Hace unos años, allá a mediados de 2018, salió a relucir que científicos e ingenieros de diversas universidades y centros de investigación habían desarrollado un ambiente interactivo que permite musicalizar la estructura de una telaraña. Al ser una construcción hecha de sedas tensadas, les fue lógico suponer que podrían utilizarse como las cuerdas de una guitarra o un arpa, siempre y cuando se encontraran bajo las condiciones correctas. Estas se lograron con una serie de escáneres láser, matemáticas, teoría musical, mucho código y realidad virtual.

Fue un proyecto que apuntó hacia nuevas posibilidades artísticas e ingenieriles, pero no uno en el que se utilizó cualquier tipo de telaraña. Al menos no a una de esas construcciones radiales en las que se piensa cuando se imagina una de ellas, sino más bien a una de las otras. De esas que parecen sudarios desgarrados. Esas con pinta gótica, de las que se encuentran en los desvanes y los áticos, en los subsuelos y en los bosques donde cuelgan los suspiros y los fantasmas. En específico, aquello se hizo sobre la telaraña de una Cyrtophora citricola, común en las zonas templadas de Asia, África y Europa.

El proyecto, bajo el nombre de Spider’s Canvas, se exhibió en París, en el Palacio de Tokio, parte de una propuesta en colaboración con Tomás Saraceno, quien ha hecho carrera con instalaciones de corte medioambiental. El tándem entre técnicos y artista resultó en un instrumento musical curioso, así como en un concierto en el que se mezclaron la electrónica de los sonidos ambientales y las proyecciones en escena de corte cósmico. No muy diferente a un concierto de Klaus Schulze o Tangerine Dream a mediados de los 70, que es una manera muy pretensiosa —se admite— de decir que no se encontraron nuevos territorios musicales, aunque eso no significa que todo el asunto no fuera un paso más en la interacción de dos especies dispares. Como observó Saraceno en una entrevista, la propia araña colaboró con su tela para lograr el éxito de esas veladas.

La colaboración entre un puñado de profesionales de las ciencias y las artes con una araña parda del Mediterráneo puede sugerir imágenes románticas y fantásticas, pero, en definitiva, erróneas. La Cyrtophora citricola es una verruga de pelillos grises y quitina, adornada por seis manchas blancas, y su presencia apenas es percibida por el campo visual de un humano distraído. El macho más grande apenas logra 30 mm de largo, aunque la hembra puede superar el centímetro. Solo ellas tejen las redes, y estas abarcan diámetros de hasta cincuenta centímetros, construidas en horizontal y enganchadas de una esquina a otra como hamacas hechas jirones, lo que dice maravillas de su habilidad como ingenieras y arquitectas. Gran ingenio aparte, el golfo que separa a nuestra especie de la suya es demasiado insalvable para imaginar que la humilde C. citrícola, después de charlar de alguna manera con Markus Buehler —uno de los teóricos del MIT detrás de Spider’s Canvas—, acordara colaborar con el equipo en la puesta en escena. O al menos se sabe imposible sin entender lo que estas en verdad piensan.

Cuando se habla de arácnidos, se habla de Arachnida, una clase biológica de artrópodos. Esta abarca no solo a las arañas, sino también a los escorpiones, las garrapatas, los ácaros y otros tantos representantes que se destacan por contar con cuatro pares de piernas, a diferencia de los insectos que cuentan con tres. Los fósiles más antiguos de los que se tienen registro suman más de cuatrocientos millones de años, por lo que, a falta de otra evidencia, por el momento se puede asegurar que aparecieron en la Tierra a finales del periodo Silúrico, cuando el planeta pasaba por un proceso de enfriamiento. De los órdenes que componen a la clase Arachnida, el más extenso se llama Araneae, al que pertenecen las arañas. Sus representantes más antiguos, tal vez descendientes de los trigonotárbidos (un orden ya extinto), aparecieron hace unos trecientos millones de años, durante el periodo Carbonífero. Las arañas son formas de vida muy antiguas, de maneras y costumbres más propias de los tiempos geológicos, y, de haberse dado ciertas condiciones a su favor en la ruleta evolutiva, tal vez habrían llegado a ser dueñas y señoras de este mundo. De ellas no se duda que tienen gran inteligencia, una suposición en nada descabellada que va bien con otros tantos entredichos de lo que se considera obvio y de sentido común. Al menos mientras que, por «inteligencia», se entienda que poseen la habilidad de resolver ciertos problemas. Algunas de ellas de maneras más eficientes que las otras.

Entre las arañas, las hay sofisticadas y brillantes como las hay estúpidas y palurdas, aunque semejante abismo que separa a unas de otras no significa que las primeras tengan ventaja existencial sobre las segundas. Aunque es cierto que la inteligencia ayuda en el juego de la supervivencia, esta no es del todo necesaria para la selección natural. La más inteligente de ellas puede desaparecer luego de un taconazo desafortunado y tremendo, mientras que la más bruta puede ir tranquila por ahí, esparciendo crías. Un asunto no del todo diferente a lo que ocurre con nuestra muy desgraciada especie. Esta en la que, en muchas ocasiones, los más brillantes entre nosotros son tajados de raíz por la guadaña de sus circunstancias o la mala suerte, mientras que muchos de nuestros menos iluminados entregan el alma después de vidas largas y bastante reproductivas.

Pero inteligencia, las arañas tienen, y una serie de experimentos han llevado a algunos a pensar que estas también poseen pequeñas mentes. Pequeñas psicologías y mundos interiores de los que apenas se puede decir cualquier cosa que no sean ideas, suposiciones e hipérbolas extraídas de ciertas observaciones. Como, por ejemplo, en la manera en que conducen los aspectos más básicos de su vida.

La mayoría de ellas tienen ocho ojos, pero su visión es más bien limitada, si no deficiente, por lo que para alimentarse y reproducirse deben de saber diferenciar entre distintas vibraciones que ocurren en sus telas. Las moscas o las hormigas que han tenido la desgracia de caer en una de ellas agitarán la seda en frecuencias muy diferentes a las del macho lujurioso que anda por ahí en busca de un buen rato. La hembra, en reposo y alerta siempre, ajusta la tensión de los hilos para comprender la causa y el lugar donde se origina la vibración, respondiendo entonces de la manera que más le convenga: alimentarse o esperar a que el otro inicie el cortejo. Según lo que ocurra en el ambiente donde esté construida la tela, la araña podrá modificarla para su beneficio. Si las vibraciones equivalentes a manjares jugosos se originan más en una esquina que en otra, podrá agrandar o reforzar esa sección. Si la mayoría de las vibraciones corresponden a un adversario o un depredador, quizás una mantis o algún petirrojo, seguramente querrá construir una nueva tela en otra parte.

En el mundillo de la aracnología, hay quienes gustan de sugerir que esta clase de intimidad con la tela apunta a una clase de cognición que se extiende más allá de la araña. Parecido a un teléfono móvil que nos permite conocer y actuar ante hechos y situaciones exteriores a nuestro cuerpo y espacio inmediato, pero de una manera mucho más orgánica y vinculante. Hilton Japyassú, un biólogo evolutivo de la Universidad Federal de Bahía, ha propuesto que la telaraña es parte de un sistema nervioso que se exterioriza al ambiente, como una red de neuronas que se echa para ayudar a la araña a entender las condiciones que la rodean, liberando a su sistema nervioso para ocuparse así de otros asuntos. Si la tela percibe algo, según él, sería como si la araña misma lo hiciera con su aparato interno.

Si ambas operan juntas como un solo sistema cognitivo, razonó Japyassú, entonces una debe afectar a la otra y viceversa. Cambios en el estado interno de la araña alterarían a su tela, de la misma manera que perturbaciones en la tela harían lo mismo con la araña. Lo primero ya se ha observado desde los 40, cuando se notó que arañas afectadas por cafeína, LSD, tabaco y anfetaminas producían telas acordes a los estados mentales vinculados a estos químicos. Lo segundo también se ha visto en el laboratorio. Si se ha tensado una parte de la tela, es porque la araña tiene su atención ahí en busca de alimento, pareja o peligro. Cuando alguien la agita ligeramente, emulando por ejemplo la vibración de un grillo atrapado por la seda, la araña marchará de inmediato hacía ahí, a pesar de no haber nada por devorar. Incluso es posible manipular la tela de maneras que causen confusión, rabia y frustración en la pobre infeliz. O al menos algo sutil y significativo para ella, y que nosotros, que nos gusta el antropomorfismo, identificamos con esos estados de ánimo.

Las ideas de Japyassú han causado mucho estruendo en los ámbitos por los que se mueven algunos científicos, debido a lo que se puede desprender de ellas, pero no son las únicas que sugieren algo mucho más sofisticado detrás del comportamiento de las arañas. No un mecánico proceso electroquímico que las lleva a actuar de tal o cual manera, sino tal vez algo más parecido a una forma de consciencia; una muy distinta a la única que conocemos —la nuestra—, condicionada por las necesidades de su biología y entorno. Según David Robson, autor para New Scientist, se ha encontrado que las habilidades cognitivas de las arañas son tan buenas como las de los pájaros e, incluso, las de algunos mamíferos. Su capacidad para la previsión y la planeación, al parecer, no es tan diferente a la de otros espléndidos entre los animales, como los cuervos, los pulpos y los lobos, y, en caso de encontrarse con algo inesperado, se sorprenden como cualquiera. Que construyan sus telas de forma que estas atrapen más alimento u ofrezcan mejor protección, para Robson, sugiere representaciones mentales. Algo parecido a lo que ocurre cuando un arquitecto, tras considerar las necesidades del cliente y las limitantes de los costes y el terreno, comienza a diseñar la mejor casa posible.

Markus Buehler, consciente de reflexiones como estas, y luego del gran éxito en París junto a Tomás Saraceno, ha imaginado lo que podría ser el futuro de la tecnología implementada en Spider’s Canvas. Este ambiente, virtual e interactivo, permite generar música con una interpretación digital de una tela construida por la pequeña Cyrtophora citricola, pero es apenas un acercamiento a posibilidades más sorprendentes. Puede ayudar a los investigadores a comprender no solo lo que ocurre en la estructura de la telaraña, sino también la forma en cómo su diseño está vinculado a la vida de su arquitecta. Buehler piensa que se pueden desarrollar algoritmos con los que un investigador mantenga una especie de charla con la araña. Un lenguaje vibracional sencillo, hecho de ideogramas-frecuencia con los que representar ideas y conceptos. Un kanji arácnido.

De encontrarse vivo, Stanislaw Lem estaría riéndose. Aunque es verdad que la consciencia puede ser un campo que se extiende por el espacio y el tiempo (o al menos así lo imaginan un puñado de científicos, algunos filósofos y bastantes místicos), y este pueda presentarse de millones de maneras distintas en la vasta red de la vida, no solo en la Tierra, sino también en los demás mundos que rellenan el Universo, es muy complicado tener fe en que, algún día, lograremos mantener comunicación alguna con seres cuyas necesidades y condiciones los hacen tan distintos a nosotros.

A esta especie nuestra cuyos problemas existenciales, más veces que no, son fruto de la mala comunicación.