La lejanía se siente. Se siente el pasar del tiempo, la distancia y en algunos casos la soledad. Un aislamiento que se hace evidente día a día, porque cuando un recuerdo inunda la mente es imposible no remover la nostalgia que poco a poco se ha tratado de aplacar. No es ningún misterio que el destierro autoimpuesto es algo difícil de asimilar. Por más que las ansias de explorar y aventurarse hacia lo desconocido hayan encausado a la civilización a ser lo que hoy nos define, el pensamiento onírico de volver a casa se mantiene muy presente dentro de nuestra existencia.

Vivir y soñar con un mejor futuro es el deseo de miles de jóvenes que hoy emprenden un éxodo en masa desde Venezuela. Según Datanálisis, encuestadora privada, al menos 1 de cada 10 jóvenes está realizando trámites para abandonar el país; opinión que es contrastada radicalmente por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien asegura que la tasa de personas que emigran es realmente insignificante. Aunque los informes y declaraciones emitidas por cada una de las partes respondan a la tendencia política particular que cada una profese, la realidad es imposible de arropar. Venezuela evidencia una migración histórica.

Resulta complicado aceptar que el futuro deba ser planteado en tierras lejanas, siendo muchos -de los que ahora parten- hijos de emigrantes que acogieron al país como hogar luego abandonar su nación por diversos motivos. Más allá del problema que acarrea la falta de jóvenes profesionales que deberían formarse académica y profesionalmente para reemplazar a las generaciones que van de salida, el principal inconveniente que atañe al país es la fragmentación familiar que se pone en evidencia.

Madres que despiden a sus hijos. Padres que lloran de espaldas porque no pueden quebrarse ante la muchedumbre. Hermanos, amigos, parejas que son separadas por un boarding pass. Parecerá una exageración, quizás algunos lo consideren un proceso de desestabilización, pero no existe día en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, precedido por la obra que muchos pisan -ahora admiran- del maestro Carlos Cruz Diez, se quede sin presenciar decenas de despedidas entre llantos, suspiros y besos al aire que se guardan en la mochila. Gradualmente, Venezuela se queda sin sus hijos.

Desde la distancia escribo este artículo, lleno de lágrimas porque cada palabra la he sentido. Desde la distancia se extraña ese abrazo de madre, se extrañan las charlas familiares y las risas cómplices. Aunque ambas partes saben que la distancia no es más que un impedimento físico, que todos los esfuerzos que se realizan tienen un propósito mayor, la lejanía duele.

Por siempre, un abrazo desde la distancia.