Al anochecer, cuando el sol oculta entre las montañas y el crepúsculo es un festín de sonoridades, el lobo sale de su cueva, cruza a toda velocidad por entre los árboles del bosque, se acerca al lago, alza la cabeza y se detiene. Recula un poco y comienza el triple juego: un aullido, un olfateo y un gruñido. La punta de plata del hocico se frunce y los músculos del lomo se tensan.

Lo ha visto.

Fija con dureza la mirada de color ámbar en el pescador que rellena la cantimplora. Las reminiscencias del reino animal pintadas en su instinto brotan, el sonido del cerdo, el cálculo del tigre y un ladrido espasmódico que recuerda más la carcajada nocturna de su prima la hiena que de su hermano el perro.

No. No es lo que dicen. Ni apasionado necrófilo, ni adversario cobarde. Es cazador. Es carnívoro. Prefiere la carne fresca, pero ha tenido que competir con las aves carroñeras. Ha sido difícil. Se ganó el repudio de los ganaderos. Ataca burros, becerros, caballos, vacas. Ellos le quitaron su alimento principal. Ya no hay ciervos. Se conforma con roedores. Tampoco hay muchos. Se los han acabado.

Oculto detrás de los carrizales, lo observa con atención. Está quieto. Parece estar digiriendo mentalmente un manjar. Los hilos de baba manchan el terreno pedregoso. La orejas, en pico y cortas se yerguen. La glándula odorífica de la cola que aumenta la fineza de su olfato apunta en dirección al lago. Imagina que el manjar palpita entre sus garras, entre los colmillos y se adentra en la garganta. Prepara la actividad intestinal por la que aquél, que aún no se ha percatado de su presencia, formará parte de su esencia. No de forma íntegra: a pedazos.

Un gruñido que no sale de sus fauces suena potente. Viene de sus entrañas. Las costillas sobresalen entre la piel tan delgada. Entre los recuerdos brotan imágenes: la crin hirsuta, las coces, los ojos abiertos y los dientes que tiraban de mordidas en un intento desesperado por defender la vida. El hilo de sangre que recorrió el cuello en señal de que dientes y colmillos fueron efectivos. La quietud absoluta y la blandura de su carne. El festín para la manada. Las ávidas quijadas, la voracidad del diente, que dieron cuenta del botín sangriento. Otros tiempos. Juventud y potencia que hoy faltan. Más gruñidos, más retortijones. Sin duda, otros tiempos. Hoy está solo y el recuerdo del banquete no llena el hueco ni alivia la necesidad.

¿Cuántas veces le ha implorado a la luna por un bocado? Ladridos de súplica que los luceros jamás han escuchado.

Duele. Cabeza. Estómago. Corazón.

El olor está por todas partes. Lo envuelve desde la nariz hasta la punta de la cola. Casi puede imaginar el sabor: como a caballo joven o a vaca gorda. Ojalá, no importa. Hasta el de rata muerta le da gusto.

El pescador, de espaldas, rellena su cantimplora. Se concentra en el espejo de agua que refleja cientos de estrellas y a dos que tres urracas que sobrevuelan el lago de regreso a su nido. No hay luna. El aceite del quinqué se agota, se extingue. Los ojos color ámbar están habituados a la poca luz.

Se alborota el hueco que late en el estómago del lobo. No hay mucha fuerza y sale en su ayuda el instinto. Busca en su cuerpo la fortaleza que huyó por la falta de alimento. Reaparece la fiera, recobra sus instintos, las garras erizadas, los rencores se le dibujan en la cola. En un instante, calcula y entiende. Le falta su pareja. Ella mordía el perineo. Él le hincaba el diente a la yugular. Así era más fácil. No resistió. Se le fue la vida como se le está yendo a él.

Abajo, encuclillado, el pescador comienza a habituarse a la oscuridad. Respira hondo y se llena los pulmones con los aromas de las hierbas y de la tierra del bosque. Se deja invadir por las melodías de los grillos y las chicharras y de tantos más que se fueron añadiendo y que no pudo identificar. No distingue el ruido del aire que entra y sale del hocico. No percibe la mirada.

El lobo se asoma. Retrocede. Regresa la garra, se lanza de un brinco y a gran velocidad avanza sobre su presa. Cruza la frontera.

El pescador termina de rellenar su cantimplora y escucha un murmullo. Todo es calma, gorjeo de los pastizales que se mueven con el viento. Sin embargo, sabe. No es ni el canto del grillo, ni el choque del agua que pega contra su bota. No es la hierba, ni el vuelo de las aves nocturnas. Es un silbido, el aire electrizado. Ojos que brillan. Un ruido. La piel de la nuca se tensa. Restriega las patas traseras. Araña el suelo. Un salto. Le cae encima.

Dos vidas que penden de un hilo. Dos miradas se encuentran. No hay tiempo. De rodillas uno. Tembloroso el otro. Gruñidos. Un grito.

Silencio.

Huellas de cuatro dedos y sus uñas, parecen de un perro grande, pero más anchas. Las impresiones de las almohadillas digitales más alargadas y separadas. Pisadas, huellas de zapatos de hule. Hendiduras en el terreno de lago que estuvo pegado a la vida. Gotas de agua derramada sobre el terreno pedregoso. Gotas espesas a la orilla del lago. Manchas. La cantimplora flota en la superficie.