Segundo día de primavera en Madrid y jirones de nubes amenazan una inminente tormenta propia de noches tenebrosas y viejas leyendas. Año 2017. En la calle de las Infantas, frente al número 31, cerca de la plaza del Rey, en el popular y controvertido barrio de Chueca, una silueta escondida en uno de los portales se perfila entre las tenues luces que desprenden las farolas, esperando ese momento en que se cumplan las tradiciones orales que hablan de un antiguo fantasma, de túnica blanca y antorcha en mano, que se pasea entre las siete chimeneas del hoy Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

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Construido el edificio en el siglo XVI por un montero del rey Felipe II para su hija Elena, tras sus paredes se vivieron, y ocultaron, historias de amor, pero también de infidelidades y deslealtades, de traiciones y asaltos y, cómo no, de misterios aún sin desentrañar propios de la España más negra y profunda.

Allí, en ese palacio con siete chimeneas, en aquella esquina de la plaza, viviría Elena, hija de aquel montero y esposa del capitán Zapata que marchara con los tercios de Flandes para luchar y dejar su vida por el honor y la patria, entre el fango de aquellas tierras flamencas perdidas de Dios, y el desapego de una Corona ávida de conquistas imperiales pero esquiva en el trato a sus soldados.

La realidad se confunde con la ficción a partir de aquí, pero no habrían de pasar muchos días antes de que la triste Elena perdiera también su vida en la misma mansión regalo de su padre, quien sabe si henchido el pecho del dolor por la muerte de su esposo, o bien atravesado por una daga que castigara su presunta infidelidad con el aún entonces príncipe, y años después rey, Felipe II, con el que dicen, mantenía en aquella misma habitación, oscuros encuentros amorosos.

Su cadáver, hallado en la misma cama en la que yaciera su pasión, a veces no deseada, desaparecería en el más estricto de los secretos, mientras su padre era culpado de haberla matado por querer ocultar el amor prohibido o incluso un posible heredero real sin derechos legítimos.

Horrorizado por su crimen o quizás por el deshonor, también el padre encontraría su final colgado del extremo de una cuerda atada de una de las vigas de aquella misma mansión.

Dos muertes bajo un mismo techo eran alimento suficiente para comenzar a circular entre la servidumbre extrañas historias de apariciones, de ruidos, de pasos por el tejado, y de una silueta blanca de pelo largo y lacio, que recorría el palacio de lado a lado, con una antorcha en una mano, y una bolsa de monedas en la otra, la vista fija en el lejano palacio del monarca, y el golpeo en el pecho producto de la desesperación.

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Se oyen pasos en la calle de las Infantas. Tacones ligeros que parecen acelerarse ante el primer trueno que se oye en la lejanía. La silueta da un paso atrás en el portal para ocultarse aún más en las sombra y, en silencio, continúa pensando en la triste historia de aquella gran casa que tiene delante…

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La mansión habría de pasar en los siglos siguientes por las manos de diferentes señores mientras a su alrededor la gran ciudad crecía. Generación tras generación aquella historia se fue apagando. Del mismo modo que el pánico y las malas lenguas propias de toda época habían servido para propagar la leyendas, el tiempo había hecho lo propio para irlas diluyendo.

Hasta que ya en pleno siglo XIX, siendo el inmueble propiedad del Banco de Castilla, se aprestaron para realizar unas obras de reforma. Un buen día, tras los muros del sótano, los operarios encontraron un cadáver. Era de una mujer, y junto a él, unas monedas de tiempos de Felipe II.

De nuevo los rumores, de nuevo los miedos, y de nuevo las apariciones. Era aquella mujer. Elena Zapata. Al fin se había encontrado el cadáver perdido y de nuevo el horror de su historia resurgió de las cenizas del olvido.

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Las 12 de la noche. El extraño personaje se mira el reloj y lentamente agita la cabeza en señal de decepción. Un día más, un año más, 2017. Nada. Viejos locos. Misterios de la Historia sin resolver. O quizás historias ciertas adulteradas por terrores locales.

23 de marzo, al fin. Otro día señalado en la historia de aquella mansión. Un día importante, además, en la Historia de España…

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Corría el año 1766. Siendo rey de España Carlos III, el pueblo vivía en una acuciante situación económica. La subida de los precios de los alimentos básicos, pan, aceite y carne seca, eran el perfecto caldo de cultivo para una revuelta popular. La pobreza y el hambre hacían mella en las clases más bajas, descontenta por el Gobierno nacional.

Mientras España en general vivía situación tan precaria, en Europa arraigaban las nuevas ideas de modernidad e Ilustración que llevarían a Francia hacia una Revolución popular. Frente a esas ideas se postulaban las ideas seglares de los jesuitas, una comunidad religiosa que muchos años atrás no solo había atesorado poder, sino riquezas y que veía como poco a poco desaparecían sus privilegios en países como Portugal, de donde fueron expulsados en el año 1759 o Francia (1762).

Era el marqués de Esquilache uno de sus más enconados enemigos, ministro de la Corona y propulsor de una serie de medidas que pretendían modernizar la villa de Madrid. A él se le podrían atribuir buena parte de la creación de fosas sépticas para desagües urbanos, de parques y jardines y de la pavimentación de muchas de las calles de Madrid. Pero también a él se le podría adjudicar la desatinada elección de emitir un bando con el que se pretendía prohibir el uso de capas largas y sombreros de ala ancha (lo que popularmente se conocían como “chambergos”).

Hasta ahí habríamos de llegar. Podemos pasar hambre, podemos vernos en la ruina, pero decirnos como hemos de vestir, nunca. Así ha sido siempre el orgullo patrio. Capaz de soportar las más íntimas penurias y corruptelas, pero rebeldes para luchar por causas mucho menos importantes.

No importaba las razones de seguridad que se aducían (lo cierto es que aquellas capas permitían ocultar fácilmente armas bajo ellas, y que los sombreros de ala ancha permitía ocultar con facilidad las identidades). Sin embargo, el mencionado caldo de cultivo convirtió este bando en el último ingrediente que se necesitaba para la revuelta final.

Cientos de personas se lanzaron a la calle. Esquilache era el enemigo del pueblo. Él, que había dictado el bando, era el culpable de todas las malas gestiones del Gobierno. Los pequeños tumultos se habían venido produciendo en los días anteriores pero fue el día 23 de marzo cuando estalló el verdadero Motín. Desde la calle Atocha se dirigieron a la Plaza Mayor destrozando cuanto encontraban a su paso y de allí marcharon hasta la plaza del Rey, a la Casa de las Siete Chimeneas, la misma que ciento y pico años antes viviera los horrores relatados y que ahora era residencia del Marqués de Esquilache. Asaltaron la vivienda y mataron al sirviente, pero el gran enemigo había escapado hacia el Palacio Real. Una muerte más tras aquellas paredes.

Se quemaron retratos de él y un día después toda aquella turba se congregó frente a las puertas del Palacio del Rey. De entre la multitud alzó la voz un monje franciscano y como representante de aquel pueblo enfervorecido fue recibido por el rey a quien leyó las peticiones populares, en resumidas cuentas, “fuera Esquilache, fuera la guardia valona y que baje el pan” so pena de hacer “arder Madrid”.

En el balcón de Palacio, frente a la Puerta de Armería y con toda la población por testigo, el rey asintió en aprobar las propuestas. Aun hubo un día más de revueltas provocadas por la marcha del rey a su palacio en Aranjuez, pero su regreso y sobre todo su bando en el que anunciaba el “fallecimiento político” del “monstruo Esquilache”, acabó definitivamente con aquella revuelta madrileña a la que la Historia apodó como el “motín de Esquilache”.

Pocos días después el ministro italiano partió al destierro, y de la guardia valona poco más se llegó a saber.

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La fría noche de marzo de 2017 se ha tornado en noche de fuerte tormenta. Hora de volver. Un día más gastado en la vana obsesión de verla. Ni el fantasma de Elena ha aparecido ni en el edificio hay recuerdo a aquel odiado ministro italiano.

En pocas horas se abrirán las puertas del ministerio y decenas de funcionarios comenzarán su “ardua” tarea diaria, a buen seguro sin saber qué truculentas historias vivió el edificio. Triste y solitario, como siempre, la figura dirige sus pasos decepcionados por la calle del Barquillo hacia Atocha.

Los turistas seguirán visitando la Puerta de Alcalá, piensa, el Palacio de Oriente o la Plaza Mayor, pasearán por la Gran Vía o verán las obras de pintores ilustres en el Museo del Prado, pero pocos se aventurarán a las puertas de un edificio con tanta Historia. Mientras tanto, él seguirá viéndolo día tras día, oculto entre las sombras.

Cuenta Madrid con una “ruta de misterio” siguiendo los pasos de ciudades con más tradición en estas lides como Edimburgo o Londres. Y en esa ruta, sin duda, este Ministerio, la antigua Casa de las Siete Chimeneas, sí que tiene un lugar privilegiado.