Solo pasaba en las mentes más imaginativas de los jóvenes de mi generación que desde el año 1996 no habían vivido nada más que sinsabores extremos, temporadas interminables sin objetivos de ningún tipo, centenares de jugadores que desfilaban con más pena que gloria al llegar a la ribera de nuestro río y despiadadas e incesantes burlas de aquellos insufribles y arrogantes vecinos con los que estaban obligados a convivir.

Pero la llegada de Simeone trajo dignidad y sobre todo carácter ganador. Poco a poco el Atlético de Madrid se fue transformando en un equipo muy serio hasta convertirse en temible para aquellos que reinaban en España y en Europa. Primero se conquistó la Copa del Rey al Real Madrid en su propio estadio. A la temporada siguiente se hizo de manera inesperada con el título de Liga en el otro campo más difícil del país, el Camp Nou. Además, en verano lanzó un mensaje al eterno rival arrebatándole la Supercopa de España y dejando claro que ya no solo había un equipo madrileño al que tener en cuenta y que se pasearía a sus anchas. Además de dotar a los rojiblancos de una enorme capacidad competitiva para cada uno de sus partidos, Simeone logró invertir una nefasta tendencia que llevaban sufriendo ante sus vecinos. Antes de la final de Copa en 2013, los colchoneros habían sido incapaces de vencer durante 25 derbis seguidos. A partir de entonces se han disputado 17 duelos entre indios y vikingos con un saldo de 7 victorias de los primeros y 6 empates. De las cuatro victorias blancas, dos se corresponden con la eliminatoria de Copa del Rey de 2014. El resto se tienen que ver con los enfrentamientos europeos entre ambos.

Y es que cuando se trata de la Champions League, la propensión de los últimos años se esfuma. Primero la final de Lisboa, después los Cuartos de Final y el pasado sábado nuevamente en la Final de Milán. Cabe destacar que estas derrotas de los del ‘Cholo’ se produjeron en la prórroga tras un empate en el descuento del tiempo reglamentario, en el minuto 88 cuando Chicharito dio el pase a los suyos a la semifinal y ayer en la tanda de penaltis.

Ni el más optimista aficionado rojiblanco habría vaticinado hace menos de un lustro que su se consolidaría entre los mejores del continente y que alcanzaría la final de la Champions dos veces en tres temporadas. Pero mucho más inimaginable es que en esas dos finales se dieran cita contra su antagonista por antonomasia. Ni aquellos más dados a la ciencia ficción lo esperaban. Esto solo existía en las videoconsolas y en los juegos más quiméricos pergeñados por los intelectos de grandes y pequeños colchoneros.

Tras la sangre helada que produjo el gol de Ramos en el famoso minuto 93 y el posterior descalabro en los últimos diez minutos de la prórroga, los aficionados atléticos tenían ayer ante sí una nueva e ilusionante velada. Se habían ganado la revancha después de haber eliminado a dos de los favoritos ante un Madrid que se presentaba en la final casi por inercia.

Y es que esta vez llegaban enteros, sin las bajas que acusaron en Lisboa, y la esperanza era total. El partido comenzó muy mal, con los jugadores muy nerviosos y con un gol, ilegal, de Ramos (otra vez) para confirmar los peores presagios, dado el decepcionante inicio. Pero nada más ponerse por delante, Zidane ordenó a su equipo replegarse y el Atlético se fue haciendo dueño del partido y tranquilizándose con el balón en los pies. El miedo que se tenían el uno al otro no permitió ver jugadas destacables u ocasiones claras. Pero el Atleti había acabado mejor la primera parte y esas sensaciones se confirmaron nada más volver de los vestuarios. Penalti claro de Pepe a Torres y Griezmann que se volvía a hacer pequeño delante de Keylor, como ya sucedió en el Calderón en Liga. Esta vez el francés optó por poner el balón en un sitio inalcanzable para el costarricense, pero la diosa fortuna que suele acompañar al Madrid en momentos de esta entidad se vistió de travesaño para dotar de épica a la final. Lejos de hundirse, el Atleti jugó sus mejores minutos con un inmenso Carrasco que volvió loca a toda la defensa madridista y más cuando Danilo tuvo que relevar al lesionado Carvajal. La figura de Gabi se agigantó y el capitán era decisivo atrás y clarividente con el esférico. El plan de Zidane era conceder la posesión a su rival y esperar atrás porque sabe que de esta manera les cuesta generar verdadero peligro y para crear el escenario idóneo para pillar una contra y echar el cerrojo al partido. Pero se le fue de las manos. El Atleti no soltaba la pelota y al Madrid le duraba muy poco cuando intentaba algo. Esta dinámica se dio hasta el minuto 70, cuando los merengues engancharon tres transiciones seguidas generando dos claras ocasiones de gol. Pero este Atleti nunca se rinde y cuando peor parecía que pintaba la cosa llegó el tanto de Carrasco. El remate del belga representó la rabia contenida de todos los hinchas que veían cómo otra vez se quedaban a las puertas de la gloria. Con las tablas reestablecidas ambos conjuntos apostaron por la cautela extrema y el Atlético se postulaba como contendiente de mayor fortaleza para afrontar el tiempo extra.

La tensión de la final pasó factura a los dos técnicos, que se equivocaron en la elección de los cambios. Zidane por exceso y Simeone por defecto. El galo por hacerlos demasiado pronto (en el 78’ los agotó) y el argentino por no dar refresco a los suyos hasta muy tarde. Además el partido estaba echando a empujones a Fernando Torres y pidiendo a gritos la entrada de Correa. ‘El Niño’ se vio superado por las circunstancias y más allá de su desesperante desacierto tampoco demostró garra ni orgullo. Con un Madrid roto y desconcertado, la entrada del habilidoso y pequeño jugador podría haber sido clave. Pero Simeone no fue a por un rival herido casi de muerte y al equipo le pudo el vértigo. Prefirieron conformarse con la sucesión de penas máximas y fueron los ya 11 veces campeones quienes dispusieron de más acercamientos durante los últimos minutos.

Lo demás ya es historia. Otro palo desangró los corazones rojiblancos, esta vez sin vuelta atrás. La crueldad ha ido en aumento contra un equipo que parece no estar invitado a las grandes galas con glamour y estar condenado a observar con lágrimas en los ojos cómo su más detestado adversario se regodea en su opulencia y justifica su fanfarronería. El guion de película americana en el que siempre ganan los buenos se torna opuesto en el caso del Atlético de Madrid. Sea mejor, como ayer, o peor está claro que siempre ganan los malo en el particular cuento de hadas que viven hasta que en el último instante todo desaparece para despertar en la peor de las tragedias. Los héroes de la afición lo volvieron a dar todo y alcanzaron cotas muy por encima de las exigidas pero solo pudieron rozar con las uñas la mayor gesta en la historia de un club cuya hinchada nunca abandona y nunca se rinde.

Es cierto que ninguno de los dos hizo un partido primoroso y que las defensas y la prudencia se impusieron. Las ocasiones más claras fueron para el Madrid cuando el Atleti estaba volcado. El resto de peligro vino a balón parado, paradójicamente una de las mejores artes que dominan los de Simeone. Pero todo aquel que siguiera de manera íntegra el partido convendrá en que el Atlético fue superior en el cómputo general. El Madrid jugó como el Atleti y el Atleti demostró personalidad para dominar a su rival hasta ponerlo contra las cuerdas. Pero los detalles en este tipo de encuentros son decisivos. Detalles que mucho tienen que ver con la suerte y con el acierto y desacierto de los protagonistas. Los dos palos desde los 11 metros constituyen el mayor palo en la historia de un equipo que seguro volverá a intentar conquistar su primera Liga de Campeones. Con coraje y corazón. Porque de otra manera no sabe ni sabrá jamás.