La sala de espera está llena. La gente aguarda con atención el momento de escuchar su nombre para la toma de muestra. Fui la primera en pasar y ahora estoy esperando el resultado del análisis. En cuarenta y cinco minutos me enteraré si los niveles de creatinina en la sangre bajaron o volvieron a subir. Trato de no pensar. Hoy sí me quedó una marca. Se formó un moretón circular en el antebrazo, ¿será un augurio? Tomo uno de los periódicos de la mesita. No logro concentrarme. Miro el reloj. Las manecillas siguen en el mismo lugar. La chica de bata blanca le da instrucciones al policía y encienden una televisión. Transmiten un programa matutino, por suerte no es un noticiario.

Algunos amigos son como calcetines, dice el presentador, pensamos que los hemos perdido y resulta que se quedaron escondidos en un rincón del clóset. Cuando hacemos limpieza, sentimos una gran alegría al encontrarlos. Los recuperamos, sonríe y mira directamente a la cámara. Juzgo que me está viendo a mí. Me creo en la obligación de pensar que tiene razón, que hay gente que se desaparece de nuestra cotidianidad con la facilidad con la que un par de medias se queda atrapado detrás de los cajones de la cómoda. Vuelvo la mirada al reloj y las manecillas apenas han adelantado.

El presentador se dirige al público que está en el set y los invita a contar sus historias de reencuentros. Muchas están vinculadas a las redes sociales. Mi historia sí que sorprendería al hombre sonriente. Un reencuentro me tiene en ascuas, en un laboratorio clínico con un moretón en el brazo. No todas las amistades se desenvuelven igual. La mía con Rebeca Matacordiales no es común. Fuimos mejores amigas por cuestiones del azar, nos alejamos por elección. No fui yo la que tomó esa decisión.

Creo que fue la necesidad lo que nos unió. Mis amigas de toda la vida, Esperanza y Sofía, se fueron a otra escuela. Matacordiales venía de Guamúchil a quedarse en la Ciudad de México en forma provisional mientras su padre cumplía una comisión. No conocía a nadie. El primer día, comimos juntas en el recreo y así lo hicimos hasta el último día en la escuela de monjas. Como sucede, el tiempo fue fortaleciendo los lazos y la cotidianidad fue propiciando cercanía. Sin embargo, algo se rompió al dejar la escuela. Nuestros rumbos fueron divergentes: yo entré a la universidad y ella se fue a trabajar a una tienda de muebles.

Siempre traté de incorporarla a mi grupo de amigos. De cuando en cuando la visitaba en la mueblería que casi nunca tenía clientes. Un día que la fui a ver, me pidió que no pasara porque su jefe ya le había prohibido las visitas. Dejamos de ir al cine juntas. Nuestras idas a tomar café se espaciaron y las pláticas telefónicas eran cada vez menos frecuentes. Sentía un gran dolor en el corazón al pensar en la Matacordiales, sentada detrás de un escritorio solitario, esperando a que llegara algún cliente despistado.

Todo sucedió el día que papá me regaló un coche nuevo. Le hablé para invitarla a dar una vuelta, quería que ella fuera la primera en estrenar conmigo. Pasé por ella a su casa. Subió al auto y se llenó los pulmones con el aroma a nuevo, recorrió las manos por los asientos de piel y jugó con los elevadores de los vidrios de las ventanas. Está bonito, me dijo. Tomamos rumbo al segundo piso del periférico. El tráfico se hizo tan pesado que avanzábamos a vuelta de rueda. Para compensar su silencio, yo platicaba y platicaba. Llenaba de palabras nuestro vacío. Le contaba de mis nuevos amigos, de los exámenes, de los profesores. Y, de repente me odió. ¡No te soporto más!, gritó fuera de sí. Abrió la puerta del auto, salió dando un portazo y se fue corriendo hasta perderse en el universo de coches que seguían parados delante de mí. Me quedé amarrada al volante con la boca abierta.

Pasaron muchos años sin que supera nada de Rebeca Matacordiales. Ni ella me buscó para ofrecer una disculpa ni yo la llamé. Sucedió en el tiempo en que me diagnosticaron insuficiencia renal y tomaba agua todo el día. El médico tratante decidió suspender cualquier tipo de medicamento y dejar descansar mis riñones. ¿Qué hago, doctor? Tome agua. Pero, ¿qué más hago? Nada, sólo tome mucha agua. Tenía la idea que eso era hacer muy poco para mi padecimiento. Mis primas me recomendaron un tónico maravilla que estaba de moda en el mundo de los enfermos.

El tónico era un remedio de herbolaria que, según ellas, era milagroso. Sirve para curar acné, diabetes, cirrosis y de todo. Seguro hasta saca uñas enterradas, se burló mi marido. Tómatelo, ¿qué puedes perder? Está hecho de hierbitas, si no te hace bien, mal no te va a hacer, me decían ellas muy confiadas. Hasta me regalaron el famoso tónico. Al principio, no hice caso, dejé la botella arrumbada en el rincón del clóset. Pero después de la segunda prueba de laboratorio, en la que los niveles de creatinina seguían subiendo, fui corriendo a buscar la botellita milagrosa.

Tomé el envase de plástico y empecé a leer la etiqueta de instrucciones. Tomar dos cucharadas soperas antes de cada alimento. Dudas: lmatacordiales@tónico.com El corazón me dio un vuelco, ¿sería posible? Mandé un correo identificándome y recibí una respuesta automática en la bandeja de entrada. Si quiere potenciar los efectos curativos del tónico, favor de agendar una cita. Llamé a solicitar una, la agenda estaba totalmente ocupada hasta tres meses después. Entonces, se me ocurrió pedir por ella. Me sorprendió la rapidez con la que me comunicaron. La voz no había cambiado nada, la reconocí de inmediato. ¡Amiga, soy yo!, ¿te acuerdas de mí? Milagrosamente, se abrió un espacio en su agenda y quedamos de comer al día siguiente.

Ese día, amanecí contenta pero nerviosa. Me ponía un vestido y otro, ¿pantalones o falda?, me probé todos los zapatos, dudaba hasta de la bolsa que quería llevar. Terminé con la combinación menos imaginada. Me peiné mil veces, me cambié de aretes y regresé a las perlas de toda la vida. Llegué en forma anticipada y el capitán me condujo a la mesa que siempre me asignaban. Ella ya estaba ahí. El abrazo fue incómodo, ella sentada y yo de pie. Pedí una botella de champaña para festejar el reencuentro. Le conté de mi vida actual, de los años de universidad, de mi matrimonio, de mis hijos, de mis negocios y por fin, le conté de mi padecimiento. Ella me escuchó y se ofreció a verme en su consultorio al día siguiente. Me prepararía una fórmula especial.

El consultorio estaba en una calle arbolada de la colonia Obrera, muy cerca del centro histórico de la ciudad. Las sillas eran de lámina y la secretaria era una mujer obesa con el pelo ensortijado y uñas de gel adornadas con pedrería. Me pasó de inmediato y las personas me vieron entrar con cierto rencor. Rebeca Matacordiales estaba sentada detrás de un escritorio gris de lámina. Quise abrazarla, pero ella mi indicó que me acostara en la cama de auscultación. Traté de decirle que la tarde de ayer había sido hermosa, pero ella se llevó el índice a los labios y me dio la espalda. Sacó el estetoscopio de una cómoda y empezó a escuchar pulmones y corazón primero y luego el abdomen. Con un gesto, me ordenó que me levantara y me mostro la puerta. Le dio un papel a su secretaria y volvió a su lugar acompañada de otro paciente.

Me cobraron más del triple de lo que pago con el especialista, pero el tónico estaba incluido. No llevaba suficiente dinero, quise pagar con cheque, no lo aceptó. Tuve que salir al cajero automático y entregar efectivo. Por la tarde, recibí un correo electrónico para preguntar qué tal me había caído el remedio. Traté de hablar con ella y la secretaria la disculpó, tenía mucha gente. Al día siguiente recibí su llamada, acordamos comer en un mes en el mismo restaurante, hizo hincapié en que tomara el tónico tal como decía en las instrucciones y colgó. Estaba muy ocupada. Seguí las indicaciones al pie de la letra. El mes pasó muy rápido.

Una vez más llegué puntual a la cita y ella estaba ahí. Ahora fue ella la que pidió la botella de champaña y me preguntó qué tal me sentía. Le dije que estaba muy cansada y me dolían las articulaciones. Ella sonrió. ¿Tomaste el tónico como te lo indiqué? Por supuesto que sí. Sonrió más profundamente y elevó las cejas. Se acabó de un trago la copa y me dijo suavemente: ¡no te soporto más! Se paró y antes de irse me recomendó: no dejes de ir a hacerte análisis mañana a primera hora. Me quedé amarrada a la silla, con la boca abierta.

Aquí estoy, con un moretón azul en el antebrazo. El presentador despide el programa. Las letras de los créditos empiezan a salir en la pantalla. Las manecillas del reloj han avanzado. Ya pasaron cuarenta y cinco minutos. La mujer de bata blanca sale del cubículo con varios sobres. Me entrega el resultado de los análisis, ¿se habrán elevado los niveles de creatinina en la sangre?