Aquí presentamos la experiencia de varios catalanes que trabajan en Colombia. ¿Cuáles son los choques laborales entre ambos mundos?

“Y elegí Colombia por azar, literalmente...”.

Pensó primero en Londres, en Berlín, en China, en Dubái, en Brasil, hasta que un amigo, que había viajado por Suramérica, le dijo: ¿por qué no Colombia? Sebastiá nunca se había planteado este país como un destino, nunca, pero después de unas averiguaciones sobre crecimiento económico, conflicto y posibilidades de trabajo en su campo —la arquitectura— dijo, ¡allá voy! Compró el tiquete y sus padres, aunque no fueran católicos, comenzaron a correr la voz por los Pirineos: “El niño se va para Colombia. Dios nos ampare”.

Xavi tampoco tenía a Colombia en sus planes. En el 2013 aplicó a unas becas, para ser practicante en una de las 34 oficinas, alrededor del mundo, de una organización encargada de apoyar empresas catalanas. Pero sus preferencias por Singapur, Estados Unidos, y también Londres o Dubái, fueron replicadas con una oferta en Bogotá, donde habían abierto una oficina y necesitaban alguien con experiencia. ¿Vas?

Colombia no es el país predilecto de los catalanes para emigrar. Datos del Idescat, el Instituto de Estadística de Cataluña, señalan que la mayoría opta por Francia (12,84%), Argentina (10,63%), Estados Unidos (5,93%) y México (5,78%). El país ocupa el puesto número 14 de la lista, y recibe el 2,11% de los catalanes radicados en el extranjero, según información del 2016. Es el séptimo en Latinoamérica, después de Argentina, México, Brasil, Venezuela, Ecuador y Chile. Aunque hay que decir que su atractivo ha aumentado en los últimos años. En el 2010 ocupaba el puesto 16, con un 1,40% de la emigración, y en tan solo seis años la afluencia prácticamente se ha duplicado. Hoy, en Colombia, viven 5.583 catalanes.

Al revés, la proporción es más o menos la misma. El porcentaje de colombianos que vive en Cataluña corresponde al 2,50% del total de inmigrantes en la comunidad autónoma, solo que estamos hablando de mucha más población: 25.716 personas. Ocupa el noveno lugar en el listado de países con más inmigrantes en la región, y a nivel latinoamericano solo es superado por Bolivia y Ecuador.

Por eso Xavi ya conocía a algunos colombianos y su percepción era “quizá distinta a la media en ese momento”, diferente a las referencias típicas que llegan a Europa. Y aunque investigó que la ciudad no era tropical, sino fría, y alta, y lluviosa, sí se sorprendió al ver “lo grande que era, inabarcable. Cuando llegas en el avión y ves toda esta ciudad inmensa que no te paran los ojos de verla…”. Llegó sin conocer a nadie, “con dos maletas y un poco de miedo, porque es verdad que aquí el que te aporta más miedo es un colombiano que te dice: no salgas, no uses el teléfono, no des papaya”.

Pero poco a poco se fue enfrentando a una vida diferente, “al caos ese que uno coge el bus donde quiere y lo deja donde quiere”, a que salir a tomarse unas cervezas con amigos no fuera tan sencillo ni tan usual, por la movilidad, la inseguridad y las distancias. Sí, contaba con la ventaja de llegar con un trabajo desde allá, que es la razón más usual —aparte del amor— por la cual los españoles se arriesgan a atravesar el océano, pero en su quehacer diario tenía que tratar directamente con colombianos, conocerlos, y adaptarse a su forma de ser y trabajar.

Levantó el teléfono e hizo sus primeras llamadas. Llamó, porque notó que no siempre le respondían los correos electrónicos, o se demoraban mucho. En el nuevo mundo la gente aún optaba por la palabra, por la voz. “Si es algo importante, me llamas, porque por el correo puedo no responder”. Y él llamaba: bueno, ¿recibió el correo? Y le decían: sí, sí, ahorita le respondo. Colgaba y se quedaba esperando. “Cuesta mucho adaptarse a esa realidad, que te digan: esta tarde te respondo, y no te responden esta tarde. Aquí obviamente se entiende que el tiempo es flexible. Si ahorita no es ahorita, pues hay que adaptarse. Es un tiempo indeterminado en el que te van a responder”.

¿Cómo lidiar con esa incertidumbre, con ese tiempo expansivo en el que pueden resolver creativamente cualquier situación, pero que otras veces se les escapa, como si no conocieran su rentabilidad, su valor...? Xavi, que lleva cuatro años acompañando a empresarios catalanes, ya conoce ese otro ritmo. Sabe que, por ejemplo, en las reuniones al colombiano le gusta mucho hacer una introducción, mientras que el catalán se ve ansioso por comenzar, sin cercanía ni amagos de amistad. “Pero si tú llegas a acortar ese momento, es grosería. Es como muy seco, entonces yo siempre les digo: si nos hablan de cómo nos ha ido, no importa, nos enrollamos un poquito con eso, que sean diez minutos de introducción y diez minutos de dejar al final, porque tampoco hay que cortar muy brusco. Y sobre todo el lenguaje, aquí toca ser muy educado”.

Aquella falta de precisión, que puede derivar en vicios como la impuntualidad o el incumplimiento, más que una causa es una consecuencia de algo muy propio de los colombianos: no saben decir que no. En general son incapaces de decirle abiertamente a alguien que algo no les interesa. “Te dicen: bueno, llámame mañana. No, ahora el jefe no está, y te dan largas, entonces yo ya empiezo a oler que no quieren. Me toca decirles: oiga, que si no está interesado no pasa nada. Y no, incluso así tampoco te quieren decir que no. Es algo cultural, de no querer ser grosero con la otra persona”.

Sebastiá también ha lidiado con este tipo de situaciones, y ya sabe lo que significa ‘ahorita’, ‘en un rato’, ‘esta tarde’. Y coincide en atribuir estas mañas al hecho de no saber dar una negativa, que “lo rompe todo. Si no sabes decir que no y tienes que dar una fecha, y la respuesta sincera es que no alcanzas, llega la fecha y no tienes las cosas listas”. Irónicamente, quedas mal porque en un principio no quisiste defraudar a nadie, por miedo o por respeto. Estos conceptos se tocan muy de cerca, se sobreponen, se confunden.

“Yo creo que aquí el respeto está sobredimensionado y que el trato con respeto está tan institucionalizado que aquí se insulta, pero de usted —un usted que conserva la distancia—. Hasta cierto punto es un poco doble moralista, porque tratas con respeto pero en realidad no lo tienes”. Sobre todo en las relaciones con los jefes, Sebastiá ha notado una especie de “respeto fingido”, “y si mostraras que no lo tienes de pronto hasta te iría mejor. Sí, porque dirían: mira, tiene carácter”. En cambio, le dicen: “Don no sé qué, como si te estuviera salvando la vida. Y piensas: oye, eres tú el que trabaja para él, no le debes nada. La idea es que se les debe algo, y es al contrario”.

Los españoles tienen otra historia. No conocen aquellas palabras pomposas que por siglos se han usado en Colombia para dirigirse a un superior: jefe, don, sumercé, doctor. No, no me diga así, responden. Yo soy solo Sebastiá, Xavi, Lourdes… Se llaman por su nombre y dicen lo primero que se les viene a la cabeza. “¡Que groseros son los españoles! Para mí —agrega Sebastiá— es una grosería que estés en una esquina y el carro no pare para darte el paso, ¿sabes? Para mí eso es grosero. Lo de la grosería es muy subjetivo”.

A Lourdes la llamaban así: ‘jefe’, y se le “hacía súper raro”, le “incomodaba muchísimo”. Trabajaba como administradora de un local de una cadena de cafés, y tenía varias personas a su cargo que la trataban con cierta pleitesía. Allí comenzó a notar que el escalón entre empleado y jefe era muy grande, que había una distancia muy marcada, quizá proporcional a la diferencia que veía entre clases sociales. Solo que aquel roce iba mucho más allá: era algo que se generaba entre iguales. Es decir, que quienes primero fueron empleados, una vez se convertían en jefes, reproducían aquel mismo comportamiento, imponiéndose a quienes antes habían sido sus compañeros. “Allá noté mucho esto, que tú eres empleado, y tú dices: estas condiciones no pueden ser, cómo puede ser que nos tengan haciendo esto. Y luego este, que se está quejando, lo ascienden y le hace lo mismo a los que eran sus compañeros…Y eran chicas que en su día habían entrado siendo empleadas, y trataban a las otras chicas como si fueran basura, y dices: tú estuviste ahí, ¿cómo puedes?”.

Esa cultura de trabajadores y patrones sigue viva, en las palabras, en las mujeres que atienden las cafeterías. Un pasado colonial, de hacendados, de esclavitud, que se evidencia en los detalles del día a día. Todo esto marca un país y genera un deseo de reconocimiento que casi rosa con una sensación de inferioridad. Sebastiá lo explica con la misma sinceridad que exige: “Hay una cuestión y es cultural. Aquí, a los colombianos, como vienen de una historia tan cruda, digamos, les encanta que les tengan en cuenta, y que venga un extranjero aquí, a pedirles trabajo, para un colombiano medio es sorprendente. Y solo por la sorpresa ya causa la curiosidad suficiente como para contratar. Yo estoy convencido que con mi mismo portafolio, un colombiano como yo, de la misma edad, mismas características, no hubiera encontrado trabajo tan rápido, porque yo era catalán. Sí, aquí sirve ser extranjero. Allá no. Allá es al contrario, porque al catalán, por lo general, le gusta hacer tratos con catalanes”.

Lourdes considera que si bien en ambas partes puede ser complicado para un extranjero conseguir trabajo, por el tema de papeles, una vez se tiene el permiso “es mucho más fácil para un español encontrar un empleo en Colombia que a la inversa, porque en ambos sitios hay prejuicios, pero por desgracia en Cataluña son negativos y en Colombia positivos. Tienen prejuicios con los españoles, pero positivos, que me parece un poco triste a mí, la verdad, y estoy totalmente en contra, pero sí que es verdad que mucha gente solo por ser española ya se piensa que eres más lista, o que tienes más dinero y tienes más de todo”.

Para ella, adaptarse a su nueva vida no fue fácil, porque se encontró con unas condiciones menos favorables: tener que trabajar los sábados, que la jornada fuera más larga, que las horas extras no se las pagaran, tener solo quince días de vacaciones; o que fueran los mismos trabajadores quienes tuvieran que reponer, de su bolsillo, cualquier desajuste de la caja, porque alguien entregó un billete falso, porque un cliente se fue sin pagar o por una simple confusión. Se encontró con que, en general, el núcleo de la legislación laboral eran las empresas, no el trabajador.

Solo rescata algo: las cesantías, un mecanismo que no conocía y que le pareció muy útil para incentivar el ahorro. Se trata de un dinero que aporta la empresa mensualmente y que el empleado puede disfrutar cuando termine su vinculación laboral. Aunque fueron pensadas con el fin de proteger al trabajador si perdía su empleo, la mayoría lo ve como un monto que se puede reclamar para cualquier inversión o urgencia, si es que lo tiene en cuenta. De todas formas, generalmente no llega a ser dinero suficiente para garantizar la subsistencia de una persona que dure demasiados meses desempleada.

En ese sentido, el subsidio de desempleo en España —conocido como paro— es más ventajoso, ya que el auxilio se presta durante un tiempo equivalente a la tercera parte de la duración del contrato. La diferencia está en que en Colombia se pueden reclamar las cesantías tanto si te despiden como si renuncias, mientras que en España solo se da esta ayuda a los trabajadores que perdieron su trabajo involuntariamente. Allá, donde se han dado tantos despidos masivos, este concepto tiene plena lógica, pero para un colombiano es difícil entender que sean precisamente los trabajadores despedidos —que se deduce no cumplieron con las exigencias de su empleo— quienes reciban una compensación. De todas formas, en Colombia, donde se vive del rebusque y la informalidad, muchos no llegan a disfrutar ni de las cesantías ni de la pensión porque, aunque hayan trabajado toda su vida, nunca cotizaron o no lo hicieron durante el tiempo suficiente.

Entonces, ¿cuál es esa fuerza que nos impulsa a hacer cosas, inventar negocios, levantarnos todos los días? En Colombia se le conoce con el nombre de ‘berraquera’, una especie de espíritu de lucha inspirado por la dificultad. Al principio Xavi no entendía qué significaba esta palabra, pero, cuando se le pregunta, es justamente esto lo que más rescata del país: “Yo he conocido gente de muchos países, pero los colombianos son los más emprendedores. O sea, tú puedes ver a un colombiano que lo despidieron del trabajo y al día siguiente no cae en la depresión, no sufre. Dice: yo me levanto y aunque tenga que ir a hacer el rebusque, comprar una cosa y revenderla, pero salimos adelante. Y tienen sueños, y los trabajan, y caen y vuelven a levantarse, y eso es una cosa maravillosa”.

Además asegura estar siendo testigo de un cambio social en Colombia. “Yo he notado cambios, en la mentalidad de la gente. Se han comenzado a empoderar de sus derechos y empiezan a tener un papel importante, y aquí no mandan cuatro, sino que aquí pueden mandar todos. Yo siempre digo que vuestra generación es como la generación de nuestros papás en España, los que salieron de la dictadura, que podían no tener casi estudios —de lo que más le sorprende es ese afán por estudiar, así sea demasiado costoso, así se endeuden— pero empezaron a tener buenos empleos, y tenían mejores salarios, y que empezaron a ser sociedades mucho más educadas…¡Este es un país que va para arriba!”.

Curiosamente Sebastiá utiliza la misma metáfora para describir la transformación que ha presenciado durante los últimos cinco años. Él creció influenciado por la música y los escritores de los ochenta, que salían de la dictadura en España, y pensaba que le hubiera gustado vivir en una época así, en la que pasaban cosas, en la que la gente tenía la ilusión de hacer algo nuevo y luchaba por cosas de verdad. “Dime por qué luchas y te diré lo acomodado que estás”, dice. “Y a mí me gusta eso, me gusta vivir en una sociedad que, a pesar de la impuntualidad, de la informalidad, a pesar de la corrupción, a pesar de la inseguridad, a pesar de todo esto, está luchando por cosas, para echar el país adelante. Es decir, yo veo la Colombia que me gusta. La que no me gusta no la veo. Y como no soy colombiano no tengo dolor de patria, entonces es fácil, es fácil ilusionarse con cosas aquí cuando uno viene de fuera”.