Todo deportista tiene al menos un día de gloria. Esa imagen que te queda grabada en la retina y que provoca una sonrisa cada vez que te acuerdas. No importa los años que pasen, los recuerdos en el deporte quedan memorizados y producen una gran satisfacción cuando uno bucea de nuevo entre ellos.

Esta es mi historia. Nací rodeada de amantes del deporte, que me inyectaron rápidamente el amor hacia él. Mi padre era jugador de baloncesto del Valencia, y en 1985 cuando yo nací, lo dejó para poder cuidar a una bebé morena de rizos poco comedora. Un año más tarde el Valencia conseguiría entrar en la ACB gracias al empuje económico de Juan Roig.

Pues bien, casi 32 años más tarde, sigue quedando con sus compañeros de equipo para cenar y lanzar unas canastas. Este es uno de tantos valores que destacan en el deporte. La unión y los vínculos que se crean son difíciles que desaparezcan. El compromiso, el compañerismo, la planificación de una rutina que te enseña el deporte, son valores que te sirven ya de por vida, incluso cuando uno tiene que decir adiós a la competición.

Mis inicios con el baloncesto

Comencé desde muy pequeña a jugar al baloncesto. Mi padre, que entrenaba en mi colegio, pronto me apuntó con compañeras de tres y cuatro años mayores que yo. Y lo más curioso: como era la benjamina, me puso a jugar de base y escolta, pese a mi 1,75 de ahora.

Una de las anécdotas que mi padre (que bien sufría en el banquillo) sigue recordándome, es que en un partido que íbamos empatadas ante un rival directo, metí la canasta a tres segundos del final. Ese fue para él mi minuto de gloria. Pero cada uno tiene percepciones distintas y yo guardo mi propio momento glorioso, que plasmaré a continuación.

Tras muchos años de partidos en diferentes equipos, escuelas y canchas de gravilla y parqué, decidí cambiar la canasta por la portería. No antes sin pasar, con mucho esfuerzo, por el karate, taekwondo, natación, atletismo y triatlón. Compitiendo y ganando medallas y copas que años más tarde mi madre tiraría por falta de espacio.

Minuto de gloria

Mi minuto de gloria llegó una mañana soleada. Jugábamos fuera de casa, en un pueblo a los alrededores de Valencia. Como siempre llegamos todos juntos en diferentes coches al campo rival, que estaba en muy buenas condiciones, con un césped artificial que daba gusto jugar. Los familiares de mis compañeras se acomodaron en la banda con sus cámaras, para capturar un partido más de su equipo favorito, el Parreta CF.

Íbamos empatadas, cuando a pocos minutos del final me vino un balón de un rechace de la portera, y sin pensármelo chuté de volea sin dejar que cayera al suelo, con la gran fortuna que se metió por la escuadra. Empecé a correr por el campo con toda la adrenalina. Mis compañeras vinieron corriendo a abrazarme y celebrar aquel golazo. Qué recuerdos... Aquel triunfo fue muy especial. Y después, como solíamos hacer, nos sentamos todos juntos a almorzar un bocadillo, felices, saboreando la victoria.

Echo de menos aquellos fines de semana. Esa sensación de pertenecer a un equipo, una segunda familia donde se comparten los mismos gustos. El pre y el post partido. Los entrenamientos de lunes, miércoles y viernes. Fueron cinco años jugando de interior derecho, luchando por mantener la titularidad. Tuve mis bajones físicos como todo deportista, pero siempre traté de darlo todo en los partidos.

Adiós a la competición

Todos pensamos que el cuerpo resistirá siempre. Pero antes de lo previsto, llegó el día de la retirada. Tuve que dejarlo al sufrir una lesión de menisco. Mis rodillas no soportaban ya el ritmo de entrenar y pese a que el dolor era más intenso en el alma que en mi cuerpo, tuve que decir adiós al equipo, a mis amigas y compañeras, y a mi entrenador.

Pero mi vínculo con el deporte es irrompible y seguiré unida a él, haciendo natación y juntándome con amigos para saciar el apetito de la competición. Esa plenitud que provoca el deporte, esas risas y sensación cuando anotas canasta, marcas en portería o alcanzas la meta antes que nadie. Compartirlo con los tuyos en el equipo, con tu abuela en la banda o tu abuelo en la meta, es lo más increíble que existe.