En interiorismo el empleo de objetos y muebles antiguos es habitual y, en consecuencia, siempre ha existido un digno comercio de antigüedades auténticas para abastecerlo. Tradicionalmente se ha venido distinguiendo entre clásico y moderno, los llamados estilos inglés, castellano, provenzal, funcional, minimalista… en versiones que van desde lo más refinado y señorial hasta lo más rústico, en todas sus acepciones. El valor de todos ellos radica en su autenticidad –empleo de objetos originales– o que los sucedáneos, cuando los hay, sean mínimos.

Recientemente, el gusto por lo antiguo ha impuesto, con mayor o menor fortuna, el término “Vintage”, aglutinando todo aquello que tenga que ver con la recreación de componentes de estilos pasados. Una escapada nostálgica hacia atrás, probablemente inducida por el frenesí de la vida actual. Ni siquiera exige que la procedencia sea muy antigua, un par o tres décadas son suficientes, con tal de que el objeto exhiba destonificaciones, roces y desportillados.

En diseño de interiores, muchas corrientes modernas tuvieron precedentes artísticos anteriores. Así ocurrió con el Minimalismo que, además de referirse al Movimiento Moderno racionalista, se fijó en la reducida expresividad de las obras plásticas de Donald Judd y Carl Andre, entre otros, pese a su sobriedad. Pero, a diferencia del Minimalismo –máximo exponente de la depuración compositiva del espacio– que ha producido obras bellísimas magnificando la simplicidad, el Vintage consigue pocos logros, debido a su poca ambición intelectual. En sus comienzos, el eclecticismo que conlleva y, a veces, el frescor de sus soluciones facilitó la implantación de interiores, cálidos y hogareños, con un aceptable contenido cultural. Interviniendo comercios y moradas, muchas veces autoconstruidos, consigue bajos costes. En cierto modo, este Vintage de recuperación con sentido y conciencia social encuentra parecido en los movimientos Ready-made: el arte encontrado de Duchamp; o en el Arte Povera, ligado al movimiento hippie de los años 60 del siglo pasado, en Italia. Un arte intimista y personal que practicaron Kounellis y Anselmo, entre muchos otros artistas plásticos.

Pero, el Vintage mayoritariamente se ha malogrado y convertido en una tendencia extendida como una plaga que confunde al consumidor. La visión estetizante que lleva implícita aumenta desenfrenadamente su presencia y, con la complicidad de los medios especializados, da a entender que se trata de una tendencia progresista, incluso de vanguardia. Y lo peor, gana adeptos entre profesionales interesados en adoptar corrientes que gozan del favor del público, sin importarles demasiado la verdadera cualidad de la propuesta que hacen.

La ruptura frente el Clasicismo académico y el decorativismo Modernista (que empezaba a percibirse excesivo), iniciada hace cien años por el Racionalismo arquitectónico, tenía raíces en el avance tecnológico de la segunda revolución industrial y en los cambios de mentalidad operados en la sociedad. Todo ello, favoreció la entrada de modos de vida flexibles y funcionales -formalmente diferentes- y una conquista que nos ha acompañado durante décadas, fluctuantes pero insistentes: el rechazo del decorativismo. En ese tiempo, el diseño que ha marcado el camino se ha identificado con aquél que miraba responsablemente hacia el futuro, convencido que la cultura se hace avanzando.

Lamentablemente, el avance cultural no es el propósito del Vintage. Su objetivo es la recreación de situaciones pasadas con un lenguaje que todo el mundo entiende, a veces, incluso adocenado. Sin embargo, se presenta como una tendencia auténticamente moderna –bendecida por los medios– cuando, en la mayoría de los casos, sólo es decorativismo retrógrado y ramplón que ha venido a interferir en el marco mental de la gente y empieza a tergiversar peligrosamente el de algunos estudiantes de arquitectura y diseño, poco entrenados en el análisis crítico de las tendencias comerciales.

El diseñador –arquitecto, interiorista-, con sentido y profundidad, pone su ingenio al servicio del contexto cultural del tiempo en que vivimos. Siente la necesidad de añadir eslabones sólidos a la cadena de la tradición, en lugar de utilizar productos tradicionales, o sus sucedáneos, para alimentar sensiblerías y romanticismos conservadores. La evolución nunca viene de una regresión, por mucho que se presente como un valor de creatividad practicado por afamados “profetas”.

Creo firmemente en la necesidad de desembarazarse de la mirada estetizante y conservadora del Vintage y seguir la vía que interrumpió. Una vía que proporciona experiencias culturales adecuadas al contexto de cada caso concreto, con la implicación del programa, el cliente, el entorno, el autor del proyecto… siempre distintos y con capacidad para dar respuestas también distintas, vitales y realistas. Claramente, los esquemas caducos y blandos, a veces triviales y trasnochados, que ofrece el Vintage, son un obstáculo al desarrollo experimental de la arquitectura y suponen un considerable paso hacia atrás.