En el mundo occidental nos han enseñado a vivir centrados en el yo a través del cual nos identificamos, reconocemos y relacionamos, olvidándonos del nosotros que conforma la vida en comunidad.

Quizás en otros tiempos la consciencia del grupo era imprescindible para vivir, cuidarnos y protegernos, pero con el tiempo aquello que llamamos el progreso expresado en la vida urbana nos llevó al olvido del significado del ser en colectivo y del aprendizaje de la vida en comunidad, pues crecemos en un sistema que nos individualiza insistiendo en la importancia de identificarnos con un yo competitivo, excluyente y exigente que debe responder a los ritmos productivos. En ese contexto es poco lo que se enseña para ser colaborativos, para cooperar como algo natural, como un proceso que natural de la vida que no debe ser forzado ni esforzado.

¿Y qué es vivir en Común Unidad? Para empezar, darnos cuenta de que como humanos siempre hacemos parte de una unidad común, con la que nos identificamos y a la que pertenecemos, como la familia que es el primer grupo que nos sostiene y que actualmente son papá, mamá, hermanos y hermanas e incluso abuelos. En otros tiempos la familia era más extensa y funcional, incluyendo a otros parientes en la vida cotidiana y en los cuidados, con la participación de tíos, primos, padrinos y a las madrinas, como figuras de apoyo, cooperación y respaldo para la comunidad y la sociedad.

En la actualidad ese grupo se ha reducido, pues es insostenible mantener la cercanía en entornos distantes y competitivos como las ciudades. De hecho, la mayoría de las veces, la familia nuclear vive entre las tensiones derivadas del esfuerzo por sostener el hogar, en un mundo competitivo que exige roles de poder y agotadoras jornadas laborales que dejan poco tiempo libre para compartir en común unidad. Así la base o la primera unidad de la vida en comunidad se empieza a fragmentar y fraccionar, con fugaces instantes de felicidad en común unidad en la que prime la armonía y el equilibrio en el que nos podemos reconocer y pertenecer.

De esta forma vamos creciendo siendo partes de distintas comunidades, aunque muchas veces no sentimos la consistencia de esa pertenencia más allá del simbolismo de ser parte de una comunidad educativa, laboral o social. Quizás la más cercana y visible es la comunidad de vecinos que en las ciudades se reúnen en convocatorias puntuales para tratar problemas comunes y resolver temas prácticos, a veces en reuniones extensas y aburridas en donde se discuten, establecen acuerdos básicos de convivencia y poco más.

En las grandes ciudades eso de pedir una taza de azúcar o un poco de sal a los vecinos, es más una escena de las películas que una realidad, porque estamos cada vez más cerrados en nuestra individualidad pensando cómo sostenernos, cómo sobrevivir en este mundo de individuos, de partículas sueltas que hemos dejado de estar articuladas, como unidades que podemos funcionar armónicamente. Hemos dejado de vivir en común unidad.

De esto me di cuenta cuando empecé a visitar comunidades rurales, muchas perdidas en la selva o en las montañas. Allí se siente algo muy diferente a las ciudades, con «pocas comodidades materiales» (entre comillas porque lo tienen todo), con casas de madera, pisos de tierra y techos que permiten ver las estrellas en la noche y sin lujos materiales, se vive en colectivo pues hay algo que alimenta y da alegría, más allá de respirar aire limpio, se respira la vida en comunidad. Las reuniones son tan normales que se hacen cotidianas, desde el encuentro para preparar los primeros alimentos, limpiar los caminos comunes hasta juntarse para contar historias alrededor del fuego.

La vida en común se manifiesta en el cuidado de los más pequeños, que son de todos y pertenecen a la comunidad en su conjunto. Por eso juegan en libertad, bajo los ojos del colectivo, se caen, comen tierra como algo natural, porque son y pertenecen a la tierra, acompañan las labores diarias y asisten a las reuniones mientras madres y padres participan. Al estar habituados a compartir espacios, grandes y chicos hacen parte de las reuniones en las que se debate, reflexiona, conversa y realizan rituales o celebraciones en una unidad común que llamamos comunidad.

En las reuniones y actividades colectivas se funciona en comunidad, todos actúan en unidad: unos que preparan el alimento, otros traen el agua del río o limpian los utensilios, todos realizan una tarea que entre risas y juegos se hace más rápido, más compartido y alegre. En comunidad se construyen las casas para las parejas jóvenes y se celebra la labor colectiva como símbolo festivo de la felicidad que genera la unión de una nueva familia. La elaboración colectiva de las labores permite compartir las situaciones personales y grupales, como una forma de mitigar la soledad y tal vez encontrar respuestas a cuestiones vitales o existenciales. Entonces es evidente la comunidad es un soporte, pues mientras se corta la leña se ríe, se llora, se cuentan historias y se conoce al otro, en una cooperación que reduce un tronco enorme para convertirlo en la leña que alimentará el fuego de los hogares y avivará la llama más importante que es la del corazón.

Por eso cuando hay alguien que no quiere trabajar en la comunidad, hay un problema para todos, porque afecta al colectivo. Eso no sucede cuando pensamos en el individualismo del yo aislado de la ciudad que solo se tiene a sí mismo y con suerte a un reducido entorno para su cuidado y atención.

Como seres humanos podemos vernos reconocidos en los demás, porque como la filosofía del Ubuntu en África se fomenta la solidaridad, el apoyo mutuo y la empatía expresada en la frase «Soy porque Somos», dejando claro que la unidad pasa por el Ser en colectivo. En general los antiguos, las culturas ancestrales, saben que existimos en tanto otro nos reconocen y nos reconocemos en otros, como lo dicen los mayas en Mesoamérica: «Yo soy tú, tú eres yo» por tanto «yo no existo sin ti».

Es tan distinto vernos reflejados en los demás, porque bajo ese enfoque en vez de darnos codazos para competir o sentirnos solos, podemos tomarnos de la mano siendo parte de un colectivo en donde cada quien encuentra su lugar. Así es posible Ser desarrollando los dones y talentos para aportar a la común unidad, sabiendo que todos somos distintos, pero hermanos unidos.

Ser parte de la comunidad es actuar como las células que se juntan con otras para crear tejidos, órganos y lazos que sostienen la vida. Igual que los átomos agrupan partículas subatómicas que generan energía, los seres humanos tenemos la capacidad y la necesidad de articularnos a los otros tanto para afirmar nuestra identidad como para crear vida sana, armónica y consciente del entorno que habitamos.

Es fundamental ser conscientes de nuestra pertenencia a la comunidad y darnos cuenta de que la común unidad incluye a la naturaleza, el bosque, los ríos, las estrellas y los planetas que señalan los ciclos que se avecinan, los periodos de siembra y cosechas, así como la ubicación de los puntos cardinales. Esto nos permite ser parte consciente de la vida armónica que se ajusta a los movimientos cósmicos y telúricos del todo que habitamos y que habita en nosotros.

Lo mejor de todo esto es que no sólo en lo profundo de la selva o la montaña se preservan las costumbres que nutren la comunidad, sino que está en nuestro ADN humano, en la capacidad de crear en colectivo y de resistir a la asimilación de una sociedad que rompe con la unidad para generar individualismo. En muchos pueblos las costumbres ancestrales se mantienen, pues aún en los lugares llamados desarrollados existen «células» comunitarias que cada vez crecen más para darnos un respiro y también una salida en eso que sentimos quienes necesitamos a los otros para darle un sentido a la vida en sociedad. Por ejemplo, el auzolan del país vasco, la minka o minga en Sudamérica son apoyos comunitarios que persisten para seguir creando y creyendo que Somos seres de común unidad.

A esa forma de vivir hemos de volver, porque de allí venimos y eso Somos, solo que lo hemos olvidado. Ahora estamos a tiempo de retornar a la vida en Común Unidad y para ello tendremos que ver a los distintos Yoes, egoístas y solitarios que hablan en la mente repitiendo patrones ajenos a la esencia de quienes Somos. Porque no somos esos personajes que aparentemente nos definen. Sencillamente somos humanos que podemos vivir al ritmo del corazón de la tierra, que es nuestro propio ritmo. Cuando podamos actuar desde la capacidad de cooperar, sin preocuparnos por sobrevivir o competir, nos daremos cuenta de que Somos una Unidad que vive en Común la experiencia de habitar este maravilloso planeta, sin fronteras ni limitaciones.