Partamos por decir que la salud no se restringe a cuestiones solamente biológicas. Es siempre y necesariamente una cuestión biopsicosocial. En otros términos, el elemento subjetivo (aquello que tiene que ver con lo psicológico en sentido amplio, con lo afectivo, con el campo de las pasiones) está siempre presente. No hay dolencias que sean, pura y mecánicamente, solo biológicas. Somos más que células, tejidos, órganos o sistemas. El paciente, que es algo más que «un hígado graso», «una fractura de fémur» o «el de la cama 17», es un sujeto en situación, holístico, con una historia personal y social a sus espaldas, con deseos, motivaciones, fantasías, preocupaciones que lo pueden agobiar, o presentar un nivel de ansiedad que no es el que lo trajo a consulta, pero que no deja de influir, a veces en forma determinante, en su historia clínica.

No todos los pacientes reaccionan de la misma manera al mismo tratamiento; hay factores que varían las respuestas, y eso tiene que ver con su estructura subjetiva, con su constitución psicológica. Apurémonos a aclarar rápidamente y con vigor que esas variantes no constituyen necesariamente «patología mental»: son diferencias personales, subjetivas.

Cuando se piensa en la esfera mental, en lo que tiene que ver con lo psicológico, se suele asociar eso casi mecánicamente con psicopatología. La misma, cuando es explicada por la neurofisiología (disciplina que no se encarga específicamente del nivel psicológico de las respuestas conductuales) habla de las «rarezas» orgánicas: desde las demencias seniles a la epilepsia, desde el mal de corea al síndrome de Tourette, etc. Pero estamos llenos de «rarezas» que hacen parte de la normalidad; rarezas psicológicas incongruentes, inesperadas, fuera de toda lógica racional —tratemos de responder esto: ¿por qué fumamos si sabemos que eso es pernicioso, por ejemplo?, o ¿por qué no nos protegemos si tenemos actividad sexual con una persona desconocida, siendo que diariamente 6,000 personas contraen el VIH por conductas de riesgo?—. Hay infinidad de conductas que no son «patológicas», pero se salen de lo que consideramos normal. La homosexualidad, por ejemplo, hasta el año 1990 estaba considerada una psicopatología por la Organización Mundial de la Salud; para los griegos clásicos era un privilegio de los aristócratas varones, para muchas religiones es un pecado, hoy se la toma como una preferencia sexual. ¿Qué es entonces? ¿Qué debe hacer el médico o el agente de salud ante la diversidad sexual, por ejemplo?: LGBTIQ+. Esa es una «rareza» normal. De lo que se trata es de tener una actitud abierta, no estigmatizante, ante las conductas «incomprensibles». No hay que odiar, pero odiamos; no hay que envidiar, pero envidiamos. No hay que «codiciar la mujer del prójimo», enseña un mandamiento bíblico, pero los moteles están siempre llenos de «pecadores y pecadoras». No hay que ser violentos, pero miramos peleas de box sin inmutarnos. La actitud que seguir entonces ante todo esto —mejor que juzgar y sermonear— es escuchar con atención, ayudar a que el paciente tome conciencia de lo que hace. Buscar entender y hacerle entender el porqué de actos incomprensibles para la razón.

Existe una larga tradición que une lo psicológico con algún problema en la esfera llamada sentimental, o afectiva. Si el paciente presenta «cosas raras» (por ejemplo: no responde al tratamiento como se esperaba, no sigue al pie de la letra las indicaciones, presenta una sintomatología que no evidencia ningún daño/desbalance anatomo-fisiológico), allí puede decirse que hay algo «mental». Es decir: la esfera psíquica conllevaría psicopatología. Pero no necesariamente es así. Pensemos en todas las «rarezas», características de la personalidad, «mañas» y estilos que pueden llamar la atención: no por fuerza son «locuras». Nadie creería que un embarazo es producto del espíritu santo, pero no lo cuestionamos, según la tradición católica, en la Virgen María. Lo raro debe escucharse, no necesariamente ser abordado con electrochoques o lobotomías, o despreciándolo por «tonto» o «sin sentido».

Puede apreciarse ahí el peso de una tradición psiquiátrico-manicomial muy enraizada en el sentido común, y también en la práctica médica. Lo «raro», lo que escapa a la regularidad biológica, se aborda con un criterio casi punitivo. Hay que alejarlo o encerrarlo.

Por supuesto, obviamente no se «encierra» a cuanto paciente presenta «rarezas». Pero la idea manicomial está siempre presente. De hecho, las acciones de Salud Mental reciben habitualmente por parte de los Ministerio de Salud un porcentaje ínfimo de todo el presupuesto anual, que ronda el 1% (la prevención/promoción prácticamente no existe). La atención primaria en este ámbito es una incógnita. Y de esa exigua inversión, una gran mayoría está dedicada a los hospitales psiquiátricos. ¿Qué significa esto? Que la intervención que tiene que ver con ese problemático campo tiene mucho de una mezcla de paternalismo y autoritarismo. O sea: la idea de encierro —con o sin muros perimetrales, con o sin chaleco de fuerza en sentido estricto— está presente.

En esa sintonía, no es raro que el médico tratante «solucione» el malestar subjetivo, psicológico, aquello que «no se ve», con una apelación a esa ideología del encierro. Que no es, claro está, el confinamiento en un manicomio, pero que puede funcionar, simbólicamente, como eso. Se silencia ese decir a veces inoportuno del paciente con regaños (actitud autoritaria: «¡No me siga haciendo eso!», «¡Deje de pensar así!»), con consejos (actitud paternalista: «Si usted quiere, puede», «Todo depende de que ponga voluntad»), o solo con la indicación de psicofarmacología, la cual, muchas veces, puede cronificarse, convirtiendo al paciente en un drogodependiente, sin solucionar su problema de fondo.

Decía Freud, que era médico, pero había renunciado al ejercicio de la medicina tradicional para la atención de pacientes con problemas psicológicos dando lugar al nacimiento del psicoanálisis, que «La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas». ¿Qué significa eso? Que una tarea básica en la práctica médica es escuchar al paciente.

Desde ya, siempre se lo escucha. O, al menos, se escucha el relato de su dolencia. De ahí que se puede hablar —y eso sucede a diario— de «un hígado graso», «una fractura de fémur» o «el de la cama 17». Pero eso no significa escuchar en su totalidad lo que transmite. Puede haber —y, de hecho, siempre hay— más que la narración puntual de lo que le aqueja. Ahí es donde cobra sentido aquello de la integración biológica-psicológica y social. Salud mental, en definitiva, es incorporar esa forma de abordar los problemas.

Es común escuchar, casi con un nivel de protesta, de crítica, no sin un escondido malestar, de parte del practicante de la medicina, que «el paciente no colabora», «no hace caso», «no tiene nada (orgánico)». Se llega a decir, por ejemplo, «la paciente es una simuladora», quizá refiriéndose a una mujer con sintomatología histérica. ¿Se está escuchando ahí el verdadero malestar? Recordemos aquello de inconsciente, concepto tan decisivo para entender nuestras «rarezas» humanas.

Atender lo psicológico en la consulta médica no significa «trabajar de psiquiatra», dando un diagnóstico psicopatológico de acuerdo con el correspondiente manual de psiquiatría que se utilice, o al vademécum del caso, para medicar en consonancia. Por supuesto, no se está indicando acá que la psicofarmacología no sea necesaria, indispensable a veces. Incluso la interconsulta o referencia a psiquiatría. Pero una escucha atenta, sin prisa, mostrando un real interés por la persona que se tiene delante, sin precipitaciones, no pensando solo en el paciente que sigue, a veces puede ser muy útil, más útil que una práctica que, a la postre, puede resultar iatrogénica. ¿Se entiende lo de actitud manicomial?

Resumiendo, podría decirse que hay que «desmanicomializar» el tema de la salud mental —valga el neologismo—, en el ejercicio médico cotidiano, abriendo la posibilidad de otra actitud. Es decir: hay que romper estigmas. Recordando, igualmente, que no todo es psicopatología y no toda conducta humana necesita ser tomada como enfermiza. A veces una escucha atenta, abierta y no prejuiciosa, puede ayudar a curar más que toda una parafernalia de acciones médicas. Decía Jacques Lacan, el principal continuador de Sigmund Freud, también médico de formación, pero psicoanalista de profesión:

El neurótico es un enfermo que se cura con la palabra, y sobre todo con su propia palabra. Debe hablar, contar, explicarse a sí mismo. Freud definía el psicoanálisis como la asunción por parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro. El psicoanálisis es el reino de la palabra, no hay otro remedio. Freud explicaba que el inconsciente no es tan profundo como inaccesible a un examen profundo de lo consciente. Y decía que, en ese inconsciente, el que habla es un sujeto dentro del sujeto, trascendiendo al sujeto. La palabra es la gran fuerza del psicoanálisis.

Sin ser psicólogo o psiquiatra, es decir: siendo cualquier otro agente de salud (médico u otra profesión paramédica) se puede contribuir en mucho a la situación emocional de alguien que consulta. La cuestión es darle su dimensión de sujeto sufriente al paciente, un sujeto total como indivisible unidad biológica, psicológica y social. Ante las conductas «raras» mejor no juzgar o condenar, sino tratar de entender lo que pasa. Las angustias, síntomas psicológicos e inhibiciones varias, igual que un delirio o una alucinación, tienen sentido, significan algo. Un intento de suicidio, por ejemplo, no es simplemente una «manipulación»; es un mensaje desesperado que hay que saber leer. Quizá no se vea inmediatamente el sentido oculto en todas estas conductas, por eso hay que ser cauto, saber escuchar, dejar que el consultante se explaye y no tapar las rarezas inmediatamente con psicofarmacología.

La formación recibida por el gremio médico y el personal de salud en general tiene una profunda carga biológica. Ello es imprescindible, sin dudas. Pero si la salud consiste, como se dijo anteriormente, en ese articulado entrelazamiento de factores fisicoquímicos, y también psicológicos y sociales, estos dos últimos no están lo suficientemente presentes en la formación y, por tanto, en la práctica cotidiana de los agentes de salud. Al decir «salud mental», por tanto, se siguen repitiendo mitos y prejuicios, uniendo ese campo con «locura». Este último término, cotidianamente utilizado en nuestra visión de las cosas, no es un concepto científico precisamente. Pero marca el día a día. «Yo no estoy loco» es la primera respuesta, casi espontánea, que puede decirse ante la sugerencia de consultar con un especialista de salud mental. ¿Por qué? Porque se asocia «locura» con alienación, con pérdida de control de sí mismo, y de ahí: discapacitado, inútil, inservible. Pero tener «desajustes» en lo anímico no significa que se perdió la razón: significa que no se puede tener todo absolutamente bajo control.

Es necesario que el grupo de profesionales de la salud vaya formándose otro concepto: entender que nunca hay perfección, control absoluto de todo, completud sin límites. El campo de lo psicológico-social viene a demostrar que lo humano es más que respuestas fisicoquímicas. Hay comida de sobra en el mundo, pero muchísima gente pasa hambre; y junto a ello hay obesidad, o anorexia. Eso demuestra que los problemas humanos, los de salud sin duda también, no son solo cuestiones técnicas, por lo que es imprescindible hacer entrar el elemento social y psicológico, tanto para el análisis de estos como para su resolución.

Como el campo de la salud mental está tan plagado de prejuicios, es necesario abrir otra visión para quienes practican la medicina y actividades afines. Como la formación es eminentemente biomédica, y en ello las grandes empresas farmacéuticas tienen mucho que ver, la hipermedicación de los pacientes es un hecho. En el ámbito de lo anímico esa práctica puede llegar a ser iatrogénica, pues medicaliza algo que, muchas veces, no es biomédico. Para una buena atención, muchas veces es más operativo escuchar y saber acompañar anímicamente a quien consulta que ver, estigmatizando, su «locura». Lo mejor, por tanto, es saber darse tiempo y escuchar. El ser humano es más que un cuerpo: es un cuerpo conformado por el deseo de otros y por lo social.

Sin dudas, una óptima atención de un ser humano requiere tiempo, y sabemos que eso es lo que muchas veces falta en la práctica hospitalaria. La urgencia, la cantidad abrumadora de pacientes, es una carga con la que difícilmente se puede lidiar. Junto a ello existe la enorme dificultad del seguimiento: se ve un paciente, y quizá nunca más se tiene contacto con él, pues una reconsulta será atendida por otro profesional. Como se ve, el problema de la salud no se agota en lo técnico: implica un ámbito político. ¿Por qué la salud pública es como es? ¿Por qué los laboratorios premian/incentivan a los médicos que más medican? Todo esto no es caprichoso: es una urgente necesidad de la acción médica a revisar con criterios políticos. En ese sentido, la salud —incluyendo esto que llamamos salud mental— no se agota en una pastilla.