Distintas fuentes coinciden en que el inmenso listado de los peregrinos jacobeos fue abierto por Alfonso II el Casto, rey de Asturias y de Galicia entre los años 791-842, quien dispuso la construcción de una pequeña capilla que sirviera como cobijo y lugar de culto a tan ilustres despojos. Junto al santuario, el propio monarca fundó un monasterio que sería confiado a los monjes benedictinos. Con el tiempo, en torno al cenobio creció un burgo de mercaderes y menestrales, embrión de la ciudad de nuestros días. Lo que está claro es que el emperador Carlomagno (742-814), a quien textos franceses de la Alta Edad Media atribuyen la primera peregrinación compostelana, nunca hizo tal, sencillamente porque su célebre incursión en España, la que concluyó con la legendaria derrota de Roldán en la batalla de Roncesvalles, ocurrió 25 años antes del descubrimiento del sepulcro del apóstol.

Un nuevo peregrino: el conchero

Tras los pasos del Casto acudieron a la primitiva capilla muchas gentes de Asturias y Galicia, las regiones geográficamente más cercanas. Es de suponer que pronto se les sumaron leoneses, portugueses y castellanos, y que poco tardó en aparecer la masiva afluencia de los jacquets (literalmente, jaimitos, los peregrinos franceses), que desde el siglo X abundaron en los senderos y trochas jacobeas. De ahí que la ruta principal a Compostela lleve el nombre de Camino Francés. En la segunda mitad de la décima centuria hubo dos grandes concentraciones de jacquets, encabezadas la una por Gotesalco, obispo de Puy (951), y la otra por Hugo de Vermandois, obispo de Reims (959). En el mismo año que Vermadois, también peregrinó a Compostela el abad de Montserrat, Cesáreo.

Llegado el siglo XI, el gran tropel de peregrinos destacaba ya por la heterogeneidad de sus orígenes geográficos. Para recibirlos, Alfonso III el Magno, que reinó en Asturias entre 866 y 910, hizo erigir en Compostela una iglesia de mayor prestancia, cuyas obras de edificación se prolongaron por espacio de quince años; el nuevo templo fue consagrado el día 6 de mayo de 899.

Pronto se relacionó a los peregrinos con la concha de vieira - un molusco bivalvo emparentado con almejas y ostras - que muchos de ellos portaban para beber el agua de los arroyos y fuentes. Esa valva se ha convertido en el símbolo universal del Camino de Santiago, dio nombre a sus penitentes y el propio apóstol fue representado con ella en numerosas tallas y pinturas.

Aunque hoy los subsumamos a todos bajo la categoría genérica de «peregrino», los penitentes que marchaban a Santiago se denominaban «concheros»; los que iban a Roma eran los «romeros», en clara alusión a su destino; y quienes se dirigían a Jerusalén, «palmeros», porque a su regreso se adornaban con hojas de palma. Esas tres ciudades fueron los grandes polos de peregrinación de la Edad Media.

Santiago Matamoros

La menguada España cristiana del siglo IX puso en el apóstol sus esperanzas de resistencia frente al poderoso emirato de Córdoba (convertido en califato a partir de 929). Más si cabe tras la milagrosa aparición de Santiago en el legendario combate de Clavijo (844), librado en las cercanías de Logroño. Cuentan que el Hijo del Trueno se personó en el campo de batalla haciendo honor a su venal carácter, espada en mano y montado sobre un caballo blanco, para encabezar la vanguardia del ejército de Ramiro I, rey de Asturias que en aquella jornada derrotó al emir Abd al-Rahman II. Fue tanta la mortandad causada por el acero de Santiago entre los enemigos de su fe - así lo quiere la tradición - que desde esa sangrienta jornada se le conoció como «Matamoros».

Menos de un siglo después (939), durante la batalla que enfrentó en Simancas a los soldados y mesnaderos de Ramiro II de León contra el poderoso ejército de Abd al-Rahmán III, califa cordobés, Santiago volvió a aparecerse a sus fieles (o eso quisieron los cronistas), quienes obtuvieron otra gran victoria sobre los musulmanes gracias a su comparecencia.

Así pues, Santiago Matamoros se convirtió en blasón y orgullo patrio de los cristianos hispanos en la Edad Media. Bien lo refleja el grito de guerra de «Santiago y cierra España» (en la antigua jerga militar, «cerrar» significaba juntar las filas para arremeter contra el enemigo). O las alabanzas del anónimo autor del Poema de Fernán González (siglo XIII), obra quizás de un clérigo del monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos), quien se sirvió en su copla 57 de argumentos irrebatibles para la época:

«Fuertemient quiso Dios a España honrar,
quand’ al santo apóstol quiso y enbïar;
d’Inglatierra e Françia quísola mejorar,
que non yaze Apóstol en tod’aquel logar.»

Ya se sabe que no hay causa sin propaganda, y en estas lides la Iglesia católica siempre ha obtenido matrícula de honor. Distintos agiógrafos se afanaron en confeccionarle al Hijo del Trueno una leyenda trufada de espectaculares méritos y prodigios, tanto espirituales como guerreros. Cabe destacar el trabajo literario de Nuño Alfonso y Pedro Gundesíndez, quienes, con la ayuda de los monjes franceses Hugo y Girard, novelaron —porque de una fábula piadosa se trata— la Historia Compostelana, escrita en los albores del siglo XII.

Un interludio de sangre: Almanzor

Tras las victorias de Clavijo y Simancas, Sancho III el Mayor de Navarra (992-1035) mejoró el trazado del tramo viario de la ruta jacobea que recorría el noroeste riojano, para facilitar la circulación de los peregrinos.

Sancho III, el monarca más poderoso de la España cristiana de su tiempo, no pudo impedir que el último tercio del siglo X fuera militarmente propicio a las armas sarracenas, lideradas por Abu Amir Muhammad ben Abi Amir al-Ma’afirí, quien se hizo llamar al-Mansur bi-llah (el Victorioso por Dios), hombre fuerte del califa cordobés Hixem II. Almanzor —así se castellanizó su nombre— recibió el poco afectuoso apodo de «hijo del demonio» en los códices cristianos de su tiempo.

Llegado el verano, Almanzor lanzaba sus temibles aceifas (expediciones de castigo) contra los reinos y condados del norte de la Península; así hizo entre 977 y 1002, año de su muerte. En 997, el ejército cordobés penetró en tierras gallegas y ocupó Compostela. La ciudad fue saqueada, al igual que la iglesia donde se guardaba el sepulcro jacobeo. Pese a tanta destrucción, el caudillo musulmán respetó la tumba del apóstol por su condición de hombre santo y discípulo de Jesús (segundo profeta en el escalafón del islam), así como la vida de un anciano monje que halló rezando sobre el sepulcro, a la espera de un martirio que no recibió.

Como prenda de aquella victoria, Almanzor hizo desmontar las campanas de la iglesia jacobea y las llevó consigo a Córdoba, a hombros de prisioneros cristianos.

Los benefactores del Camino

El fallecimiento de Almanzor (1002) y, en 1031, la descomposición del califato de Córdoba en pequeños reinos independientes (las taifas), permitieron a los reinos cristianos la consolidación de su dominio sobre las tierras que median entre los ríos Duero y Tajo. Las rutas seguidas por los peregrinos para acceder a la tumba del apóstol quedaron libres del acecho de los sarracenos, y los soberanos de Navarra, Castilla y León pudieron dedicar parte de los recursos de sus reinos al trazado, la habilitación y el cuidado de lo que hoy conocemos como Camino de Santiago; una medida beneficiosa, puesto que la consolidación física y humana de la ruta jacobea aseguraba la repoblación de vastas comarcas deshabitadas y la promoción de las actividades agrícolas, mercantiles y artesanales en los núcleos donde recalasen los peregrinos.

Tras el asalto de Almanzor, el obispo de Iria Flavia, Pedro de Mezonzo, dirigió las obras de reconstrucción de la iglesia jacobea. Su sucesor, Diego Gelmírez, obtuvo del papa Urbano II el traslado de la mitra episcopal a Compostela, así como el título de sede apostólica para su catedral (1095); esta categoría igualaba en dignidad a Compostela con Roma, pues ambas eran diócesis sin metrópoli. Tal fue el espaldarazo definitivo a las peregrinaciones. El mismo Gelmírez hizo construir en Compostela una seo románica, mucho más modesta en sus orígenes que cuanto hoy puede contemplarse, cuya edificación fue iniciada en el año 1075, a la par que la del adjunto palacio Episcopal.

El camino también está en deuda con la orden de Santiago, fundada en Cáceres en el año 1170. Objetivo de los caballeros santiaguistas era combatir a los musulmanes en España, África y los Santos Lugares (en este orden geográfico), pero desde un primer momento dedicaron buena parte de sus esfuerzos a la tutela de los peregrinos. Esta protección se realizaba ora batiendo a los bandidos que infestaban la ruta jacobea ora regentando hospitales y alberguerías (entre ellos, el hospital de San Marcos de León).

Otros benefactores fueron los reyes de Castilla y León Alfonso VI (1042-1109), Alfonso VII (1105-1157) y Alfonso X el Sabio (1221-1284), autor del Código de las Siete Partidas, por el cual dispuso medidas legales contra las autoridades y particulares que abusasen económicamente de los peregrinos.

La acción de todos estos personajes contribuyó a hacer de la ruta jacobea una gran arteria humana y cultural, provista de una red de infraestructuras y servicios (puentes, hospitales, posadas, mercados, etc.) única en toda Europa.