El fútbol es un fenómeno de masas que genera pasión, en muchas ocasiones incontrolada. Esto no es ningún secreto, como tampoco se pretende en esta pequeña reflexión intentar buscar un sentido a ese componente irracional que, en mayor o menor medida, genera el deporte Rey en nuestra sociedad. Para encontrar porqués necesitaríamos varios artículos y muchas jornadas de reflexión. Sin embargo, me gustaría compartir con todos un aspecto concreto y generalizado que se repite en casi todos los aficionados al fútbol, sean del equipo que sean, y que siempre ha provocado un interés especial en los no aficionados (o incluso los que aborrecen el fútbol) por su radicalidad, muy concreta y focalizada en algunos aspectos de la rivalidad dentro del deporte. Hablamos de los llamados ‘antis’.

No toda persona a la que le gusta el fútbol es un ‘anti’, pero casi todo aficionado que es de un equipo determinado tiene dentro de sus carnes un mínimo principio de este ‘virus’, si es que se le puede llamar así. Desde luego, para aquellos a los que no les gusta el fútbol o no entienden lo que provoca en las masas lo será seguro, y sin embargo los futboleros lo considerarán lo más normal del mundo. El caso es que, de un tiempo a esta parte (y aquí vuelvo a rozar un tema que, insisto, nos depararía líneas y líneas de reflexión profunda), la sociedad actual, sobre todo en la parte que se refiere a los jóvenes, ha creado seres tremendamente competitivos, en algunas ocasiones intolerantes, y que necesitan encontrar ciertos aspectos semi violentos arraigados en el mismo sistema para dar salida a esos sentimientos e inquietudes que proceden de nuestra parte más animal. Del célebre “en el fútbol se grita y se insulta para liberar las tensiones del trabajo y los problemas personales” nos llega esta versión mejorada de los ‘antis’, que en un comportamiento muy característico llegan a disfrutar más con la derrota de un rival que con las victorias de su equipo.

Hace un par de fines de semana me encontraba en Barcelona con motivo del concierto que Bruce Springsteen dio en el estadio del Camp Nou (absolutamente brutal, pero eso da para otro post). El destino futbolístico quiso que, precisamente ese día y solo horas antes del evento, el Barça se jugara la Liga en su última jornada con el Real Madrid. Para aquellos que hayan vivido bajo tierra en el último mes, a los culés les bastaba con ganar al Granada a domicilio para levantar el título. Y lo lograron. Ganaron por 0-3, con una demostración de superioridad manifiesta. Justo al marcar el tercer y definitivo tanto, el que sentenciaba el campeonato a falta de muy pocos minutos para que acabase el partido, en un bar cercano al Camp Nou en el que me encontraba, un seguidor del Barça exclamó nada más gritar gol, “ya está, ahora que el Madrid pierda la Champions y temporada arreglada”.

La frase no me sorprendió lo más mínimo. Llevo toda la vida entre esta gente y sé perfectamente cómo piensan. Pero en ese momento recordé lo que una persona sin gusto alguno por el fútbol me dijo al verme celebrar un gol que le habían marcado al eterno rival de mi equipo: “¿Os dais cuenta de lo estúpido de vuestro comportamiento?”. Me resulta muy interesante intentar razonar los motivos por los cuales un aficionado desea tanto o más que pierda el enemigo que el beneficio de su propio equipo. Pero es que, además, esa frase concreta lleva de forma intrínseca una vuelta de tuerca al concepto: “temporada arreglada”.

Afirmar tal cosa cuando tu equipo está ganando la Liga supone dar por hecho que si el eterno rival, en este caso el Real Madrid, logra ganar la Champions League, que se juega con el Atlético de Madrid el próximo día 28 de mayo en San Siro, es como si el título cuya consecución estaba presenciando este hincha en ese momento no sirviese para nada. La Copa podría ir a la basura.

Sin embargo, ¿acaso anula la Champions League, la gane quien la gane, este nuevo título de Liga para el Barça? En absoluto. No lo elimina, pero la sensación que queda en el aficionado es prácticamente esa. Y el motivo principal es la jerarquía, el diferente valor de cada competición. La Champions League corona al mejor equipo de toda Europa, mientras que la Liga elige al conjunto más regular de España (que no el ‘campeón de España’, título honorífico que nombra al campeón de la Copa de SM el Rey). Por tanto, parece de lógica aplastante pensar que, a igualdad de trofeos, si el Real Madrid acaba la temporada con la Copa de Europa y el Barça con la Liga, salen ganando los merengues. Incluso con el equipo azulgrana conquistando la Copa y haciendo doblete, puesto que el concepto Continental siempre gana al nacional, y además la Champions es una competición particularmente prestigiosa por una compleja serie de motivos históricos y económicos ligados al fútbol.

No obstante, a esta persona de la que os hablo cuyo recuerdo ha motivado este post no le valdría esta explicación. Su lógica como figura imparcial y no limitada por los parámetros del forofismo le impone que si un equipo del que eres aficionado ha ganado un torneo, lo lógico es alegrarte por ello y celebrarlo independientemente de lo que hagan los demás en el resto de competiciones. Disfruta de lo tuyo y no pienses en lo de otros, o al menos celebra cada cosa en su justa medida. La verdad es que he de reconocer que es un pensamiento muy razonable. Pero al ‘anti’ no le sirve. Porque el ‘anti’ no solo es un aficionado de un equipo. Como su propio nombre le identifica, al mismo nivel de amor por unos colores está el de odio por otros.

Y es que para los ‘antis’, el fútbol está concebido como una ecuación. Todo lo que sucede en una variable tiene su repercusión en la contraria, así que el equipo al que se odia es exactamente la parte inversa de una misma moneda, el antagonista de esta historia. De este modo, para estos seres futbolísticos como mi ‘amigo’ el del bar del que os hablo, el Real Madrid no podría existir sin el Barça ni viceversa. Y dado que los dos clubes se enfrentan en todos los frentes posibles, desde el césped en cualquier competición hasta por los mismos fichajes en los despachos, todo lo que gane uno es inversamente proporcional en la otra parte: el otro lo ha perdido. Son los dos extremos de un todo, el Yin y el Yang, que en su propia definición “describe las dos fuerzas fundamentales opuestas y complementarias, que se encuentran en todas las cosas”.

¿Por qué llegar a este nivel de fanatismo? Los factores son muchos, pero de alguna manera todos tienen que ver con encontrar un enemigo con quien motivarse en la sociedad de hoy en día. Una meta que alcanzar en pos de vencer a un rival, dentro de este concepto de competitividad del que tanto hablamos. Y lo curioso es que este concepto, que puede parecer totalmente contrario a los valores del deporte más tradicional y amateur, ha conseguido arraigar de tal forma en la élite que ha mejorado las prestaciones, en este caso, del fútbol. Es innegable que Barça y Real Madrid se retroalimentan, y que si logran superarse a sí mismos es porque se encuentran a la hora de intentar alcanzar nuevas metas que ‘tumben’ al rival. Si los culés ganan la Champions un año, los blancos quieren hacerlo al siguiente. Los rankings de títulos ganados, de Balones de Oro conseguidos por sus futbolistas, de posesión, de goles, de ocasiones… todo se mide y se compara y si uno de los dos no existiera, el otro perdería la razón por la cual sigue siendo ambicioso. Así como de forma individual hay rivalidades que trascienden al deporte y se convierten en fenómenos admirables (Nadal y Federer, por ejemplo, en tenis), el fútbol ha conseguido elevar esto a los planos grupal e individual.

El único punto negro de este fenómeno tiene que ver con la inclusión en el mismo de consignas e ideales políticos y sociales. Asociar un club a una clase determinada o a un movimiento patriótico o independentista. Las propias entidades participan de esta modalidad de juego, pervirtiendo el deporte todavía más de lo que ya está. Y consiguen enfrentar a las hinchadas de una forma mucho más virulenta, desencadenando altercados dialécticos e incluso físicos que han provocado desgracias puntualmente graves. He aquí el límite del fanatismo, cuyo control es tan complicado de determinar por parte de todos los actores de la función deportiva, desde directivos hasta aficionados, pasando por jugadores, periodistas y hasta políticos. Resulta tan doloroso como paradójico reconocer que, del mismo modo que uno llega a disfrutar a este nivel tan enorme de rivalidad, avergüenza observar cómo no son pocos los que realmente aprovechan el concepto para pasarse de la raya y meter a todos en el mismo saco de la violencia, causando un tímido pero bochornoso rechazo de parte de ese pequeño reducto social al que ni le gusta ni le interesa el deporte.