Don Luis

(..)
¿Cuántos días empleáis
en cada mujer que amáis?

Don Juan

Partid los días del año
entre las que ahí encontráis.
Uno para enamorarlas,
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para sustituirlas
y una hora para olvidarlas.

Con esta altanería socarrona explicaba el legendario Don Juan Tenorio cómo conquistar mujeres. Corría el año 1844 y el Romanticismo se encontraba en su apogeo en España. Lejos de encarnar el significado actual, era un romanticismo protagonizado por piratas y sus eternos «con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela» que surcaban oscuras noches becquerianas transitadas por presencias de espíritus y rotas por el ruido atronador de un disparo: el gran Larra poniendo fin a su vida.

Dos hechos separan a Don Juan y a Larra. El primero es una cuestión puramente circunstancial: uno era personaje y otro persona, pero, en el devenir de los tiempos, los primeros viven y los segundos mueren. El segundo hecho tiene que ver con el amor, pero no con el romanticismo, al menos no con el decimonónico. A Don Juan, el amor le salva; a Larra, el amor le mata.

Un 13 de febrero de 1837, Dolores Armijo visita a El Pobrecito Hablador. El amor de su vida se despide hasta siempre de Larra poniendo punto y final a sus tormentosos amores. El resto, es historia. Antes de que un nuevo día de San Valentín amanezca, un tiro en la sien pone fin a su corazón roto por Dolores (y por España, pero eso es materia de otro artículo).

No en vano, la vida amorosa de Larra se había estrenado con la fina ironía de una tragedia griega. Cuenta el papel cuché agrietado de los siglos que su primer amor fue una mujer mayor que él que resultó ser la amante de su padre. Su destino estaba escrito y ni siquiera la fina ironía que escava con su pluma podría superar la que había marcado su sino.

Don Juan no necesita presentación. Nadie escapa al poder magnético de este mito literario que, o nace en la realidad y se hace eterno en la ficción, o nace en la ficción y se reproduce en la realidad. Siglo tras siglo, la misma canción, distintos versos: desde los clásicos «¿No es verdad, ángel de amor,/que en esta apartada orilla/más pura la luna brilla/y se respira mejor?» pasando por «Soy Bond, James Bond» para culminar en el efecto Axe.

Si bien la calidad literaria ha variado, digámoslo así, podemos extraer dos conclusiones de lo anterior: o bien el Don Juan Tenorio en realidad lo escribió una mujer y no Zorrilla, o bien hay unas características atemporales que definen a un seductor. Si se puede crear el personaje, se puede crear la persona.

Para ello, antaño tenían a Don Juan, pero hoy tenemos la psicología, menos poética pero más científica, a la hora de ayudarnos con nuestras conductas.

Cuatro son los factores que influyen en que nos sintamos atraídos por otras personas (para ellos y para ellas, claro está):

  • Principio de la semejanza. La investigación en psicología ha puesto de manifiesto que nos sentimos atraídos hacia personas objetivamente semejantes, con las que compartimos características, creencias o actitudes (no tanto en rasgos de personalidad). Esta influencia es alta en el periodo de formación de relaciones; cuando ya existe algún tipo de relación, no predice nada. Aquello de que los polos opuestos se atraen lo dejamos, pues, para los imanes.

Aunque como señalan Clark y Lemay (2012) en algunos casos no opera este principio. Si existe semejanza ente dos personas en atributos socialmente valorados como, por ejemplo, el atractivo físico, puede que estas dos personas acaben juntas no porque la semejanza les genere una mayor atracción, sino porque cualquiera desea parejas con las mejores cualidades. Sin olvidar que en ocasiones las personas suelen conformarse con las parejas que pueden conseguir.

  • Principio de reciprocidad. Nos gustan aquellas personas a las que les gustamos. Así de simple. Ya lo decía Ovidio en su Ars Amandi: «No te de coraje alabar su rostro y sus cabellos, sus redondeados dedos y su diminuto pie. Incluso a las más castas les agrada que se airee su hermosura».

Aunque hay que introducir matizaciones: nos sentimos atraídos por otros a quienes les gustamos, pero solo si esto nos hace sentirnos especiales. Este efecto no se produce si sabemos que le gustamos a alguien a quien le gusta todo el mundo. Hemos de suponer que las doncellas burladas por Don Juan desconocían la existencia de las otras.

Por otro lado, las personas que generan incertidumbre sobre cuánto les gusta alguien generan más atracción. El prototípico “hacerse el duro”, sí, funciona.

Respecto a qué principio de los dos vistos hasta ahora es más influyente, parece ser que nos sentimos más atraídos hacia personas a las que les gustamos que hacia personas con las que compartimos actitudes. Una tarde de cine lacrimógeno se perdona con un buen piropo. De los de antes, se entiende.

  • El efecto de la familiaridad. Nos sentimos más atraídos hacia personas que nos resultan familiares. Se ha demostrado que las personas se sienten atraídas hacia personas que viven más próximas físicamente a ellas. La exposición repetida a un estímulo aumenta el agrado hacia él. Tanto es así, que podemos rebautizar a este principio como el “efecto canción del verano”.

Lo curioso del asunto es que este efecto surge incluso sin que los perceptores sean conscientes de ello. Hacerse el encontradizo, apuntarse a su gimnasio, salir por donde la otra persona sale, aunque no medien las palabras, no es tiempo perdido.

  • El atractivo físico. Se ha demostrado que las personas atractivas son juzgadas y tratadas más positivamente que las no atractivas. Se trata del “efecto halo”.

Si bien es cierto que la belleza no se puede aprender, uno siempre puede sacarse partido de la mejor manera. Como diría Cocó Chanel: «Vístete hoy como si fueras a conocer a tu peor enemigo». Si del amor al odio hay un paso, del odio al amor, también.

Bibliografía

Introducción a la psicología social, Sanz y Torres, 2ª ed. , Gaviria Stewart, E., López Sáez, M., Cuadrado Guirado, I.