Después de tanto tiempo y por motivos completamente casuales y para mí además desconocidos, vuelvo a tomar en mano El otoño del patriarca y a observar, más que leer, el texto, descubriendo de golpe, como una sorpresa inesperada, que la puntuación en Gabriel García Márquez es una escasa mercadería. Conté páginas enteras completamente “despuntadas” y el texto corría como un rio, con anchas frases, cargadas de adjetivos, como haría una persona delirante en una narración febril, inundada de detalles, que quitan el respiro.

Me imagine leyendo el texto en voz alta, tratando desesperadamente de llegar a la próxima coma, por no decir punto, y llenar mis pulmones de aire para seguir leyendo afanadamente, tirado por una corriente de imagines que me arrastraban hacia un embrujado abismo lleno de recuerdo y más aún olvido. Gabriel García Márquez fue un narrador más que un escritor, me dije pensativo. Un paisajista de pincel grueso, colores fuertes y de imagines vivas. Un personaje de rápidas asociaciones, que salta de un lugar a otro, dejándonos en suspenso o más bien suspendidos en un limbo, donde todo es posible sin que nada, absolutamente nada suceda realmente.

Un ciego de una plaza vislumbra al tirano en su ventana, un sombrero alza la mano, los detalles de la vida de Leticia Nazareno, la lucha perenne para poner fin a las infiltraciones del clero en los negocios de estado y los tres oficiales, que ejecutaron con dinamita en una barca a un grupo de aldeanos, con mujeres y niños, que disturbaron levemente al general con sus canciones. Los oficiales fueron ascendidos de dos grados, recibieron, a orden cumplida, la medalla de la lealtad y para ser luego rápidamente fusilados sin honor como delincuentes comunes. El Patriarca soñando su propia muerte, viéndose botado allí por tierra, inerte y sin conciencia alguna de su poder ilimitado en un mundo donde los vivos no están vivos. Todo acontece en una atmósfera nauseabunda y polvorienta, donde el tiempo no avanza y la memoria se enreda en su ombligo.

Hojeando el libro, deteniéndome en algunas páginas, leyendo algunos pasajes, saltando a otros, pienso en la estructura caótica de la novela, en su arquitectura sin forma y en una historia que prosigue como una marea, ola tras ola, casi sin objetivo. Pienso a Gabriel García Márquez escribiendo durante las horas sofocantes de la siesta, con un calor insoportable, enclaustrado en un cuarto semioscuro con las ventanas cerradas, la camisa blanca ligeramente sudada y un ventilador de grandes aspas en el techo que gira fatigosamente. Siento en el texto la velocidad de la escritura, las frases que caen una tras otra como gotas de lluvia densa sobre el teclado. Las pequeñas pausas lo llevan a agregar otro detalle y otro más, antes de sentirse completamente obligado por la imperiosa necesidad, ya impostergable, de poner un punto.

Desde allí, desde ese cuarto, no se siente una brisa, no se siente el mar, quizás el silbido quejumbroso de un pájaro sin nombre o el agitarse casi imperceptible de una rama, mientras Gabriel escribe sin cesar, sin releer lo escrito, con una sola meta, contar y recontar una historia sin fin, donde el sentido más profundo es la falta total de sentido y al hacerlo, al recontarnos esta historia, nos describe, nos pinta, nos retrata, como un pueblo dormido, indiferente a las tragedias, que se esconde anónimamente detrás de su destino: ser testigo de una historia ajena, que además es nuestra, con personajes sin nombre ni pasado, absolutamente inconscientes de sí mismos.

El libro termina con la buena nueva “de que el tiempo incontable de la eternidad por fin había terminado” y el pueblo festeja con música, baile, gritos y cohetes la muerte del patriarca sin preguntarse aún por su destino. Quizás en el libro haya más historia que en todas las trágicas historias que recuentan nuestro sufrido continente.