Proyectar bien no es posible sin la existencia de unas ganas, de un deseo, de una pasión que empuje a tirar adelante, asumir retos y vencer dificultades. Proyectar bien no es resolver sólo aspectos prácticos, también es infundir significados, capturar valores existentes y estimular sensaciones. Para ello, se necesitan objetivos claros y tener presente que - sobre todo en la escala pequeña del interiorismo -, existe un destinatario final próximo, un usuario, que necesita ver resueltos satisfactoriamente los ámbitos más íntimos de su existencia.

En este sentido, el diseño de interiores, para evitar el fracaso, debe proyectar interiores que la gente pueda entender. El usuario tiene derecho a vivir en interiores que pueda poseer psicológicamente, no que lo posean a él. Y sólo se puede poseer aquello que uno es capaz de entender ¿Quiere esto decir que el interiorista debe estar sujeto a la voluntad del cliente, incluso cuando esa voluntad no es solvente? ¡De ningún modo! Eso sería muy poco profesional y comprometería peligrosamente la innovación.

Los proyectos que merecen la pena son fruto de un trabajo desarrollado en libertad, en libertad responsable, claro está. Esta libertad, en sintonía con los parámetros fijados con el cliente, es la mejor garantía para satisfacer sus necesidades. Si es preciso, ejerciendo una labor didáctica para convencerle de las reales ventajas de un diseño rico en sugerencias. Un diseño que, una vez asimilado, descubra experiencias de vida más gratificantes que las proporcionadas por el triste adocenamiento de los clichés convencionales, muchas veces aplicados sin el más mínimo criterio consistente.

Le Corbusier advierte que “la gente siente en virtud de costumbres visuales y razona en base a una educación insuficiente”. Queda claro que, con estas condiciones, difícilmente se pueden conseguir avances que mejoren la calidad de vida. En consecuencia, al interiorismo no le conviene supeditarse a la voluntad del cliente - generalmente corta y deficiente -, pero tampoco le conviene menospreciar sus percepciones y aspiraciones. Si estas se defraudan, tarde o temprano aflorará el problema y el espacio proyectado resultará alterado por correcciones posteriores, muchas veces ajenas al sentido del proyecto.

Pero no basta con atender las exigencias del cliente. El interiorista también tiene otras responsabilidades que no puede descuidar, hay otras realidades que atender. El autor de un proyecto de interiorismo no puede ignorar el conjunto de las características históricas, constructivas y ambientales – culturales, en definitiva – que se dan en cada lugar concreto. Un proyecto bien resuelto debe interpretar estas características y saberlas traducir en formas construidas identificadas con el espíritu del lugar. El espacio se cualifica interviniéndolo con criterios actuales y dejando entrever la memoria colectiva impresa en el lugar.

Para construir un espacio interior lógico y culto que atienda todas estas circunstancias, es preciso hacer un proyecto racional y objetivo. Pero en el proceso, afortunadamente, surgen las subjetividades que lo humanizan. “El proceso del proyecto es un juego continuo entre sentimiento y razón”, dice el reputado arquitecto Peter Zumthor. El debate interno en la mente del diseñador se encarga de hallar el equilibrio justo entre ambas fuerzas y de resolver los componentes tangibles e intangibles, que marcan la diferencia entre un buen diseño y una simple obra de construcción.

El interiorismo que hoy conocemos es heredero del Movimiento Moderno, que con distintas revisiones ha alimentado los modos de proyectar durante varias generaciones y resistido los intentos que lo han querido desbancar. Muchos opinan que ante la fragilidad de los argumentos opuestos al Movimiento Moderno, éste debería seguir vigente. Están en lo cierto, puesto que los principios modernos no comprometen en absoluto la inclusión de todo aquello que la evolución de los tiempos va incorporando. Precisamente, éste es uno de sus principios fundamentales, estar en sintonía con el espíritu de los tiempos. “La arquitectura es el espíritu de la época traducida a espacio”, dice Mies van der Rohe.

Actualmente el culto a la imagen, junto con el consumismo y la crisis económica, está mermando el espíritu de innovación constante que ha alimentado la arquitectura durante las épocas anteriores. En su lugar se imponen tendencias decorativas cargadas de arbitrariedad, que ponen de moda la recreación de ambientes antiguos, impostados y llenos de absurdos sucedáneos. En mi opinión significan un retroceso que ha venido a entorpecer el compromiso de un interiorismo dedicado a difundir las ventajas del espíritu moderno al mayor número de personas, animándolas a comprobar sus virtudes. Pero, por otro lado, hay que reconocer que la crisis está generando unas respuestas muy dignas, de diseño inteligente y solidario, con la necesidad de llevar a cabo propuestas innovadoras a bajo coste. De nuevo, el ingenio y la libertad creativa responsable, adaptándose a los tiempos, producen, como siempre, resultados excelentes. Sin embargo, domina una vuelta al decorativismo conservador banalizado, que hace temer la pérdida del aire fresco que tenían las experiencias vivificantes iniciadas hace 100 años.