Vivimos en un mundo en el que el dinero manda. Eso no es ninguna novedad. La economía establece la repartición de poder en el mundo y hoy podemos ver cómo diversas empresas privadas tienen más poder geoestratégico que muchos países. El beneficio económico se ha convertido en el interés común, al fin y al cabo además de poder lo que se consigue con ello es calidad de vida. El querer buscarlo no es en absoluto criticable, dado que es perfectamente lícito querer mejorar tu calidad de vida, pero lo que sí habría que ver es hasta qué punto es lógico convertir absolutamente todo en la vida en un negocio.

Obsolescencia programada

Para abordar esta cuestión habría que pasar antes por el concepto de ‘obsolescencia programada’. Este término se refiere a la planificación calculada del fin de la vida útil de un producto con el objetivo de obtener mayores beneficios económicos. Aplicando una lógica puramente basada en la economía puede resultar algo razonable por dos factores; el primero es que ninguna empresa quiere hacer un producto tan duradero como para que el cliente esté demasiado tiempo sin comprar recambios ni adquirir un nuevo modelo; el segundo factor es que para hacer productos más duraderos se necesitan componentes más caros, lo que encarecería significativamente el precio del producto final y en este sentido el planteamiento actual es que el cliente prefiere una vida útil más corta del producto en pro de un precio más bajo. A todo ello se le podría sumar el hecho de que una mayor vida útil del producto también tendría su efecto en el volumen de producción, haciéndolo menor y encareciendo igualmente el producto.

En este punto cabría preguntarse cuánto más subiría realmente el precio final del producto si se hiciese con el objetivo de durar lo más posible en lugar de obtener mayores beneficios económicos. Actualmente resulta lógico que las empresas prefieran no sacar un mejor producto si con ello disminuyen sus beneficios –incluso si significase únicamente una disminución en el incremento de los mismos- dado que su principal objetivo es crecer. En el sistema actual el mejor producto no está determinado por su calidad sino por su rentabilidad. Esto significa que el sistema favorece a aquellas opciones que son menos beneficiosas para los consumidores.

Sin embargo, está socialmente aceptado que las empresas están en todo su derecho de aplicar la obsolescencia programada. Aunque lleva empleándose desde 1901, no ha sido hasta el año pasado que se condenó a una compañía por realizar esta práctica. Concretamente fue la justicia italiana respecto a las actualizaciones de Apple y Samsung que ralentizaban sus teléfonos. En esta línea también ha habido una petición por parte del Parlamento Europeo para intentar frenar esas prácticas, pero eso no puede cambiar el hecho de que en el sistema actual el mejor producto es el más rentable y éste nunca será el de mejor calidad.

Una cosa es la ética y otra los negocios

El beneficio económico es por tanto el objetivo lícito en el sistema capitalista y en pro de conseguirlo se consienten ciertos comportamientos que aunque éticamente reprobables, son perfectamente legales.

Un claro ejemplo de ello es la deslocalización industrial. Con ella las empresas ahorran en costes de producción llevando las fábricas a aquellos lugares en donde gocen de más beneficios. Esto generalmente se traduce en países en vías de desarrollo donde tanto los derechos como los salarios de los trabajadores son significativamente peores que los del país de origen de la empresa. Este fenómeno trae consigo el hecho de que los países que ofrezcan menor rentabilidad a las empresas se verán obligados a ofrecer prebendas a éstas con el fin de conservar las fábricas. Esto puede ser mediante exenciones fiscales o abaratando la mano de obra –o ambas-.

Desde el punto de vista capitalista esta práctica no es recriminable dado que el objetivo de las empresas es obtener el mayor beneficio; sin embargo desde un punto de vista ético es más que cuestionable dado que fomenta la tendencia a empeorar las condiciones laborales de los trabajadores.

De igual manera se entiende que una empresa es libre de ponerle el precio que quiera a su producto, como si quiere cobrarlo a un millón de veces el coste de fabricación. Se entiende que será la propia competencia quien acabe regulándolo, aunque no siempre es así.

Recientemente saltó a la escena mediática el caso de Martin Shkreli. Poseedor de la patente de Daraprim, un medicamento utilizado en enfermos de VIH y Toxoplasmosis, subió su precio un 550%, de 13’5 a 750 dólares por píldora. Esto hizo que, además de ser considerada la persona más odiada de EEUU, las autoridades le pusieran en su punto de mira. Finalmente fue condenado a siete años de prisión, pero no fue por subir desmesuradamente el precio del Daraprim, sino por estafar a sus inversores mediante un esquema Ponzi, un tipo de estafa piramidal. El incremento del precio del medicamento fue legal y dado que tenía la patente en exclusiva sin competencia, desde el punto de vista capitalista estaba en todo su derecho de hacerlo. No fue ético, pero fue legal.

Dentro del ámbito de la sanidad se podrían nombrar infinidad de casos en los que no se le ha dado la cura necesaria a una persona simplemente porque no era rentable. Desde el punto de vista humano es reprobable pero desde el punto de vista económico no lo es. El objetivo de una empresa, aunque se dedique al ámbito de la salud, es buscar beneficios; la salud está entre sus funciones pero su objetivo es económico.

Beneficio social y beneficio económico

Este sistema basado en aumentar el beneficio como único objetivo tiene por lo tanto un detrimento en el beneficio social. El hecho de que las empresas quieran comercializar el producto más rentable en lugar del mejor, que busquen rentabilizar la fabricación mediante una mano de obra más barata y con menos derechos o que lleven a cabo acciones inmorales en pro de sus beneficios son hechos que, aunque legales, perjudican a la sociedad en su conjunto.

Actualmente siempre se supedita el beneficio social al económico, como si el dinero fuese lo único a lo que se deba aspirar. Sería irónico que siendo el dinero algo creado en su origen como una herramienta para facilitarnos la vida, en un futuro retrasemos la exploración y conquista planetaria o perdamos los mayores avances médicos, tecnológicos y culturales simplemente porque no sean rentables.