Las nuevas tecnologías, las redes sociales y el 2.0 han afectado a la sociedad cambiando pautas de comportamiento individuales y grupales y han repercutido además en la pérdida de habilidades sociales. Tanto es así que los expertos ya han puesto nombre a las patologías derivadas de la era tecnológica como el tecnoestrés.

La realidad 2.0 ha modificado definitivamente nuestras pautas de conducta, nuestro día a día, de una manera histórica. El e-commerce (las compras online), los negocios virtuales, la oferta de productos y servicios online. Ahora tenemos el mundo a un click y sin salir de casa.

Los acérrimos defensores de este nuevo modelo social –porque sí es un modelo social, la sociedad tecnológica es una realidad como aún lo son las sociedades tribales escondidas en lo más profundo del Amazonas–, dirán que la revolución de la world wide web nos ha facilitado enormemente la vida. Y es cierto. Skype ha reunido familias separadas por la distancia, sin ir más lejos conozco una abuela en Santander que solo ha visto a su nieta por Skype desde México D.F. La búsqueda de trabajo y la deslocalización de la oferta y la demanda nos permiten encontrar nuestra vocación al otro lado del planeta (quizás en un lugar que nunca hubiéramos imaginado) y comprar en Japón a través de Amazon sale más barato que en la tienda de la esquina, portes incluidos.

No se puede negar la evidencia, como tampoco se puede negar que de este orden social han surgido nuevos peligros, amenazas y enfermedades. La pérdida de habilidades sociales, las dificultades en el aprendizaje, la falta de atención o el retroceso de las capacidades relacionadas con el lenguaje, especialmente entre los jóvenes, son sólo algunos de los males que caracterizan a la nueva sociedad de la tecnología, quizás heredera de la sociedad de la información.

Más del 50% de la población no sale de casa sin su Smartphone y prácticamente la totalidad de este porcentaje volvería a casa si se lo hubiera olvidado. Esta ansiedad creada por la dependencia del teléfono se conoce como nomofobia (no mobile phone phobia) y hace referencia al estado de ansiedad y alarma que se nos crea cuando nos quedamos sin batería, sin cobertura o sin red 3G (o, Dios no lo quiera, 4G)… Además, según los últimos estudios realizados en España, más de la mitad de los españoles mira el móvil más de 150 veces al día. Otro dato: uno de cada tres padece el llamado tecnoestrés.

‘Tecnoxticación’

Vale, me lo he inventado, pero no suena peor que nomofobia y se entiende perfectamente: intoxicación por tecnología. A la gente se le nubla el cerebro y la hiperconectividad actúa como un tumor en nuestro cortex cerebral, que oprime las funciones vitales hasta convertirnos en ciberzombis. Si rodaran ahora El Sexto Sentido, el pequeño protagonista abriría sus grandes ojos y diría muy consternado: “En ocasiones siento vibrar el móvil, pero luego lo miro y no tengo ninguna notificación”. No es broma, esta “patología” existe y se conoce como el síndrome de la vibración fantasma, que según los psicólogos surge de la dependencia que nos crea el Smartphone.

En los ochenta llegaron las drogas de diseño y ahora la más común de las adicciones viene con una manzana: la persona no se separa del móvil para comer, ir al gimnasio o incluso al baño. Dormimos con él sobre la almohada o en la cabecera de la cama y por supuesto no se apaga nunca.

La tecnología móvil se ha convertido en un virus que infecta al hombre moderno en todas las facetas de su vida, incluidas, como no, las relaciones de pareja. El mejor ejemplo: Whatsapp. La posibilidad de ver a alguien en línea o la hora de su última conexión sembró el caos en las historias de amor, un temblor de cimientos que explotó cuando la app lanzó el doble tic azul que viene a significar: el receptor ha leído su mensaje (y no ha querido contestarlo).

¿Este sitio tiene wifi?

Como reconoce quien fuera para mí un buen mentor: “Soy de esos que cuando entra a un restaurante mira antes si tiene Wifi que si tiene camareros”.

Estar hiperconectados es una nueva forma de esclavitud, no es que tengamos la posibilidad de acceder a la red cuando y donde lo necesitemos, es que tenemos (remarco el imperativo) que estar conectados. No hay opción a lo contrario… Cada cinco minutos un tuit, una actualización de facebook, un whatsapp, una notificación de Linkedin o Instagram… Ante esta afirmación muchos dirían que esto no es cierto, que nosotros hacemos uso de las tecnologías, que nosotros “tenemos el control”. Pero seamos sinceros… ¿de cuántas apps eres esclavo?

Tal es la ciberadicción que padece esta sociedad ávida de conocimiento que en el año 2009 se abrió en Estados Unidos el primer centro de rehabilitación para los “yonquis” de las redes sociales. ¿Qué si es grave este fenómeno? Por dar algunos datos, un estudio de la universidad de Maryland determina que el 18% de los encuestados no puede pasar más de unas pocas horas sin consultar las redes, el 60% revisa Facebook al menos una vez al día y casi el 80% reconoce que no navega en la red por necesidad sino por placer… Uff, teclear la world wide web (www) debe ser orgásmico entonces.

Cuando llegamos a un sitio ponemos el móvil en la mesa. Sobre la mesa, entre nosotros y nuestro interlocutor. Buscamos un enchufe, aunque no lo necesitemos, tenerlo localizado calma nuestra ansiedad tecnológica, es nuestra dosis del día. #Comiendo, #DeTapas, #LivingLaVidaLoca… pero ¿disfrutamos de lo que nos acontece, somos conscientes de ello, vivimos los momentos que pasan a nuestro alrededor o simplemente los observamos desde las redes sociales, los vemos de lejos, en tercera persona, mientras nos empeñamos en buscar un filtro ¿adecuado?

Smartphones, “full equipe”

Hoy en día hay apps, como los coches, desde las más básicas hasta aquellas que vienen con todos los extras: si sales a correr Endomondo te calcula hasta los pasos andados, Fat Secret te dice cuántas calorías has consumido a lo largo del día y si no lo rellenas, esta app tiene la amabilidad de enviarte un email para recordártelo: “no olvide pesarse”; e incluso Love cicle recuerda a las mujeres en qué momento de su ciclo hormonal están y si se encuentran en un periodo “seguro”, “fértil” o “dudoso”. Que practicas crossfit, tan de moda últimamente: Woodbook; que buscas un desahogo rápido: Tinder; por no hablar de las que ya se han convertido en religión: Facebook, Instagram, Twitter o Pinterest…

Papá y mamá, al otro lado del abismo

La brecha digital generacional se convierte en un abismo prácticamente insalvable contra el que los padres luchan cada día, adaptándose como pueden a las redes sociales, creando perfiles en Facebook y agregando a sus hijos (de quienes esperan una rápida confirmación de la petición de amistad, que a menudo no llega) a fin de controlarlos y protegerlos de las amenazas existentes en la red. El ciberbullying o las ciberviolaciones son los grandes miedos de los padres modernos.

Y no les falta razón. En Internet los avatares sustituyen a nuestro yo real. En el mar “anónimo” de la red (porque eso es lo que piensa mucha gente, que en Internet son anónimos) podemos ser una rubia de ojos azules y metro ochenta o Doraemon. Y una red de prostitución infantil puede presentarse disfrazada de una niña de 12 años llamada Jessica cuyo avatar en Messenger (alguien se acuerda de qué era eso) es una Monster High.

A pesar de que pueda sonar algo alarmista, el uso entre los adolescentes de apps como Snapchat (una aplicación de mensajería móvil) en la que los mensajes se borran solos entre 1 y 10 segundos después de su recepción dificulta a los padres el proteger a los hijos, a los que vuelve vulnerables, aunque aquí los entusiastas de la tecnología dirían que esta app no es peligrosa en sí, sino dependiendo del uso que se le dé...

De acuerdo con esta lógica, un arma de fuego no supone ninguna amenaza por sí misma, a no ser que caiga en las manos equivocadas pero… ¿Quién le daría a su hijo de 10 años un AK-47? Según un estudio realizado por Día Internet Segura, a esta edad el 30% de los niños españoles tiene un teléfono inteligente, y este porcentaje llega al 73% entre niños de 12 años. Para rizar aún más el rizo, el 72% de los usuarios entre 11 y 14 años accede diariamente a las redes sociales.

Aún más llamativo resulta el hecho de que la verdadera edad de iniciación de los niños en las tecnologías móviles está en torno a los 3 años de edad y son los padres quienes les inician. Ahora déjenme replantear la pregunta: ¿Cuántos padres son conscientes de que están dando una pistola que dispara balas de verdad a sus hijos desde que tienen apenas uso de razón para que “aprendan” a jugar con ella? Probablemente ninguno.

Para terminar esta feroz o irónica crítica de la sociedad tecnológica, de la que me considero inmigrante digital, me gustaría recalcar el hecho de que, efectivamente, la elección está en nosotros. Nosotros somos quienes decidimos si queremos atender una notificación de Facebook mientras estamos cenando con nuestra pareja. Si iremos a pasar el día al campo con nuestros amigos o nos quedaremos en la ciudad para mantener la conexión 3G y, por supuesto, nosotros hemos de decidir si queremos que las características de esta nueva sociedad 2.0 nos faciliten la vida o por el contrario dejaremos que nos esclavicen.