Ayer, cuando los niños corrían libremente por las calles jugando y los maestros de escuela enseñaban con pasión y eran parte de una comunidad, donde todos se conocían, no había problemas de hiperactividad, de concentración o de atención y nadie, a la prematura edad de 6 o 7 años, cargaba sobre sus estrechos hombros con un diagnostico psiquiátrico y era condenado a consumir “retalin” u otras drogas, que lo encerraban en una jaula de pasividad, donde el gris de la apatía era el color dominante.

Cuando todos se ayudaban entre todos y compartían las penas, el vino y el pan, los locos eran menos locos, porque para ellos había un lugar. Hoy por hoy, estamos todos deprimidos, angustiados, paranoicos, sufrimos de insomnio y digerimos mal y los hospitales están llenos de viejos abandonados, de personajes extraños que viven en su mundo, apartado de todos sin hacer mal.

Imaginaos qué hubiera sido de Van Gogh en nuestro tiempo: lo habrían llenado de antipsicóticos y no lo habrían dejado pintar. Y son estas pequeñas dificultades, esta falta de tolerancia y de respeto, este desentenderse de todo, hasta de uno mismo, es lo que yo llamo el costo de la normalidad, que en la balanza de vida pesa siempre más.

En mi infancia, había un señor que caminada todo el día midiendo las calles de la ciudad sin hacerle mal a nadie. Lo llamaban el geómetra y lo dejaban en paz. Iba siempre apurado, tomando notas, haciendo cálculos, midiendo y hablando en voz alta consigo mismo. Hoy día estaría encerrado en algún lugar anónimo y sobrecargado de veneno, que no podría ni siquiera caminar. El geómetra no era el único, habían muchos así, pero nadie los llamaba locos o los diagnosticaba y eran parte de normalidad.

Una vez los enterradores del cementerio público encontraron a uno de sus colegas borracho en el parque, durmiendo profundamente y casi sin sentido. Lo llevaron a la morgue, lo desnudaron y le pintaron el pecho con sangre, dejándolo en la mesa de operaciones. Cuando despertó, después de varias horas, dejó de beber por el resto de sus días y fue entre los enterradores del pueblo el más abstemio y el más normal. Fue una broma de mal gusto, fue un atentando en contra del ex borracho, pero la vida siguió despreocupada y, después de algunos días, se los veía siempre juntos, riendo entre ellos como si nada hubiera pasado, porque al final era parte de una hermandad.

Pero hoy no es así. Todos viven separados del resto, todos husmean en lo que hace el otro, todos buscan pecados ajenos y males inexistentes, que hacen del más sano un paciente y del más enfermo una persona normal.