Una mañana mientras tomaba un café con mi padre en la barra de una desaparecida confitería del Gran Buenos Aires Sur, llamada La Esquina, me comentó con alegre espontaneidad que me presentaría a un personaje que seguramente me fascinaría. No entendía muy bien el porqué de ese entusiasmo, pero siempre confiaba en que todo lo que hiciera mi padre debía tener una razón de ser, especialmente si estaba yo involucrado.

Un hombre estaba sentando en una de las mesas leyendo plácidamente el diario a la luz del sol. Interrumpimos de hecho, pero con mucha educación, a ese señor grande en edad, vestido de saco y corbata, quien al ver que lo abordábamos se incorporó inmediatamente, mucho más enérgico de lo que podría -y querría- un joven por estos días, y nos estrechó la mano en afectuosa bienvenida presentándose como Osvaldo Verón. Nos invitó a que nos sentáramos y avivó otra ronda de cafés. Yo era muy joven por entonces y pensé que mi padre estaría presentándome a un colega del trabajo de él, es decir, a otro médico del hospital prosiguiendo su plan para que yo siguiera esos planes. Por eso, inmediatamente, pensaba las muchas formas de disculparme cortésmente en cuanto a que no estudiaría medicina. Lo cierto es que me apasiona esa ciencia y, muchas veces, lo ha dicho quien fuera mi mentor biológico y existencial, yo podría haber sido un buen psiquiatra, claro está, como lo ha sido él.

Sentados los tres en la mesa pude ver de reojo un libro que estaba debajo del diario que muy gentilmente plegara a su formato original y rindiese para concentrarse en la conversación que le había caído en suerte. Allí pude leer parte del nombre del autor de ese libro que ya sospechaba sería el mismo de ese hombre que muy gentilmente nos sonrió en su mesa. Mi padre le contó a nuestro personaje -ellos se conocían- que a mí me gustaba mucho viajar y que, si no era molestia, sería un placer oír alguna anécdota de sus viajes. Con la misma felicidad con la que alguien recibe un regalo, en este caso a la inversa, el hombre me obsequió su libro Cómo llegué a los Estados Unidos con cien dólares. Me apresuré con cierta prepotencia juvenil para comentar que yo había llegado con mucho menos dinero alguna vez a Europa. Me sonrió divertido sabiendo que remataría ese imprudente desafío diciéndome: «Muchacho, yo salí desde Buenos Aires y llegué hasta EEUU con cien dólares, y haciendo dedo». Me quedé callado, porque para cada viaje realizaba presupuestos y planeamientos económicos diversos. Pero sin pensar en términos nostálgicos argentinos, es decir, sin obsesionarse tan sólo con lo transatlántico, descubría una nueva manera de viajar por el continente a través de la magia del dedo pulgar.

Claro está que Osvaldo y yo nos hicimos muy amigos y compartimos un sinnúmero de encuentros y pequeñas aventuras literarias porteñas. Tiempo al tiempo y yo convertido en un alto viajero, varios años después, recibí la triste noticia de su partida encontrándome en una ruta de los Balcanes, viajando y haciendo autostop. Ingresé a un bar y pedí dos chupitos de rakija (aguardiente típico de la zona). Tomé el mío y dejé el otro en el mostrador por si el espíritu de mi mentor viajero, en su ascenso al Paraíso, se lo tomara al despedirse.

En otros años, repetida vez en los barrios al Sur de la Reina del Plata, me encontraba con unos amigos tomando algo que no era café a pesar de ser temprano por la mañana. Unas chicas muy extrovertidas y simpáticas se nos acercaron. Una de ellas dijo reconocerme por la presentación de uno de mis libros, La vida es poesía, donde detallara un intento fallido de unir Estados Unidos con La Argentina a dedo (entre otras cosas). Me preguntaron si podía darles algún consejo porque planeaban recorrer Suramérica. Les dije que sí, y que por supuesto que sí. Recordé conmovido aquella vez que yo lo conociera a Osvaldo. Pero no estaba vestido muy formalmente y mucho nos parecíamos a un grupo de amigos un sábado por la noche por ser un día de semana brindando en el café sin tomar café. Debo aclarar, nobleza obliga y en defensa de la reputación de mi gente, que se trataba de un reencuentro después de un viaje y que nos hubiéramos aburrido muchísimo esperando a que cayera la luna del primer brindis. Retomando, charlé con ellas. Un amigo testigo dijo que me había portado muy bien aceptando los gajes del oficio de hacer de escritor. Un otro, con mayor picardía, respondió inmediatamente que, si una de ellas no hubiera sido tan linda, no hubiéramos conversado hasta que se fuera el sol…

Pero lo importante de esa charla fue que comprendimos que el arte de viajar había sido intervenido por la digitalización del mundo: ya no tanto por el dígito pulgar. Que yo no me había desprendido de ciertas mañas del pasado y terminé -cual siempre- aprendiendo de algunas cosas del mundo actual. Aun así, siempre es beneficioso conocer qué hay detrás del escenario, saber de la trastienda, para observar con mejor discernimiento lo que tal vez ocurre en la superficie. Aprender a mirar la tecnología comprendiendo la esencia que se oculta detrás. En fin, diferentes herramientas que tiene el viajero actual.

Pasajes. Yo debía ir a las oficinas de la línea aérea del país de origen y del destino en la ciudad donde me encontrase para tantear las posibilidades. O bien, ir directamente al aeropuerto e investigar sobre los próximos vuelos errantes intentando obtener una rebaja por querer ocupar un asiento que, sin mí, cruzaría las nubes en soledad: así eran mis ofertas. Ahora hay muchísimas plataformas para comprar y comparar pasajes con sus diferentes combinaciones. Es posible pagar la mitad de precio si uno está dispuesto a tardar cinco veces más y a practicar la coreografía del aterrizaje y despegue hasta el agotamiento, y obligándose a ayunar para que el resultado sea económicamente simpático. Igualmente, sigue siendo lo prudente comprar, así sea virtualmente, directamente a la línea área por si algo sucede y si necesitamos que, tal vez, alguien responda del otro lado de la línea (esto no es una garantía).

Hospedaje. Era una obsesión llegar a una ciudad o pueblo por la madrugada para así tener el tiempo suficiente de encontrar dónde uno iría a dormir, preguntando en la cafetería, o en la terminal de trenes, por algún hostal. Ahora uno llega sabiendo adónde irá y hasta algunas veces le pueden ir a buscar en coche previo acuerdo, o existe la opción de alojarse en una casa gratuitamente si uno participa de ese intercambio de gentilezas entre viajeros. También uno puede verificar la zona, y las ventajas y desventajas que representa cualquier elección. Tenemos el mapa del mundo en nuestros teléfonos. Hace unas semanas un señor, me comentó alegremente que había organizado un viaje íntegramente con las directrices de AI, es decir, Inteligencia Artificial.

En el pasado, antes de viajar, uno iba a la biblioteca o compraba esas guías del viajero con todo tipo de consejos. Hoy uno puede ver las fotos del lugar, ingresar a grupos virtuales donde hay personas que allí viven o que viajan por la zona, leer los diarios locales, ver filmaciones y hasta buscar trabajo previamente si se planea estar por un tiempo y financiar así la estadía. El orden de los factores se ha entremezclado y ya no es: hospedaje, luego trabajo, y por último saber dónde ir a tomar un café o una copa de vino por la noche para socializar. Hoy uno llega sabiendo cuáles son los sitios que uno debería visitar y, con pesar a lo sorpresivo, hasta pueden estar esperándolo un posible amor que hará de nuestro guía interesado en el primer paseo que anime a que por allí se arroje un beso. Antes de viajar uno sabe dónde dormirá, dónde comerá, alguna posible oferta de trabajo y, ya lo digo, el nombre de su futura pareja. Todo esto sigue siendo una aventura muy premeditada.

¿Cómo era anteriormente? Viajar a dedo siempre ha sido una experiencia fascinante, por sus ventajas y sufrimientos. Y hacerlo con un saco siempre ayuda, tal como me lo aconsejara el maestro Verón, porque es mejor parecerse a un profesor al que se le rompió el coche que a un prófugo de la justicia harapiento. Uno tiene a veces tiempo de charlar y conocer gente muy interesante y de por sí generosa. También puede suceder que uno deba soportar una música espantosa, mal que le asalten como a mí en Monterrey, o que deba huir para no sufrir el súbito enamoramiento posesivo y peligroso de una mujer que te dobla la edad en una ruta oscura de Catalunya.

Pero lo que más me ha seducido siempre, y todavía lo disfruto, es la idea de llegar a una ciudad sin saber casi nada de la misma. Con un bolso pequeño para no transformarlo en un estorbo, y sin rueditas -¡qué ruidosas!- porque no se sabe por dónde uno deberá andar. Allí mismo, levantar la mirada y contemplar dónde uno está, y hacerse presente en mente y cuerpo. Conversar con la gente y perderse por las calles que el instinto sugiera. Enamorarse de un hotel ubicado en el barrio donde uno ha disfrutado de un café, o porque unos ojos seductores insistieron -a nuestro parecer- lo suficiente. Largarse luego a caminar, a perderse para descubrirlo todo, y así terminar en un café fuera de todas las guías y calles populares, y encontrarse con una cocinera con mancha de salsa en la ropa que indicaría que se cocina rico en el lugar donde salió a tomar un poco de aire sin frituras. Hasta puede suceder que a uno lo inviten a comer si a los lugareños uno les aplaude la insistencia de que todo es una trampa para turistas y ellos quieren que ese viajero se vaya contento y quizá los incluya en algún cuento. Recorrer las librerías y centros culturales donde debería hallarse buenos parroquianos con quienes entablar una posible amistad. Por sobre todas las cosas, voy a insistirlo siempre, se hallarán verdaderos amores en lugares y circunstancias no previstas, tal como se dice en Bayres, jugando el buen chamuyo callejero, que no es otra cosa que una galantería sin timidez y desmedidamente sugerente.

Claro que no exijo que todos viajemos como un Quijote perdidos tras el hallazgo existencial de Dulcinea. Porque hoy contamos con muchas herramientas modernas para maximizar a la experiencia o, cosa valiosa, poder resolver un problema, porque el caminante está siempre bastante indefenso: es un paria, tal como diría mi madre.

Pero si de viajar se trata, no desperdiciemos la oportunidad de lanzarnos a la aventura imprevista porque viviremos cosas distintas a las que la mayoría ha vivido en el mismo sitio. Puede que ese pueblo o ciudad esté harto de montar el mismo paripé y nos quiera ofrecer mejores respuestas para el que sabe indagar.

Hay un avance tecnológico al que sí me he entregado enamorado. Me refiero al libro electrónico. Ya no soy una mula de carga de una biblioteca temporal ni tampoco me desprendo de los libros en las salas de espera de los puertos. Porque algo muy importante he resuelto cuando sé, compañeros de aventuras, lo que he sufrido las veces que terminé de leer todos los libros que poseía y no había ninguna librería, o biblioteca, en el lugar. Qué difícil fue aquella vez en un pueblito de la costa bonaerense argentina haber tenido que esperar varios días hasta ir a una ciudad más grande donde hallar por fin una librería, donde hallar a un libro, donde hallar una lectura, donde hallar una aventura que no fuera la de mi propia vida -o escritura- en esos instantes de vida en los que uno es lo que va sucediendo en el camino.