La primera vez que Max Ernst supo de ella fue a través de uno de los comerciantes de arte más importantes de su tiempo, Julian Levy. El encuentro no fue casual: Ernst estaba buscando artistas femeninas con las cuales llenar las salas de la galería Art of this Century, en Nueva York, un proyecto que su esposa, Peggy Guggenheim, había comenzado con el afán de traer un retazo del acontecer artístico de su tiempo al continente americano. No era algo menor: traer a los mejores artistas contemporáneos del momento a las salas de una misma galería era ciertamente un reto que muy pocos podían darse el lujo de administrar. No solamente por la gran cantidad de tiempo que involucraba, sino por la red de contactos necesaria para poder concretar una empresa del estilo. Más aún si lo que su mujer quería era incluir producción de artistas femeninas, que por tanto tiempo se habían dejado de lado.

Ernst estaba recién llegado a Estados Unidos después de una temporada larga en Francia, y traía en sí aún las impresiones de los surrealistas: había estado muy cerca de Dalí, Chirico, Breton —que siempre se dedicó más a la poesía y a defender los postulados de sus manifiestos que a las artes visuales—, pero también con el cubismo, que empezaba a tomar una fuerza particular dentro de las vanguardias. Entrar al círculo de esa élite tan cerrada no era sencillo, y Max Ernst lo había logrado gracias al renombre que forjó con su propia obra. Para entonces, la propuesta artística de Ernst no era desestimable, al contrario: era uno de los primeros alemanes en adoptar el Dadá y volverse completamente al surrealismo, con ese toque expresionista que siempre había caracterizado a sus compatriotas. Es por esto por lo que, cuando Julian Levy lo llevó al estudio de Dorothea Tanning, Max Ernst quedó, a lo menos, sorprendido.

Levy conocía muy bien el mercado al que apuntaba el proyecto de Peggy Guggenheim. Era consciente de que quería sorprender al público con la novedad, con esa pizca de exotismo que implica siempre algo traído del extranjero. Sin embargo, tenía muy presente el nacionalismo estridente que constituye a la identidad estadounidense: tendría que haber un referente creado ahí mismo que realzase el nombre del país, con el que las masas pudiesen identificarse, con el que pudiesen verse a sí mismos. El referente nacional no fue fácil de encontrar, pero Levy vio la oportunidad en una mujer que había estudiado en Chicago, que tenía ya un estudio en Nueva York a pesar de su formación casi nula en las artes plásticas. Entre ellos se entendían, hablaban el mismo lenguaje: ella era también una comerciante de arte importante, y él creyó que podrían hacer algo bueno juntos —más aún si ella también pintaba.

Levy pudo haber entrevistado a Dorothea Tanning por su cuenta, pero quiso apoyarse de la figura de Max Ernst para establecer cierta distancia profesional. Si bien era cierto que ambos podían hablar en los mismos términos, traer a un artista europeo consigo le daría una textura interesante al rapport de la ocasión. Antes de encontrarse en el estudio de Tanning, Levy se la había pintado como la artista americana del surrealismo al pintor alemán: algo que definitivamente tendría que estar en la galería de Guggenheim por su carácter renovador, y por esa asertividad femenina de saber representar las sombras con fuerza. Había «algo especial» en ella, según Levy, y Ernst no se dejó impresionar por las palabras del comerciante. Quería ver por sí mismo lo que ella tenía que ofrecer: no como mujer, sino como una artista profesional. A pesar del escepticismo inicial con el que Ernst llegó al estudio de Tanning, las obras que ella tenía preparadas hablaron por sí mismas.

Dorothea Tanning era una mujer multifacética; además de dirigirse con soltura en el mundo del arte neoyorkino, era crítica y escribía ficción. Era alguien que no se dejaba intimidar ante las figuras masculinas de la época, y que, por el contrario, las sabía manejar a su gusto y enfrentar con sutileza. Era un personaje con el que se podía dialogar, pero que siempre obtenía lo que tenía en mente. En este caso, Tanning no los iba a dejar ir sin, al menos, un cuadro suyo en la exposición de la señora Guggenheim. Se vieron a la hora acordada y los invitó a sentarse frente a una mesa dispuesta con un juego de ajedrez. Levy intervino muy poco, porque en un acuerdo casi tácito se resolvió que la partida sería entre Max Ernst y ella. Los anales de la historia se olvidaron convenientemente de quién ganó, pero sí sabemos que Dorothea Tanning fue uno de los elementos centrales del proyecto Art of this Century.

Entre los cuadros que tenía que ofrecer para aquella negociación, Tanning había dejado uno sin nombre: a pesar de ser una mujer con una gran facilidad para las palabras, sencillamente ningún título le parecía lo suficientemente sugerente. Era un autorretrato suyo, en el que ella aparece con el pecho descubierto entrando a un cuarto desde una puerta que se bifurca hasta el infinito. No es casualidad que ese haya sido uno de los seleccionados para la galería: era una especie de entrada metafórica a la sala de los grandes, la introducción perfecta de sí misma a los ojos del mundo —sin vergüenza, sin miedo, autosuficiente—, una carta de presentación, en fin, a la Historia del Arte —siempre por la puerta principal. Resulta irónico, sin embargo, que haya sido Ernst quien nombrara el cuadro al final. Birthday, le puso, y nuevamente remite a esta aura sugerente de obertura a un lugar entre los grandes. Un nacimiento, un día que rememorar.

La relación entre estos dos íconos del arte surrealista se intensificó desde esta primera impresión. Ernst no pudo evitar el arrobamiento ante la interpretación tan diferente que Tanning tenía del surrealismo. El suyo era un arte que comprendía muy bien el canon gótico: sus personajes alargados, el juego de sombras, los gestos enigmáticos en situaciones que podrían pasar por cotidianas, pero que mantenían una tensión muy sutil, aunque muy presente también. Ella no solamente era una mujer que se sabía valer por sí misma, sino que acompañaba sus palabras con acciones: se decía talentosa y comprobaba serlo con cada obra nueva que sacaba a la luz. Por su parte, Tanning no pudo resistirse a la personalidad escueta del alemán, que traía un contrapeso importante a la vida ajetreada de una artista en Nueva York. Para 1946, Ernst había disuelto su matrimonio con Guggenheim y estaba celebrando felizmente su luna de miel con Dorothea Tanning.

La excentricidad nunca los abandonó: vivieron aislados del mundo en una casita perdida en el desierto de Arizona hasta que la ciudadanía le fue denegada al artista alemán. Fue entonces que se mudaron a Francia, donde pasaron de París a la Loire, y de ahí a la Provence. Vivieron años felices juntos, incluso durante el encarcelamiento de Ernst durante la Segunda Guerra Mundial. Parte de esa congoja angustiosa se ve reflejada en la producción de Tanning de la posguerra: más oscura, más fragmentada e infinitamente más triste. Una vez que Ernst salió de la cárcel, se permitieron una vida más sedentaria hasta su muerte, en 1976. Fue entonces que ella decidió regresar al lugar en donde todo había comenzado, y sus últimos años fueron gloriosos: el regresar a su patria con el gusto de una vida de éxitos le dio el espacio creativo que necesitaba, y fue en esa época final de su vida que fue más productiva, más enigmática, más triunfal.