Este verano pudimos releer las aventuras de aquel rampante barón soñado por Calvino. Hay amores que se olvidan enseguida y otros que se guardan toda la vida. Haber olvidado el de Viola y Cósimo fue como levantar la mano contra uno mismo. Pero allí estaba otra vez, esperando. Un amor tan discreto, tan fértil en complicidades como objeto perenne de malentendidos. El del barón y la marquesita es un amor pueril y veraz, hermoso y trágico, tan superficial en ese fondo dieciochesco de la novela que merece el calificativo de amor-minuet. Pero es que así son las verdaderas historias de amor en la vida y en la literatura, que, como sabía Proust, no es sino la vida verdaderamente vivida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida que nos devuelve el tiempo perdido.

Allí estaba, pues, la desdicha de ambos, su alegría incontenida y, como siempre sucede, volvimos a pasar apresuradamente las páginas del libro con el vértigo de barruntar otro desenlace. Difícilmente se soportan los finales felices y, oh espíritu de contradicción, nunca dejamos de desearlos. Así ocurre inexorablemente también cada vez que volvemos (y siempre volvemos) a la admirable historia de Heinrich Böll entre el payaso más digno y triste del mundo y su hermosa Marie, tan inocente y cruel como solo pueden ser quienes profesan una fe. Al igual que en el libro de Calvino, tal vez no sea la del amor la trama principal del libro, sino solo una forma de cohesionar una reflexión sobre la situación moral de la Alemania de la posguerra y, en concreto, sobre la actitud de los grupos protestantes y católicos. O así lo han creído algunos críticos. Pero por supuesto que Opiniones de un payaso es una historia de amor y nada más que una historia de amor. Viola, Cósimo, Marie y Hans Schnier, como los propios Calvino y Böll, cada uno a su manera, hicieron suya la máxima nietzscheana y, si alguna vez mintieron, lo hicieron por amor.

Como todos. Como incluso el príncipe Myshkin, aquel idiota sublime situado entre dos mujeres dostoievskianas, Aglaya y Natasha, imprescindibles como cualquier mujer de una Rusia que ya no existe, que acaso nunca haya existido, pero cuyo fulgor relampaguea como el símbolo de un orgullo sencillamente abrumador. Dostoievski es capaz de describir tan verosímilmente a sus protagonistas que se convierten en figuras tangibles. En el caso de las mujeres, su belleza es siempre espiritual, la revelación de una inteligencia que, sin embargo, se enreda una y otra vez en las vicisitudes de la pasión. La combinación, ciertamente, es irresistible. El príncipe, el más humilde de los hombres desde Jesús el galileo, oscila entre el amor propio de una y la soberbia de otra como el barquito que ya no es dueño de su destino y se limita a zozobrar ante el embate colérico de la naturaleza. Naturalezas poderosas colocadas en contextos ajenos, espíritus capaces de sublimar la miseria moral pero no la arremetida de sus pasiones: he ahí los rasgos característicos de los grandes personajes dostoievskianos, en su mayoría mujeres.

El idiota finaliza con un gran ataque epiléptico que deja al príncipe en un sopor definitivo, similar al que atrapó a Nietzsche la última década de su vida. También Nietzsche, el más santo de los hombres, en algún momento soñó con el amor. Lou Andreas-Salomé y, sobre todo, Cósima Wagner fueron sus principales objetos de deseo. Pero las mujeres no suelen amar a los santos y por eso Nietzsche tuvo que literaturizar su pasión erótica. Gracias a ello, nos dejó un triángulo simbólico que cada uno puede apropiarse para sí, aunque tan poderoso que hay que tener cuidado de no perder la razón a la hora de utilizarlo: Teseo, Ariagne, Dionisos. ¡El misterio de Ariadna según Nietzsche, qué formidable remedio para evitar caer en la mezquindad de lo cotidiano!

Amores de libro que cobran vida, amores reales que se subliman hasta lo literario, la vida y el amor unidos para siempre en los clásicos. Resulta estúpido negar que el desierto crezca. El desierto crece, sí, ahí fuera y también, sobre todo, dentro, se dilata en una diástole infinita enseñoreando los corazones, y ay de todo aquel que dentro de sí un desierto cobija, ay de todos nosotros que ya somos hombres del desierto sin ser nómadas, pues no hay más terrible condición posapocalíptica que esa. El desierto crece, sí, sin embargo, al mismo tiempo, donde está el peligro crece lo que nos salva. Aunque no se trata de volver al discurso soteriológico: nada puede redimirnos, ninguna elección puede salvarnos, pero sin duda hay renuncias que nos condenan. Renunciar a la literatura y a sus amores es renunciar al verdadero amor, a la verdadera vida. Sin duda hay amores que se olvidan enseguida y otros que se guardan hasta la muerte. Los primeros son, tal vez, los de la infancia, la adolescencia y todo lo que viene después. Los segundos, seguramente, son nuestros propios amores vertidos o reflejados en la historia de Cósimo y Viola, de Marie y el payaso, del idiota ante Natasha y Aglaya. Por no citar a Julien Sorel, Mathilde, la señora de Rênal...