Ayer, al salir de casa, como todos los días, pasé a controlar el correo. El buzón de la casa está colocado sobre un poste de madera que alcanza la altura de mi pecho y que da hacia la calle. Abrí el buzón y descubrí que el fondo estaba lleno de huevos de hormigas. Blancos, casi transparentes, en un montón de miles de huevos. Un ejército de hormigas subía y bajaba por la parte posterior del poste. Para ver mejor, entré nuevamente a la casa para buscar mi lupa y allí me quedé, observando las hormigas, siguiendo sus movimientos y su trabajo de colonia.

Un espectáculo extraordinario. Cada hormiga transportaba un huevo de casi sus mismas dimensiones por una distancia de varios metros, subiendo y bajando una altura que para nosotros, en sus dimensiones, sería de cientos de metros. Uno de los vecinos, saludándome, se acercó para ver lo que estaba haciendo. Una persona de unos 67 años, ya jubilaba, y entre los dos comenzamos a explicarnos el motivo del traslado.

Los tres días anteriores había llovido fuertemente y las hormigas habían decidido poner los huevos a salvo del agua y la humedad y para encontrar un lugar adecuado, mandaron en misión, cientos de exploradores hasta que encontraron el lugar apropiado, comunicando mediante un intercambio de saliva y trazas químicas la ubicación exacta del buzón.

Mientras más hormigas llegaban al buzón, más fuerte y precisa se hacia la huella, hasta que el movimiento de un lugar a otro se convirtió en una rutina. Hoy día, volviendo a casa, encontré al vecino observando las hormigas y, cuando me vio, se acercó para decirme que en ese momento estaban abandonando el buzón.

Habían decidido que el riego de lluvia había sido superado y que podían volver con todos los huevos al hormiguero, que estaba bajo la tierra, a unos pocos pasos del buzón. Desconozco el método que han usando para establecer que podían abandonar su refugio provisional. Pero estoy seguro que fue la decisión justa, si no la vida misma de la colonia hubiera sido puesta en peligro y las hormigas, mejor que cualquier ser viviente, saben cómo ayudarse mutuamente para sobrevivir.

Como especie, poseen una inteligencia social superior y un altruismo que hace de sus comunidades una unidad cohesiva y capaz de actual sin hesitaciones, con precisión, evitando conflictos y conservando íntegramente la estructura y jerarquía social. Observándolas por horas y hablando con el vecino sobre las vicisitudes de las hormigas, llegamos a la conclusión que podríamos aprender tanto de ellas, entre otras cosas, de cómo reducir el precio social del egoísmo y la individualidad exagerada que caracteriza a las seres humanos en las sociedades modernas. El costo del consenso y la posibilidad de actuar colectivamente en nuestras sociedades es altísimo. Por otro lado, las imposiciones del grupo no deberían negar la individualidad. Pero en esto veo dos problemas. El primero es el costo altísimo de las llamadas “democracias” y todas sus ineficiencias y el segundo, el mito de la individualidad. Muchas veces, la inversión que hacemos para diferenciarnos no es justificada por los escasos beneficios que estos nos reportan, especialmente si consideramos el costo social de la suma de todas las dificultades que crea el mito de nuestra “individualidad”.

No digo que tenemos que transformarnos y actuar socialmente como hormigas, no sería el caso. Digo solamente que tenemos que aprender a calcular el costo exagerado de nuestra individualidad y pensar en formas de relaciones sociales que equilibren la individualidad con la comunidad y la comunidad con la individualidad.