Mi madre se despide y me da la bendición. Siento ganas de salir corriendo tras ella pero no me atrevo, la mano del prefecto de la escuela me sostiene con fuerza. Me siento como un oso torpe de la mano de un gorila gordo. No sólo quiero salir detrás de mi mamá, quiero correr de regreso al rancho, a caminar entre el trigo de espigas color verde limón, a jugar con los perros de la abuela y ayudarla a acarrear el agua en cubetas de cedro. Pero mamá opina que es tiempo de que deje la escuela rural y vaya a la de la ciudad.

El prefecto me indica que lo siga y caminamos hasta la puerta del salón de clases. Están en medio de una lección de matemáticas. Al ver al prefecto, los alumnos interrumpen la recitación de las tablas de multiplicar y se ponen de pie. Saluda a los alumnos y con un gesto les indica que se sienten.

―Este es el nuevo estudiante que le había comentado, ahí se lo encargo —le informa a la profesora y desaparece por el pasillo. Ni siquiera se despide.

—Buenos días, maestra— mi voz temblaba tanto como yo.

Escuché el rumor de risas ahogadas.

―Dijo “maestra” el muy naco ―escucho comentar a alguien.

―Silencio, chicos. A ver, siéntate allá —la maestra señala un pupitre a medio salón, detrás de una niña de hermosa cabellera rubia y pequeños ojos azules.

La distancia para llegar al lugar me pareció enorme.

―Se dice “miss”, gordo menso ―susurra la niña de la fila de enfrente y me mete el pie.

Pierdo el equilibrio y voy a dar contra el suelo. La panza revota contra las losetas del piso. Los cuadernos y lápices que traigo en la mochila salen volando. El ruido de las carcajadas se hace incontrolable.

―¡El nuevo es naco, el nuevo es chaca, el nuevo es chaca! ―se oye el coro de voces.

―Niños, niños, silencio. ¿Pero qué les pasa? ―con trabajos y a fuerza de castigos la miss de matemáticas restablece el orden ―. Se quedan sin recreo y ni se quejen que les va peor. ¿Y tú, el nuevo, qué esperas para ocupar tu lugar?

Nuevas risas y burlas.

—Chaca, chaca, chaca…

—Cállense ya. ¿Quieren un examen sorpresa? Resuelvan la página ochenta del libro de matemáticas y cierren la boca.

Reina de nuevo el silencio.

―Tú, el nuevo, siéntate. Mariana, dale a tu compañero una hoja de block cuadrícula chica y compartan el libro de matemáticas. ¡A trabajar! ―ordena chasqueando los dedos.

No abro la boca en todo el día, no digo nada, a pesar de que de vez en cuando una bolita de papel ensalivado se me estrella en la nuca. No necesito mucho para darme cuenta de que chaca sólo puede tratarse de un apodo desagradable.

Los recreos son siempre iguales: grupos de niños correteando detrás de un balón de futbol, niñas jugando a brincar con un resorte o al salón de belleza. Nadie me invita a jugar jamás. En las filas de la tienda de la escuela, empujones. En la clase de natación siempre me esconden la gorra, las chanclas o el traje de baño. La ropa no me ayuda. Tomo decisiones. Cambio el overol de mezclilla y la camisa de cuadros por jeans y camisetas de las mismas marcas que usan mis compañeros para ver si así dejo de ser chaca. No. Imito su forma de hablar, dejo de decirle maestra a la miss. Nada. Abandono el tonito del rancho sin resultados. Voy a la peluquería a que me corten el pelo para usarlo como mis compañeros y empeoro las cosas, Ahora me veo más cachetón y parezco más gordo. Nadie quiere estar con el chaca-gordo que viene del rancho. Para ellos soy el conjunto de los peores defectos. En el laboratorio no tengo equipo, en la clase de atletismo todos gritan "¡safo!" cuando el profesor pregunta quién me quiere en su grupo. Nadie quiere estar cerca de un chaca tan prieto como yo. Ni siquiera los rechas.

Los populares del salón son los que menos me quieren y se burlan más. Los otros los imitan para lograr su aprobación. Y es que los popus son un grupo muy cerrado, de niños buenos para el deporte y niñas muy arregladas, que hablan con groserías y que parece que siempre les duele el estómago. Hablan raro, alargan las vocales y se eternizan en las “s”. Todos quieren pertenecer a ese grupo, hacen cualquier cosa para entrar a su círculo, aunque sea por un día. La mejor forma de lograrlo es molestar al recha. La verdad es que los profesores no participan de esos juegos, pero tampoco hacen nada por detenerlos. A veces creo que les tienen miedo. Lo más cerca que logro estar de los popus es en el salón de clases, mi lugar está detrás del de ellos.

Por extraño que parezca, me gusta espiar a las populares. Ver como se peinan unas a otras; como se prestan los peines y cepillos, se intercambian los moños y juegan al salón de belleza. Ver como sus melenas, tan rubias y tan largas, se convierten en trenzas francesas, en chongos, o en trenzas de pez. Se abrazan, juntan las cabezas para sacarse fotos y subirlas a Facebook y compartirlas en Instagram.

La primavera llega con una ola de calor sofocante. El olor a pies sudados después de la hora del recreo no se va a pesar de que la miss abre de par en par las puertas y ventanas del salón. Un ruido capta mi atención: uñas contra el cuero cabelludo y el tronido característico de cuando se aplasta a un insecto. Entonces me doy cuenta. Alexa, la queen de las populares se mete los dedos entre la melena y se rasca, primero discretamente y poco a poco con más fuerza. Se lleva las manos detrás de las orejas, a la nuca y a las partes calientes de la cabeza. Me parece increíble, por fin la experiencia en el rancho me pone un paso al frente. Recuerdo a los perros de la abuela, que se llevaban las patas traseras al lomo, que se revolcaban en la tierra porque no soportaban el picor de los animales. Observo con cuidado.

Entre los gajos de la trenza descubro un tubito alargado que se mueve con torpeza entre las hebras doradas del cabello. Ya está rojo, lo cual indica que está bien alimentado. En el límite con la oreja hay más de cinco y en la nuca se le forma una colonia tan apretada que parece un lunar con pelos. Al rascarse, los piojos salen huyendo al interior de la melena o saltan en busca de otro lugar para alojarse. El cepillo de Alexa y los de sus amigas están infestados de esos puntitos blancos que en el rancho les dicen liendres: huevecillos de piojos que esperan anidarse en alguna cabeza para brotar con apetito voraz y alimentarse de la sangre azul de sus distinguidas anfitrionas. Levanto la mano y digo con voz potente:

—Miss, Alexa tiene piojos, se está rasque y rasque la cabeza. —Cállate, chaca —me mira con odio pero baja la mano y la pone en la tapa del pupitre. Se nota el gran esfuerzo que hace para no seguirse rascando.

La miss se acerca. Imposible olvidar la expresión de asco. Tuerce la boca y hace las manos hacía atrás. Llama a la enfermería. El doctor de la escuela llega con una lamparita y una lupa para comenzar la auscultación.

—¡Me contagió el chaca, fue el recha!

Desde luego, fui el primero en ser inspeccionado. Salí del salón al patio de recreo. Sí. Fui el primero en ser exonerado. El médico llama a las enfermeras. Llegan con botes de talco medicado, el mismo que mi abuela les echaba a los perros del rancho que tenían pulgas y garrapatas. Usan tapabocas, gorros blancos y batas como las del laboratorio.

Desde la ventana, atestiguo las inspecciones. Me pongo de puntitas y apoyo las manos en el quicio para no perder el equilibrio. Hasta la miss es revisada. Poco a poco, algunos de los compañeros van saliendo del salón, se rascan, aunque las enfermeras les dijeron que sus cabezas están limpias.

Las del grupo de los peinados se quedan en el salón. Las enfermeras agitan sobre sus populares melenas los botes de talco medicado como si fueran saleros. El polvo flota alrededor de sus cabezas, haciéndolas toser, luego les enredan un papel transparente y autoadherible en el pelo, nuca, orejas y frente, como haciendo un envoltorio que aprisiona a tan elegantes huéspedes para no dejarlos saltar a otros lugares. Meten los cepillos y peines infectados en una bolsa de plástico y la sellan con una cinta canela. Les retiran todos los moños, ligas y adornos de pelo. Sale el médico y le informa a la miss que se va a llevar a las niñas a la enfermería para que sus padres pasen a recogerlas. El prefecto aparece en el patio y les da una tarjeta blanca a cada una de mis populares compañeras. Eso significaba que no podrían volver a la escuela en tanto no presenten un justificante médico.
Tratan de evitar el desprestigio de una epidemia de piojos en la escuela.

Escucho el rumor de risas ahogadas.

—Las populares son unas puercas —dice José Manuel, uno de los que suspiraban por ser parte del séquito popular y que siempre anda de mandadero.

—Silencio —dijo la miss rascándose la cabeza.

―Báñate, puerca ―susurró la niña que se sentaba hasta adelante y le metió el pie a Alexa.

Pierde el equilibrio y va a dar contra el suelo. Una nube de talco la envuelve. El ruido de las carcajadas se hace incontrolable.

Se aleja dejando huellas blancas a su paso y un tufo a talco medicado.