Pensar es el diálogo del alma consigo misma.

(Platón)

Es usual presentar el pensamiento platónico siguiendo la contraposición de «quien sabe», el sabio; y, quien sin poseer el conocimiento «ama saber», el filósofo. Otra oposición frecuente confronta «quien dice saber» y vende sus conocimientos, el sofista; con «quien busca la verdad», el filósofo, idealizado como la persona que, sin aspiraciones materiales, pretendería tener lo que carece y ama. Ambas presentaciones vibran en los escritos de Platón mostrando a su maestro, Sócrates, como «el» filósofo, absolutamente.

Para los sofistas, ningún discurso afirma la verdad universal ni necesariamente. Ninguna proposición está exenta de las vicisitudes del tiempo, la subjetividad ni las circunstancias. Las palabras carecen de contenido sustantivo, aunque aparenten rebosar de él; no emiten mensajes trascendentes allende la forma perfecta cómo se constelan; no desarrollan profundamente materia propia, agotándose en simetrías y cadencias; el ser en sí, la teleología del mundo y de la vida, y las entelequias de las cosas son siempre estilizados.

La sofística somete al individuo al dominio del discurso; incluso cuando duda de sus certezas y de las acciones concomitantes. Los asertos son contingentemente verdaderos, dependen del momento histórico y de la anuencia del auditorio. No existe edificio científico alguno o sistema filosófico que tengan validez indefinida; las creencias religiosas e ideologías políticas apenas son estructuras teóricas para justificar aseveraciones preestablecidas.

El sofista es el profesional que, de modo placentero y lucrativo, desarrolla la aptitud para que cualquier discurso aparezca como verdadero, al grado que Protágoras ofrecía sus servicios à la carte. Podía adiestrar a quien lo requiera y pague, para que persuada al auditorio, argumentando irrefutablemente sobre cualquier tópico.

Los sofistas se engolosinaban con su retórica persuasiva que les otorgaba pingües ganancias, su arte fue convencer grandilocuentemente a que epígonos, admiradores y clientes los sigan y contraten, admirándolos e incrementando su prestigio. Pero, en tiempo de Sócrates, predicar podía ser descubierto como un ardid, habida cuenta de que las palabras generarían acciones esperadas por las demandas del mercado.

Se debe remarcar que el uso rimbombante del lenguaje por parte de los sofistas pretendía que el auditorio, seducido por la verbosidad, siga sus disquisiciones y afirme sus conclusiones. Consumaría así que las palabras se convirtiesen en vehículos de poder, refiriendo tópicos de interés inmediato y modas del momento, dando respuesta a las demandas de oscilación veleidosa y tiñendo las alocuciones con el color de la apariencia de la verdad.

Nada más opuesto a este estilo que la forma de vida de Sócrates referida por su discípulo, Platón, en lo concerniente a la búsqueda de las esencias que descubría la impostura de los sofistas. Aunque, en general, el inicio de los diálogos platónicos elogia al interlocutor de Sócrates cuando es un sofista, el método mayéutico del protagonista y el decurso dialéctico del diálogo ponen en evidencia el error de los sofistas, sus gestos soberbios carentes de reflexión autocrítica, la exuberancia de sus falacias, sus miopes observaciones, limitadas apreciaciones y sus deficientes análisis; reconociéndose, al final, la potente luz de la verdad socrática.

Sin embargo, el prestigio social y beneficio económico que algunos sofistas lograban con el reconocimiento de cómo cultivaban la retórica, fue enorme. En Atenas, la grandilocuencia pagaba bien y los sofistas lograban la credulidad de sus clientes con discursos de formas perfectas y adornos; recursos estilísticos, giros del lenguaje, sutilezas y metáforas; haciendo gala de simetrías y contenidos simbólicos y evocativos. Platón tuvo pulidas construcciones alegóricas, en ningún momento abandonó la narrativa mítica y mentaba contenidos profundos de su pensamiento con formas imaginativas atiborradas y libres, lo que dio lugar a afirmar que él también fue un sofista.

Pero, cabe preguntarse en qué medida, al filósofo ateniense le interesaba la verdad como un conjunto de contenidos sólidos, independientemente de la afectividad, las emociones y la vulnerabilidad del auditorio; y cómo quería el éxito de sus diálogos, sin manipular que el oyente se entregue al hablante creyéndole con pasión. Si bien la elocuencia histriónica, la exageración maniquea y la impostura son características suplefaltas de los discursos sofistas que carecen del encantamiento adusto de la verdad; cabe reflexionar si fue intencional que las tesis socráticas en los diálogos platónicos rehúyan tales tácticas, negándose a presentarlas como recursos que incrementen la certidumbre del auditorio.

Al respecto, está claro que la narración histriónica, las interpretaciones múltiples, los mensajes ambiguos, las consecuencias diluidas y las enseñanzas concomitantes que se generarían a partir del discurso mítico de Platón, pletórico de alegorías elocuentes, no son empleados para fines prosaicos. Incluso cuando las imágenes dan lugar a juegos intensos, asociaciones libres y contingentes, y motivaciones de la subjetividad con interpretaciones arbitrarias y conductas concomitantes; no se trata de efectos calculados buscados por el discurso según ciertos fines.

La belleza y la utilidad de los discursos radicaban, en gran medida, en cómo los sofistas los enunciaban, en qué circunstancias los presentaban, bajo qué apariencia y con qué lenguaje. Los oradores tenían en cuenta su forma de vestir, sus adornos, gestos y movimientos para influir e impactar sobre las creencias y los saberes del auditorio; refiriendo tópicos de moda y temas de opinión, siendo conscientes de que el convencimiento y no el conocimiento, sería el propósito principal del discurso. Los sofistas fueron maestros para diagnosticar lo que el auditorio quería oír, perfeccionaron la habilidad de presentar cualquier idea como verdadera y tuvieron siempre presente que el valor de sus actuaciones residía en la verificación del costo y el beneficio.

Los sofistas jugaban con palabras, mostraban sus inconsistencias, doblez y paradojas. Se mofaban de los significados y revolvían los conceptos según su voluntad, produciendo efectos previstos, popularizando ciertos temas y llamando la atención de tópicos determinados a su antojo. Como los comunicadores actuales, generaban debates para fijar agendas, explotaban la expresión verbal al límite, agotaban y revolvían los signos lingüísticos, discutiendo lábilmente los problemas, mutando lo anodino en cardinal y viceversa.

La parafernalia y el telón de fondo de la comunicación sofista prevé los efectos concomitantes. Todo está calculado para dirigir las emociones del auditorio, posicionar contenidos ideológicos y justificar acciones políticas. Están conscientes de que el lenguaje es convencional y la verdad es relativa, de que los términos son arbitrarios, de que la equivocidad de los conceptos aumenta gracias a la ignorancia del auditorio y de que las relaciones de las cosas y la tesitura de las palabras depende del atrevimiento del hablante. Con humor, desprecio y fatuidad, incluso no intencional; con cinismo, victimismo y crueldad, evidenciaban ante el mundo y para sí mismos lo que querían o se les ocurriese, sabiendo que las mentiras son más seductoras que la verdad, que las falsedades patentes en sus aseveraciones deben aparentar veracidad y que las metáforas ambiguas de sus imágenes inducen a ciertas prácticas, de modo que las palabras hagan cosas.

El filósofo alemán Joseph Pieper afirma que la prolífica obra de Platón sería ante todo el cultivo de la imaginación, con dos tipos distintos de mitos o parábolas. En primer lugar, las narraciones alegóricas o artísticas, consistentes en comparaciones. Tendrían la finalidad formativa o serían motivaciones a la reflexión, por ejemplo, las parábolas enunciadas con las imágenes del mito de la caverna y del anillo de Giges. También serían parte de este grupo, el mito del timonel de Gorgias, mostrando natural sencillez después de una proeza; la descripción del alma de los libertinos como un tonel agujereado de donde los hombres libarían subrepticiamente; la comparación del poeta con el imán en Íon, evocándose la fuerza que contagia entusiasmo al auditorio procedente de la musa; la historia del anillo de Giges en La república, que reflexiona sobre la imposibilidad del hombre de usar el poder de un anillo que lo haría invisible en provecho de los demás, sino solamente para sí mismo.

Desde su concepción neoescolástica, Pieper pretende mostrar a Platón como un pensador que coincidiría con la filosofía cristiana. El segundo grupo, el más importante, incluiría historias míticas con narraciones de la creación y de los mitos escatológicos. Serían, por ejemplo, las siguientes. El mito de creación del mundo narrado en Timeo, que desmentiría que Platón asumía la creencia griega extendida de que la cosmogénesis siguió el tránsito del caos al orden. El mito sobre la forma originaria del hombre y su caída, narrado por Aristófanes en El banquete. El juicio final y el destino de los muertos expresados en varios pasajes de La república, Gorgias y Fedón; además del tribunal de enjuiciamiento de los muertos, el reino de los cielos y la Isla de los bienaventurados.1

Es evidente que Platón efectuó innumerables narraciones míticas, alegóricas y metafóricas incluso en sus obras de madurez. Pero, esto no implica que demeriten su pensamiento fuertemente anclado en la razón. Tampoco cabe mentar al autor como un sofista, porque no convirtió la enseñanza de su pensamiento en una forma económica de vida: no cobraba a sus discípulos ni seguidores. Por lo demás, fue él -específicamente- quien permitió colegir la moral, vida y pensamiento de su maestro, Sócrates, que, al poner en evidencia a los sofistas, se granjeó ampliamente el odio que le profesaban. Sin embargo, ninguno de los tres acusadores de Sócrates que precipitaron su muerte, Anito, Meleto y Licón, fue sofista.

Los escritos de la época de Jenofonte y Platón muestran las particularidades de la muerte de Sócrates cumpliendo la determinación de Atenas. La cicuta provocaría el deceso del maestro, liberando su alma inmortal, detentora de la máxima jerarquía entre las demás, enrumbando su itinerario a la Isla de los bienaventurados, imaginada como un mundo soleado de paisajes verdes y floridos. En Fedón, Platón menciona las últimas palabras de Sócrates enunciadas inmediatamente después de que ingiriese la cicuta:

Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.2

El dios griego Asclepio (Ἀσκληπιός; Esculapio, en Roma)3, estuvo asociado con la curación y la resurrección. Gracias a la intervención de Atenea, el dios disponía de dos redomas con sangre de la Gorgona que resucitaba, visualizándose a Esculapio como el dios que devolvió la vida a varios personajes de la mitología, incluso contra Zeus, que lo mató con un rayo. Como médico exitoso, tuvo consagrados muchos santuarios en Grecia, asociándoselo con el gallo que representaba la vigilancia y la serpiente que evocaba la prudencia.

La ofrenda de un gallo a Esculapio era el reconocimiento por la devolución de la salud a los enfermos. Con su característica ironía, Sócrates asumió que su muerte sanaba su espíritu; no porque su vida pasaría de la enfermedad hacia la salud fúnebre, según la concepción budista.

Según muestra Georges Dumézil, el gallo a Esculapio motivó múltiples interpretaciones con diversos contenidos, incluso algunas refieren que las últimas palabras de Sócrates habrían sido una reprimenda a Critón, por haber intentado en varias ocasiones que el filósofo ateniense cumpliese un plan de escapatoria de la condena.4 Lo cierto es que el filósofo ateniense bebió cicuta con absoluta cordura y salud, por lo que tal situación ameritaba que Critón sacrifique un gallo en honor a Esculapio. Pese al odio y la tramoya que sus acusadores habían urdido, Sócrates moriría después de una vida plena, dirigiendo su alma a otro mundo, superior y distinto al que se encontraban todos. Y lo haría conservando el juicio recto, manteniendo la moral incólume y cumpliendo su ineludible deber cívico.

Notas

1 Cfr. de Josef Pieper, Sobre los mitos platónicos. Trad. Claudio Gancho. Editorial Herder. Barcelona, 1984. pp. 27-8.
2 En Diálogos: Fedón, Banquete & Fedro. Trad. de Fedón a cargo de Carlos García Gual. Editorial Gredos, Biblioteca Clásica N° 93. Vol. III, 1ª reimpresión, Madrid, 1988, §118-a, p. 141.
3 Véase de 1992, el Diccionario griego-español ilustrado de Rufo Mendizábal, Conrado Pérez Picón, Francisco Ibiricu y Martín Andrés Muguruza, Vol. I, p. 601.
4 Cfr. George Dumézil, “Debemos un gallo a Asclepio: Divertimiento sobre las últimas palabras de Sócrates”. En Nostradamus y Sócrates. Trad. Juan Almela. Fondo de Cultura Económica. Colección popular, 1ª reimpresión, México, 1992, pp. 141 ss., 177.