"Así soy yo, pobre portera resignada a la ausencia de todo fasto
–pero anomalía de un sistema que se revela grotesco y del que me mofo bajito,
cada día, en un fuero interno que nadie penetra.
…Todo llega cuando tiene que llegar para quien sabe esperar…"
La elegancia del erizo
Muriel Barbery

El 2 de septiembre todas sus cosas deberán estar guardadas en cajas, decenas de cajas. No podrá creerlo: ¿de dónde salen tantos trastos? ¿Dónde cabía todo esto? En cuarenta años viviendo en un mismo lugar, se van acumulando muchas cosas: ropa, cerámicas, papeles, chécheres. Sus hijos serán los encargados de cargarlas, de subirlas al camión y llevarlas a su nuevo hogar, a donde se irá con ellos y que pagará con el dinero de la jubilación: un piso más amplio, con más habitaciones, que esté un poquito más lejos, que tenga luz.

Aunque durante años habrá soñado con ese día, como un grito contenido, como una evocación ante la impotencia, no podrá evitar sentir nostalgia, miedo. Recordará la primera vez que entró al edificio, esa entrada profunda, con el techo alto, un poco lúgubre, las dos lámparas de metal a cada lado del pasillo, iluminando con mediocridad. Y a mitad del camino, a la derecha, una puertita, la puerta de la oficina de la conserje, de su casa.

Su mamá se enteró que buscaban a alguien para una portería, y pensó en su hija, Ana, que fue a hablar con las dueñas de la propiedad y les cayó en gracia. “Habían puesto un anuncio, y habían venido ochenta y tantas personas”, pero a ella le dijeron que sí, que se podía quedar. Su madre, agradecida, les aseguró: “de mi hija no van a tener nunca una queja”.

Así empezó, a los 23 años —cuando dice esta cifra, le tiembla la voz—. Abrió esa puerta y encontró un pequeño salón, con una cocinita a la izquierda, un baño detrás y una pequeña habitación. Días después, allí se acomodó, con su suegra, su marido y los dos hijos que tenía en ese entonces —ahora son cuatro—. “El sueldo realmente era muy bajo, pero claro, tenía la vivienda”.

Cuando llegó se encontró con un barrio tranquilo. “Había muchas tiendecitas pequeñas, de estas de familia, y estaban todavía las vías del tranvía antiguo”, aunque ya no pasaba. Antes funcionaba por la calle Valencia, que iba en dirección contraria a la actual, pero luego arreglaron las calles y quitaron los rieles. En esa época “la Sagrada Familia no tenía techo. Estaba hueca. Solo estaban las torres de delante, que es lo antiguo”, aunque Ana no conoció la Iglesia sino hasta el pasado diciembre, cuando la invitaron a un concierto, porque una de las muchachas del coro es sobrina de su tía. Así que fue, y aunque le gustó muchísimo, le dio tanto pero tanto frío que por poco hubiera preferido estarla viendo por televisión, como siempre.

Desde el primer día, Ana se adaptó bien y rápido al trabajo: levantarse temprano, barrer la entrada, estar atenta al correo, memorizar los nombres de los inquilinos, repartir facturas en el buzón, hacerse un mapa mental de a cuál piso pertenecía cada uno, conocer cada recoveco del edificio y encargarse de que todo funcionara a la perfección: agua, limpieza, mantenimiento, luz. Si algo llegaba a fallar, era ella quien debía responder. “Trabajaba todos los festivos, catorce horas cada día, hasta el día de Navidades, Año Nuevo, todo. Cobraba cinco mil y pico de pesetas. Era muy poco en aquel tiempo”.

Aun así los vecinos protestaban, porque no querían pagar una portera. La mayoría de quienes vivían allí, en ese entonces, estaban jubilados, y cada octubre se reunían para recolectar firmas y pedirle a las propietarias que la despidieran. ¡Pero no pudieron! “Aquí estoy. Se han ido todos y me he quedado yo. Ahora yo soy la mayor de la escalera. Ya he cumplido 64 años”.

Además los inquilinos han cambiado, radicalmente. Ahora nadie se queja. Casi todos son estudiantes extranjeros que vienen a Barcelona por un tiempo, aunque a algunos les gusta la ciudad y deciden quedarse, probar suerte, adaptarse a la forma de vivir y trabajar de aquí. “Mejor, porque los estudiantes, aparte de las fiestas, no molestan”; solo ponen música. Aunque a veces acaban hasta las siete y pico de la mañana, mientras no griten, a Ana la música no le molesta.

La que próximamente hará ruido a sus vecinos será ella, con su guitarra. En su nueva casa podrá tocar sin miedo. Hubo un tiempo en que la dejó, porque le dolían los dedos, pero ya la puede retomar. “Porque aquí, ¿para que te estén escuchando en la habitación los vecinos y todo?”. El día del trasteo verificará que la guitarra esté bien acomodada, que no se vaya a estropear… ¿Dónde está mi guitarra?, preguntará. ¿Y mis discos?... Ya no tendrá que desacomodar cajones y armarios enteros para encontrar el que quiere escuchar. Tampoco tendrá que esperar hasta las ocho de la noche para salir a caminar, tal como se lo recomendó el médico. Limpiará su casa solo cuando pueda, y cerrará la puerta cuando quiera. “Yo qué sé, salir cuando hace sol, ver el día”, porque cuando apaga la luz, no se ve nada. No hay ni una sola ventana. Se levanta y no sabe qué día hace, si está radiante o si llueve.

En su nueva casa, cuando desempaque sus cosas, descubrirá su verdadero color. Sentirá que está estrenando, siempre. Los inquilinos que la conocen se irán y llegarán unos nuevos, que pensarán que la puerta a la derecha es de una bodega, o que ni siquiera la verán. Ana no solo se llevará todas sus cosas, sino las historias que solo ella puede contar: la del dueño del edificio, que se ahorcó donde ahora está el almacén chino, luego de quedar en bancarrota tras abrir el hueco del ascensor. O la de la monja, una monja que vivía en la planta principal, pero cuya existencia ella ignoró hasta que vio que sacaban su ataúd. En la guerra civil, como mataban a las monjas, su familia la mantuvo encerrada, en secreto, al parecer en ese cuartito pequeño que está en una de las habitaciones, y que ahora la mayoría usa de armario. Y así siguió después de la guerra, hasta que murió.

Conocía estas y otras historias, incluso previas a su llegada, a través de vecinas, algunas de las cuales, con el tiempo, llegó a considerar sus amigas, como a Maravilla. Sí, había una señora que se llamaba así, Maravilla, que atendía la frutería. La frutería que quedaba en la casa que tumbaron, y donde luego construyeron el edificio del lado, que tapó definitivamente el sol. Maravilla llevaba las piernas vendadas y sumaba al revés. No se sabe cómo lo hacía, pero al final le terminaban saliendo bien las cuentas.

Ana Vázquez se llevará las historias y dejará los fantasmas. “La señora de la primera-segunda decía que a veces veía a un niño vestido de comunión, de marinerito, en el pasillo, pero acabó mal de la cabeza, y que una vez entró a la cocina y vio a su padre, que había muerto, con la bata haciéndose café, pero el padre tampoco murió aquí, sino en el hospital”. En cambio, su marido sí murió allí, de un cáncer que se le extendió por todo el cuerpo, y fue ella quien lo cuidó hasta el último día. Son muchas las personas que han pasado por este edificio, desde que se construyó en la década de los veinte. Algunos vecinos han llegado a atribuir las fallas en el sistema eléctrico a eventos extrasensoriales, a espíritus que no se han podido desligar.

Luego de ver tantos trasteos, tanta gente ir y venir, vivir y morir, será ella la de la mudanza. Cuando uno de sus hijos se vaya con una caja, llegará otro por la siguiente, eficientes, sincronizados, y Ana sentirá que necesita un poco más de tiempo para pensar, para revivir. Desocupada, la casa se verá más grande, o puede que, libre de tantas cosas, se manifieste aun más su estrechez. Afuera el día estará esperándola. Aún no habrá tenido tiempo de salir a ver si está nublado o no. Le echará una última mirada al espacio vacío, al pasillo, que era como una extensión de su casa, y deseará que todos los muertos que firmaban cada octubre para que se fuera, la vieran salir viva, contenta, por esa puerta, sin que las dueñas hubieran recibido ni una sola queja.