Joan Miró (1893-1983) es uno de los artistas surrealistas menos comprendidos en la historia del arte moderno. Descrito como un campesino medieval con alma de moderno, fue marginado hasta finales del siglo XX por críticos e historiadores estructuralistas, entre los que destacaron Hal Foster y Rosalind Krauss, que hicieron una relectura muy particular del surrealismo excluyendo la pintura en favor de la experimentación con el collage, la fotografía y los objetos.

La inventiva poética, metafísica y humorística de Miró que nunca se preocupó por el dogma freudiano-marxista de sus colegas en el movimiento surrealista en su práctica mayormente pictórica partió, según su confesión, de la realidad misma.

El crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga examina los primeros y decisivos 25 años de carrera del artista catalán que sustentó su indagatoria en la pintura rupestre, el pensamiento mágico y hasta la Biblia probando su voluntad de regresar a los orígenes del arte y recuperar su sentido espiritual.

Como declaró en París en 1939 a la revista Cahiers D’Art: «Si no intentamos descubrir la esencia religiosa, o el sentido mágico de las cosas, no haremos sino añadir nuevas causas de degradación a las que ya rodean hoy a la gente».

Reinvención cíclica

Miró nació en Barcelona hijo de un herrero transformado en orfebre y relojero y la hija de un ebanista. Sus padres querían que estudiara comercio, carrera que completó a los 17 años para que pudiera «“ser alguien en la vida». No obstante, consiguió el permiso de su padre, quien lo veía como un pasatiempo, para estudiar dibujo por las noches en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad nativa. Joan trabajó dos años en una droguería hasta que una enfermedad lo obligó a retirarse a la casa familiar en el pueblo de Montroig.

A su regreso a Barcelona, tomó la firme decisión de convertirse en pintor pese a la reticencia de su padre, por lo que se matriculó en una academia de arte que cerró en 1915. Tres años después realizó su primera muestra individual con sesenta y cuatro obras entre paisajes, naturalezas muertas y retratos que reflejan las influencias del posimpresionismo, el fauvismo y el cubismo.

Como será su costumbre durante años, aprovecha el verano en la estancia rural familiar, para auto examinarse y hacer cambios en la dirección de su obra. Así, por ejemplo, abandona los colores empleados y las formas duras de su primera muestra.

Como explicó a su amigo Enric C. Ricart en una carta el 16 de julio de 1918:

Nada de simplificaciones ni abstracciones. Por ahora lo que me interesa más es la caligrafía de un árbol o de un tejado, hoja por hoja, ramita por ramita, hierba por hierba, teja por teja. Esto no quiere decir que estos paisajes al final acaben siendo cubistas o rabiosamente sintéticos. En fin, ya veremos. Lo que si me propongo es trabajar mucho tiempo en las telas y dejarlas lo más acabadas posible, así es que al final de temporada y después de haber trabajado mucho si aparezco con pocas telas; no pasa nada. Durante el invierno siguiente continuarán los señores críticos diciendo que persisto en mi desorientación.

Las obras de este período denominadas «detallistas», son ejecutadas con delicadeza y prolijidad, aunque no representan estrictamente la realidad, sino que son filtradas por las emociones que provoca en el entonces novel artista. Tomando de Cezanne, «objetiviza» la realidad que mira y representa.

Apertura y cierre

La muestra en Guggenheim Bilbao, a principios de este año, presentó en tres salas obras que marcan los inicios y cierres de períodos claves en la carrera de Miró. La primera sala incluyó obras de 1918 a 1920 creadas en su nativa Barcelona, en donde el artista conoció a vanguardistas que se refugiaron allí a raíz de la Primera Guerra Mundial como Francis Picabia, Robert y Sonia Delaunay y Marcel Duchamp.

Algunas de las obras en esta primera sala tienen una base figurativa y realista como evidencia su Autorretrato, un óleo de 1919 que refleja la tendencia ya citada. Se trata de una obra que más tarde adquiere Picasso en Paris junto con su Retrato de una bailarina española de 1921.

Este primer autorretrato marca una distancia profunda con respecto a obras del mismo género que completa más adelante en su carrera entre 1937 y 1938 como sus autorretratos I y II. En esa primera obra, Miró viste una camisa que en el lado izquierdo está tejida con líneas cubistas mientras el lado derecho recuerda la tierra labrada, la que veía desde su masía en Tarragona. Además, sus ojos y los ojales de la prenda revelan formas cósmicas dejando el rostro como un reflejo de su mundo interior.

En sus autorretratos de madurez la figura se transparenta con cierta oscuridad en una intensa visión donde dos círculos rojos sobre el plano aparecen rodeados de flamas amarillas sobre el espacio gris en un espacio ilimitado donde emergen estrellas, peces, pájaros, mariposas y otros seres biomorficos.

Este tipo de obras afirman dos componentes que se volverán permanentes en su indagatoria plástica a partir de su establecimiento en París en los veinte: la espiritualidad y la conciencia interior como una suerte de realidad o verdad absoluta.

Su obra Interior (La masovera), realizada entre 1922 y 1923, confirma su gradual transición conceptual, aunque temáticamente vuelva al paisaje, pero cada vez más como una mirada interna. Hay rasgos de la realidad visible que aún se pueden notar en esta obra como el gato o la chimenea, pero el peso está puesto en la tierra representada en los enormes pies descalzos de la campesina cuya figura se basó en una muñeca.

Tras instalarse definitivamente en su primer estudio parisino en 1921, hace amistad con su vecino el pintor André Masson y con los artistas y poetas Antonin Artaud, Raymond Roussel, Robert Desnos, Paul Eluard, Michel Leiris, Benjamin Péret y Rene Char, entre otros.

Se interesa en las innovaciones formales en que incursionaban como el automatismo, la fragmentación, la unión aleatoria de imágenes, y el uso visual y tipográfico de los textos en caligramas o poemas visuales cuyo propósito era formar un dibujo que representará el tema del que trata el poema.

Los artistas que frecuenta en París atraviesan un período que su vecino Masson llama de «desenfoque» saliendo del dadaísmo y entrando a algo nuevo, que será el surrealismo años después del manifiesto de 1924.

Es en esta etapa en que su obra se introduce intencionalmente en el origen de los sueños, abandonando la estructura narrativa lógica, dejando que algunos elementos aparezcan improvisados, aunque sus bocetos lo desmientan en este sentido.

Un ejemplo de esta fase onírica es Campesino catalán con guitarra que realiza al óleo en 1924. Es una composición simplificada en que confirma su abandono de la representación de la realidad exterior para crear un lenguaje personal de signos. Miró, quien sentía un gran arraigo con la Cataluña rural, convirtió en esta como en muchas otras obras la figura del campesino catalán en protagonista.

Miró representa al pagès o campesino catalán de manera esquematizada mediante un cuerpo entero caracterizado por la barretina, o gorra catalana, que se contrapone con sus perfiladas líneas a la improvisación del intenso fondo azul que domina el espacio pictórico, en el que logra eliminar toda referencia espacial.

En febrero de 1925, André Bretón conoce a Miró por recomendación de André Masson y pronto se une a sus actividades públicas, lo que favorece que encuentre un marchante para su obra y alivie su penosa situación económica.

Bretón es seducido por lo que llama la extrema espontaneidad, sencillez, ingenuidad y libertad con que Miró inventaba entonces sus formas, que constituyeron un nuevo alfabeto poético.

En sus cuadros —La granja, Tierra arada, El cazador, La trampa, Carnaval de arlequín— Miró crea una figuración absolutamente original, animista e infantil, donde un barco, en el óleo sobre tela de 1923 El cazador, por ejemplo, está representado por un cono, el horizonte por un ojo, un árbol por un círculo y una hoja.

Liberadas de toda obediencia a la realidad exterior, sujetas únicamente a la libertad del pintor, las formas de Miró, que nada deben al cubismo ni al futurismo, dieron a Breton la certeza de que podía existir una pintura específicamente surrealista, en la que poesía y pintura operaran una síntesis única.

La segunda sala de la muestra en Bilbao se enfoca en este período de la carrera de Miró particularmente con obras de 1926 en adelante para documentar su inmersión surrealista en París.

Sus obras Pintura (El Sol) y Pintura (La estrella) son características de esta fase donde el catalán marca una ruptura con cierto naturalismo que arrastraba consigo para adoptar los emblemas de una nueva realidad imaginaria. Hay en estas obras un uso acentuado del dibujo que parece dialogar con manchas informales que ganan protagonismo en el plano pictórico.

Aunque Bretón incorpora a Miró en el movimiento surrealista, e influye decisivamente en sus lecturas y exploraciones estéticas, mantiene una distancia crítica advirtiéndole sobre el peligro del orgullo pequeño burgués que detecta en él, así como cierto mecanicismo que es contrario al automatismo.

En el trasfondo de sus críticas, Bretón reclamaba a Miró un mayor compromiso con el pensamiento surrealista y en especial con su radicalismo político que se agudiza a partir de 1926.

Lo que Bretón pretendía según el historiador de arte Antonio Boix-Pons era «conjugar una contradicción casi insalvable: que Miró practicase un estilo espontáneo y automático, pero que seleccionase una temática y actuase en su vida pública de acuerdo con un estilo meditado. Pero Miró, siguiendo su propio criterio, no le hizo caso».

Paradoja espiritual

La influencia de Breton sobre Miró fue innegable, así como el individualismo del catalán. Marcó tanto sus gustos literarios vanguardistas (Rimbaud, Jarry, Apollinaire, Nouveau, Lautréamont), como su pensamiento estético a partir de lo mágico atávico y el oficio de los médiums. Se sabe que Bretón confiaba en su carta astral para sus alianzas y Miró en algún momento se hizo la suya. Hay una clara conexión entre las prácticas metafísicas y el automatismo que pregonaba el líder del movimiento surrealista.

Pierre Naville, coeditor de los primeros números de la La Révolution Surréaliste, argumentaba que fuera del ámbito de los médiums, la pintura y la escultura nunca podrían ser capaces de alcanzar la fidelidad del mensaje subconsciente que mediante las palabras.

El automatismo, en resumen, consistía en suspender la acción de la consciencia en el momento de la creación, para dejarse llevar por varios automatismos (verbo-auditivo, verbo-visual, vocal y gráfico). El objetivo era convertir al surrealista en un vidente a través de diferentes acercamientos como los «espejos mágicos» de De Chirico o Dalí, o el automatismo rítmico de Masson o Miró.

Dicho análisis quedó plasmado en el artículo «Le message automatique», publicado en la revista Minotaure, núm. 3-4 (1933) 58-67, en la que Bretón pretendía implantar un fundamento teórico sobre lo que era un automatismo válido para el surrealismo.

En la publicación lamenta que el automatismo se utilice como una «ciencia» para conseguir unos determinados «efectos», o que simplemente se introdujera puntualmente en una obra convencional, sin por ello cambiar su sentido, que debería ser el de suspender la actuación de la consciencia en el momento de la creación, lo que en último extremo serviría para cuestionar el objeto, que se mostraba como un producto del sujeto que actuaba a través del deseo.

Por ello, afirmaba que hay que diferenciar la escritura y el dibujo automático «auténticos» de los médiums, cuya actitud estaba en el origen de esta técnica, y prestar especial atención a los que actúan de manera «mecánica», ya que al dibujar o escribir su mano estaba «como guiada por otra mano». No obstante, Bretón oponía este método a otros tipos de automatismo, en los que los médiums reflejaban o tomaban nota de lo que veían.

En sus propias palabras:

Estos, al menos cuando gozan de dotes especialmente notables, se comportan colocando las letras y la línea de un modo totalmente mecánico: ignoran absolutamente lo que escriben o dibujan y su mano, anestesiada, es como si la llevara otra mano. Aparte de los que se limitan a dejarse guiar de esta manera, que asisten de forma totalmente pasiva a la ejecución del trazo, cuyo sentido solo les llegará más tarde, hay otros que reproducen como si calcasen inscripciones u otras figuras que se les aparecen sobre cualquier objeto. Parece más bien vano querer otorgar preeminencia a una de estas dos facultades, que también pueden existir concurrentemente en el mismo individuo.

Es claro que los médiums y los videntes operan en el ámbito de lo metafísico, por lo que no deja de sorprender que Bretón que combatía el antirracionalismo de movimientos precedentes como el romanticismo y era un ateo confeso y beligerante en sus publicaciones y actos públicos, pudiera convivir cómodamente en el ámbito de la superstición y las prácticas animistas, esotéricas y mágicas de culturas ancestrales.

Su encono contra colegas en el surrealismo como Jean Cocteau, Rene Magritte, y Salvador Dalí por causa de sus respectivas conversiones religiosas resulta por lo tanto poco menos que paradójico.

Fuente onírica

A pesar de la intransigencia de Breton y sus acólitos, la realidad es que el surrealismo era ambiguo aún después de publicar su manifiesto y encuentra en Miró a uno de sus mejores representantes. Claramente se buscaba la inmaterialidad, ya fuera que el artista pintara un sueño o se sumergiera en un sueño. Lo que se buscaba era una emancipación espiritual que fuera más allá del medio pictórico. Pero, en 1933, Bretón modificó su posición sobre el automatismo y aceptaba que se combinara con intenciones premeditadas.

Aunque Miró comulgaba con muchas creencias del surrealismo, la realidad es que tenía sus propias convicciones. En sus álbumes de trabajo apuntó: «Mientras hago escultura (debo) tener siempre la Biblia abierta, esto me dará un sentimiento de grandiosidad y de gestación del mundo».

La afirmación recogida por Margit Rowell en su obra de 1986 Joan Miró: Escritos y conversaciones corresponde a notas del artista datadas entre 1941-1942. Esta orden que el artista se daba a sí mismo se ha conectado a una Biblia de 1873 ilustrada por Gustave Doré en posesión de la Fundación Miró y que tiene marcas de haber sido usada en distintos estudios y residencias de Miró.

Sea por su entorno de crianza católico o por creencias más íntimas, la realidad es que la influencia de sus lecturas bíblicas influyó en su iconografía de simbolismo místico desde 1925 como es patente en el óleo El nacimiento del mundo, actualmente en la colección del MOMA en Nueva York.

Joan Miró dijo que su obra representa «una especie de génesis», los comienzos amorfos de la vida. Para realizar esta obra, Miró vertió, cepilló y arrojó pintura sobre un lienzo imprimado de manera desigual, de manera que la pintura se empapó en algunas áreas y se quedó encima en otras. Además de esta aplicación de pintura relativamente incontrolada, agregó líneas y formas que había planeado previamente en estudios. El pájaro o la cometa, la estrella fugaz, el globo y la figura con la cabeza blanca pueden parecer familiares, pero su asociación es ilógica.

Al describir su método, Miró dijo: «En lugar de ponerme a pintar algo, comencé a pintar y, mientras pinto, la imagen comienza a afirmarse o a sugerirse bajo mi pincel... La primera etapa es libre, inconsciente». Pero, continuó, «la segunda etapa está cuidadosamente calculada».

El nacimiento del mundo refleja esta mezcla de espontaneidad y deliberación. Tal vez por adelantarse a su tiempo, la obra permaneció oculta por décadas, exhibiéndose solo una vez en la década del treinta en Bruselas. La obra definió también la renuncia de Miró a la abstracción total, poblando las obras que la sucedieron con su uso radical de pintura con base en alegres pictogramas, evocando unas veces comentas negros, otros balones rojos y hasta crípticas figuras con cabezas esféricas blancas conectadas a una cuerda amarilla para evitar que escapen. La muestra en el Guggenheim Bilbao presentó una obra de factura similar del mismo año sin título que es parte de la misma vena exploratoria.

Una fuente importante que complementa el origen de sus obras oníricas procede de su interés en lo que Carl Jung ha llamado arquetipos. El psicólogo alemán creía que los eventos de la naturaleza no se plasmaban simplemente en cuentos de hadas y mitos como una forma de explicarlos físicamente. Más bien, el mundo exterior se utilizó para dar sentido al interior.

Miró acude, no obstante, al rico pozo de símbolos (arte, religión, mitología) que durante miles de años ayudaron a las personas a comprender los misterios de la vida. Por ello, su lenguaje pictórico está compuesto de formas simples que permanecen figurativas. En palabras suyas: «Para mí una forma nunca es algo abstracto; es siempre un signo de algo. Es siempre un hombre, un pájaro o algo más. Para mí la pintura nunca es forma para beneficio de la forma». El hecho de que recurra a la caligrafía o incluso jeroglíficos establece temprano en su carrera claves para descifrar su «bosque de símbolos».

Los paisajes horizontales de este período están impregnados de la misma atmósfera que mezcla lo místico y lo sagrado. Dos de estos, realizados en 1927, Paisaje con gallo y Paisaje con liebre, se incluyeron en la exhibición y permiten una lectura que nos conecta con la metafísica explorada por Miró.

La figura estilizada de cada animal se posiciona sobre una vasta superficie donde el color o la ausencia de este evoca la nada que simboliza la sustancia etérea, asincrónica, del no espacio habitado por la divinidad.

En palabras de Miró en 1936: «Cada grano de polvo posee un alma maravillosa, pero para comprenderla hay que recuperar el sentido mágico y religioso de las cosas».

El fracaso del éxito

A Miró le gustaba exhibir su obra en orden cronológico, pero si hay una omisión en esta muestra es el año 1928 en que realizó una serie de pinturas inspiradas en la pintura barroca de los Países Bajos, en particular Jan Steen y Hendrick Sorgh.

Fue un año tenso, pero decisivo para el pintor porque había tenido mucho éxito con su tercera exhibición individual, consolidando una base fuerte de coleccionistas y acólitos de Breton. Sin embargo, para Miró esto fue más bien motivo de alarma.

«Comprendí los peligros del éxito y sentí, que, en lugar de explotar la situación, debía lanzarme a nuevas aventuras», escribió un año más tarde. «Sentía un gran deseo de desanimar a quienes creían en mí».

Por ello, cuando su amigo Jean Arp lo invitó a visitar los Países Bajos por primera vez, fue a los principales museos a contemplar a Vermeer, Sorgh y Steen entre otros. Más adelante escribió: «fui seducido por la habilidad de los pintores neerlandeses para hacer puntos tan pequeños como grano de polvo visibles y concentrar la atención en pequeñas chispas en medio de la oscuridad».

Pero en lugar de navegar hacia la obra de Vermeer se inclinó por las desordenadas escenas de género de Sorgh y Steen. Las dos obras que admiró más fueron el El músico de laúd del primero y Niños enseñando a un gato a danzar del segundo.

De regreso a España, en la granja de la familia decidió hacer sus propias versiones y así surgieron los interiores holandeses 1 a 3. Miró traspuso algunas de las figuras de las obras originales y, pensando en su granja introdujo un murciélago, una araña, un sapo, un pescado y un cisne. Mientras el músico ganaba la forma de un personaje de Lewis Carroll y el niño el de una ameba. Esta fantasía en verde y naranja está llena del humor original y las mismas sugerencias de intimidad.

Contrariamente a la frase que lanzó un año antes de producir estas obras, «¡Quiero asesinar la pintura!», cuando empezó su alejamiento de Breton, nunca fue su objetivo abandonar la pintura y mucho menos invalidar la obra en ese medio de los maestros de la pintura precedentes. Más bien quedó impresionado por la pintura de los neerlandeses como antes por la obra de Van Gogh.

«Cuando termino una obra, veo el comienzo de otro trabajo», escribió el artista catalán. «Pero nada más que un punto de inicio para ir diametralmente en la dirección opuesta».

Paz en medio del huracán

La tercera sala de la retrospectiva en Bilbao enfatiza la producción en los convulsos años treinta. Es entonces que se adentra en el expresionismo que se transformará en una característica dominante de su obra por el resto de su carrera.

Su óleo Grupo de personajes en el bosque, realizado en 1931, es el preámbulo de su serie de «Pinturas salvajes» que se extienden de 1934 a 1938 elaboradas sobre papel de lijar. Son obras de colores intensos y ácidos vinculados al estado emocional del autor por la ansiedad provocada por las amenazas de guerra en España y Europa en general. A veces agujerea o rasga la superficie de las telas.

Y así empieza su periplo hacia Varengeville-sur-mer en Normandía cuando Francia está amenazada por Alemania. Durante su residencia allí pinta cinco pequeños paisajes titulados El vuelo del pájaro sobre la pradera que reflejan las llanuras abiertas y el vuelo de las aves en esta zona.

En medio de la preocupación por el conflicto bélico Miró parece evocar un poema de los cuadernos del crítico romántico inglés Samuel Taylor Coleridge (1772-1834): «Miró su propia alma con un telescopio. Lo que parecía irregular, se mostró que eran hermosas constelaciones, y añadió a los mundos ocultos, dentro de esos mundos, consciencia».

No obstante, escribe entonces a su amigo Roland Penrose:

Después de pintar, mojaba mis pinceles en aguarrás y los secaba sobre hojas blancas de papel, sin seguir ideas preconcebidas. La superficie manchada me estimulaba y provocaba el nacimiento de formas, figuras humanas, animales, estrellas, el cielo, el sol y la luna. Dibujaba todas estas cosas, vigorosamente con carboncillo. Una vez que había logrado el equilibrio en la composición y ordenado todos estos elementos, empezaba a pintar con gouache, con la minuciosidad de un artesano o un hombre primitivo; esto me llevaba mucho tiempo.

Entonces empieza una serie de 23 obras en gouache y pintura de trementina sobre papel que luego se conocerán como «Constelaciones», iniciadas en enero de 1940 y completadas en septiembre de 1941 en la isla de Mallorca a donde huye con su familia y se esconde usando el apellido de su mujer.

En la muestra destaca Mujer y pájaros, realizada en 1940, que refleja la inusual quietud característica de la serie; el silencio del cosmos. Aunque el punto de partida fue la angustia existencial provocada por la guerra, conforme progresó con cada obra de la serie aún las formas más amenazantes se transformaron en imágenes beatíficas.

En Palma de Mallorca donde continuó pintando la serie en casa de los parientes de su esposa Pilar, Miró pasaba algunas mañanas escuchando música de órgano y admirando los vitrales en la catedral local. Más tarde declaró: «Al negar la negación, afirmó».

Cuando la mayor parte de la colección se exhibió en Nueva York en 1945, Miró escribió:

No debe considerarse este un simple evento, sino un acto de importancia humana, [porque estas pinturas] fueron realizadas durante el terrible tiempo cuando (los fascistas) querían negar todo valor espiritual y destruir todo lo que el ser humano consideraba precioso y valioso en la vida.

Estas pinturas son ciertamente la culminación del potencial del lenguaje de signos que ha creado, con base en su inventiva e intuición, y la voluntad de expresar lo primordial y universal.

Tras esta serie pasará un tiempo sin pintar hasta 1945 en que empieza una serie de pinturas sobre fondo blanco de gran formato en que retoma su lenguaje de signos bajo títulos como Mujer y pájaros en la noche, Personajes y pájaros de la noche y Mujer en la noche. La palabra noche estará asociada la serie de manera indeleble, así como los fondos luminosamente blancos.

Impacto y humor

Contrariamente a la seriedad con que se suele abordar la vida y obra de Joan Miró, o tal vez por ello, solemos ignorar un componente inmaterial que trasunta su obra: su delicioso humor.

Uno de mis críticos favoritos, John Canaday, lo conoció en 1959 durante una de sus exposiciones en Nueva York, y lo describió descarnadamente:

Miró es bajito, robusto, callado, de cabeza redonda y rostro cuadrado, con grandes y poéticos ojos, tiene una nariz de patata y una boca triste, que recuerdan un poco a un payaso sin maquillaje. Los colores de sus pinturas —rojos puros, amarillos y azules, brillantes verdes, naranjas y violetas, activados por blancos nevados y líneas negras como el hollín y parches— son colores circenses. Su alegría es la alegría de los labios pintados del payaso y las formas que describe son alegres, humorísticas. Pero, como todos saben, el payaso es un filósofo informal detrás de la pintura. Así es Miró.

La alegría del artista catalán fue mostrar consistentemente mediante sus formas flotantes y rítmicas, en fluctuante contradicción, que la morbosidad puede envolver humor, que lo macabro puede sacar sustento de lo cómico, que la pesadilla y la alucinación son compatibles con el gran arte.

Quería que las ideas en sus obras «dieran al espectador un golpe inmediato entre los ojos antes de que un segundo pensamiento se interpusiera». Sin embargo, aunque los espectadores fueran impactados, no siempre captaban la idea, excepto como una inversión económica en retrospectiva.

Miró fue atacado y alabado por igual a lo largo de su carrera y aun después de fallecido, pero rara vez causó indiferencia. Su contribución como un artista intensamente personal ha sido afirmar la legitimidad de lo mágico, lo poético, lo lírico manteniendo abierta la puerta para todos nosotros a un mundo casi olvidado, el mundo del mito y lo sobrenatural, el origen de los sueños compartidos, con representaciones unas veces jubilosas, otras monstruosas y hasta grotescas, lúdicas, algunas veces amorosas, otras terribles, pero siempre fascinantes porque están arraigadas en la temprana conciencia de la humanidad.

Miró ha sido el maestro de una tradición iniciada 30,000 años atrás, en la cual «la distinción entre filosofía y vudú puede ser un asunto de semántica, pero una que comienza con las primeras palabras del arte creadas por el hombre primitivo —símbolos mágicos rayados en una piedra para exorcizar demonios o para aplacar las fuerzas de la naturaleza», según el crítico John Canaday.

La premisa básica en la obra de Miró desarrollada en sus primeros 25 años de carrera es que el ingenio y la pesadilla no solo pueden coexistir en una obra sino ser indistinguibles entre sí. No es una obra complicada porque fue diseñada para ser disfrutada tanto por un neandertal, como por un homo sapiens.