Europa que resultaban en cifras de entre 250 y 400 muertos por año en combinación de los países europeos. Sin embargo, en los últimos años, sólo son destacables las grandes atrocidades de los atentados del 11-M en Madrid, del metro de Londres y los recientes de París, pero en ningún caso se sobrepasan los 200 muertos por año, y hay años donde la cifra se queda por debajo de 25 muertos por año, mientras que entre las décadas de los 70 y los 80, la cifra más baja por año es de 150. Sin embargo, en esos casos no se consideraba que la afinidad política o religiosa tuviese que conllevar que todos los defensores de las mismas fueran considerados terroristas y mereciesen permanecer en centros de detención por la simple condición de ser comunistas, nacionalistas o católicos. ¿Por qué ser musulmán o inmigrante sí debe serlo?

De hecho, teniendo en cuenta que, como en el caso de la migración, los que llegan a las puertas de Europa son las personas con más recursos y más preparadas, dejar entrar a estos refugiados solo haría que mejorar nuestras sociedades. Futuros médicos, abogados, profesores, etc. se agolpan a nuestras puertas y, teniendo en cuenta que las sociedades europeas cada vez envejecen más y que dentro de pocos años necesitaremos esa mano de obra para mantener el sistema de pensiones y el Estado de Bienestar, parece absurdo negarla ahora que la tenemos enfrente y tener que suplicarla para nuestro propio beneficio en menos de dos décadas.

Es triste tener que plantearlo así, porque independientemente de su inteligencia o destreza, como seres humanos que son y como seres humanos que somos, aunque uno tenga sus dudas sobre lo que queda de humanidad en las cúpulas políticas europeas, debemos ayudarnos los unos a los otros. Pero ya que ha quedado patente que la solidaridad humana internacional no está de moda en el Viejo Continente, hagámoslo al menos para el propio beneficio de nuestras sociedades. Hagámoslo para evitar que el problema del terrorismo aumente y la pelota se haga más grande atrayendo a las personas a las que estamos negando su bienestar. Hagámoslo para aumentar nuestra productividad. Hagámoslo a regañadientes, como quien asume las consecuencias de sus acciones por muy perjudiciales que sean para él. Pero hagámoslo.