Un rayo de sol penetra, traicionero, por la ventana de la oficina hechizando la pantalla del ordenador que, hasta este momento, contemplaba absorto en no sé qué pensamientos. Y así, desde la nada escribo estas líneas siendo consciente de que lo vulnerable produce sed de poesía.

Se dice que solo el poeta es capaz de amar con la máxima intensidad, pero que también, que solo son los poetas aquellos menos amados.

Los poetas exaltan la belleza, la sensibilidad, el amor y el desamor.

Construyen con versos sus miserias, sus penas y alegrías; dan forma con sus palabras a la emoción, al sentir y al amar. Los poetas son esos raros que deambulan como idos por la acera, pero que viven y se apasionan del momento que se les ofrece hasta perderlo del todo.

Leía estos días un fascinante artículo de Cesare Pavese. De Pavese disfruté, cuando empezó mi abrumadora pasión por la literatura diarística, El Oficio de vivir, su diario comenzado en 1935.

Pavese se suicidó en Turín, en la habitación de un hotel tras tomar 12 sobres de barbitúricos y anotar en un ejemplar de su libro de poemas Diálogos con Leucó:

"A todos pido perdón y a todos perdono".

Parece que Pavese nunca había amado a una mujer y nunca había despertado junto a otro cuerpo. Pavese nunca habría sido amado. Había sentido alguna pasión por alguna célebre mujer pero luego le abandonaba o casaba con otro.

Y es que queremos pensar que el amor es tan fácil como deshojar una flor. Pero el amor es tan difícil que genera locuras y miedos, de ahí que el suicidio esté tan unido con el amor o el desamor.

La máxima que invita al amor es la correspondencia. Un amor no correspondido se apaga hasta quedar deshecho en unas cenizas difíciles de volver a arder.

No sé por qué, escribiendo esto me ha venido al recuerdo la imagen de una fotografía que hace tiempo me impacto. En la fotografía aparece Evelyn McHale, que, dicho sea de paso, se la conoció por ser la protagonista de la trágica imagen.

Evelyn fue una joven nacida en 1924 cuya muerte es recordada por ser un suceso inusual y, quizás, único hasta el momento. McHale se suicidó a sus 23 años, saltando del piso 86 del edificio Empire State, impactando sobre una limusina estacionada, destrozándola totalmente, pero sin que el cuerpo de ella reflejara daño físico alguno, sino que parecía haberse posado suavemente sobre el vehículo, con una serenidad amorosa en el rostro, sosteniendo su collar y aparentando estar dormida.

El hecho ocurrió el 1 de mayo de 1947. Su prometido declaró entonces que, un día antes, ella se despidió de él muy feliz. A la mañana siguiente, Evelyn compró un boleto para subir al mirador del gran rascacielos, ubicado en la planta 86, para luego, simplemente, saltar.

Al caer impactó con la limusina que estaba estacionada frente al edificio, sin ocupantes, casualmente perteneciente a la Organización de las Naciones Unidas. Nunca se supo los motivos que tuvo para tomar semejante determinación. En la plataforma de observación del edificio, la policía encontró el abrigo gris de la señorita McHale, su cartera con algunos dólares, fotos de la familia, y una nota de suicidio:

“Él está mucho mejor sin mí… yo nunca seré una buena esposa para nadie.”

La altura desde donde McHale saltó era inmensa y se podría esperar ver un cadáver totalmente desmembrado, resultando en una escena muy desagradable. Pero no fue así. Apenas 4 minutos tras el impacto, el fotógrafo Robert Wiles, tomó una fotografía donde curiosamente ella no parece muerta sino dormida plácidamente ya que su cadáver, extrañamente intacto, estaba recostado en una posición casi artística y quienes lo presenciaron no podían creer lo que veían.

La fotografía se publicó días después en la revista Life bajo el título “El Suicidio más Hermoso”.

Es una imagen trágica pero poética; una imagen que irradia amor. Evelyn McHale se suicidó por amor, que nadie lo dude, por exceso de amor. Por eso el amor debe ser tan controlado como medido.

En el amor, lo fundamental es no pensar en cómo queremos que sea la persona a quien amamos, sino dejar que esa persona sea tal como es. Tratar de hacer de los demás lo que nosotros queremos es obligar a un comportamiento falso que más tarde o temprano desaparece.

Tampoco debemos comportarnos nosotros como pensamos que la otra persona nos quiere ver. Eso es vivir en una especie de teatro continuo que podría convertirse en una película ajena a lo real. En el momento que se apagan las luces o que amanece antes de tiempo, todo desaparece.

El amor es poesía siempre y por ello nunca hay que perder la oportunidad de amar, y también dejarse ser amado.

Sólo un poeta, un escritor que vive lo que siente y siente lo que vive, es capaz de arriesgar o mantener en su vida llamas de amor que le hagan mantenerse vivo, de una u otra manera, y que le permita seguir escribiendo mientras sus párpados continúan vibrando frente al papel.

Y es verdad, ¿sólo los poetas aman?