Piquete a la cacerola

Un eslogan de luchas pasadas reza: “la unión hace a la fuerza”. En un momento histórico, el sindicalismo, tanto como las gestas populares en busca de una mejora en sus condiciones de vida se sostuvieron en esa imagen de la unidad. El recorrido ya prefigurado en la idea no iba a alcanzar gran expansión ni tenía posibilidades de ampliarse (pues no era genéticamente amplio). La forma del planteo, que da protagonismo al principio de unificación bajo una identidad determinada muestra, más allá de toda intención, su potencial homogeneizador, fue funcional al Estado de bienestar y al sindicato entendido como una gran corporación de trabajadores que reproduce la forma Estado.

Vivimos en un tiempo que nos llama a invertir ese esquema, para reconocer, como los atenienses en su momento más radical del Demos, como Marx y como Nietzsche –hilados en este caso por un aventurado anacronismo– la primacía de las fuerzas gracias a la cual cierta idea de unidad fue posible, unidad que hoy no es ni necesario ni conveniente seguir sosteniendo. Las fuerzas de las que se nutre la explotación y las que relanzan subversivamente otras formas de vida surgen de la misma fuente. La imagen de la gran Unidad contuvo, al mismo tiempo, la ilusión (y la épica) de la liberación popular y la posibilidad de una específica forma de captura. Pero en nuestro tiempo toda figura del pueblo atada a esa imagen resume de manera grotesca su genealogía que lo encuentra homologado al poder mismo. Se trata de la comunidad de poder, en la que todos, líderes, representantes y pueblo, sostienen una determinada lógica (realista) del poder e incluso la idea de la liberación que hacen circular se debe a esa lógica. En ese sentido, cabe imaginar una nueva actitud investigadora como búsqueda y experimentación en eso que Maurice Blanchot, recuperando la idea de la “comunidad de los que no tienen comunidad” de Bataille, llamó “comunidad inconfesable”. Si lo que construye lo Común son las singularidades y las relaciones en torno a diferencias reales en el marco de una ontología igualitaria, Toni Negri dice bien que: “se habrá transformado la unidad en una relación entre variables, en una comunidad de singularidades.” Tal vez para Sudamérica, particularmente para Argentina, 2001 es el nombre de esa búsqueda –lo que no significa que no existiera antes, ni que 2001 presentara su costado oscuro–, en parte por su capacidad de inscripción más allá de grupos ideológicos o de sectores preexistentes, pero también porque abrió un tipo de disposición que es en sí misma, antes que una nueva forma de Unidad, un principio de cercanía, una cierta atención hacia los otros, una formación heterogénea y dinámica que reúne sin unificar. El cántico “piquete y cacerola la lucha es una sola”, más allá de haberse presentado en unas condiciones anímicas de la ciudad bastante excepcionales, vive aun en el aire espeso que recorta nuestra capital de los profundos y castigados territorios del conurbano, que, por otra parte, también se reproducen dentro de la capital misma... cada vez más reactiva. Tal vez esa imagen, esa especie de postal alegre –siempre que no nos gane la nostalgia– forme parte de la construcción de una memoria ya no solo popular sino propia de la multitud. Tal vez, ese intento de recuperación, el eco del cántico intenso y fugaz, adquieran mayor relevancia en tiempos de marchas sordas, de ambivalencias tan peligrosas como la cuestionada unificación. Es entre las marchas y contramarchas que se cuela la musiquilla de una alianza impensada entre actores que la historia parece querer separar con malicia y la coyuntura desconoce por bajeza o impericia. Ante las pulsiones odiosas, que alcanzan su máximo de miseria y terror con los linchamientos racistas y clasistas –y su festejo gozoso en las redes–, urgen gestos capaces de desactivar el fervor reactivo sin recaer en bloques histórico simplificadores. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, un enunciado complejo, una complejidad a sostener, un sostenimiento a investigar.

Samba multidão

Ya estaban cantando, no sólo antes de que llegáramos, sino desde mucho antes… quién sabe desde cuándo. Y seguirían por quién sabe cuánto más. La samba del bar Bip Bip, ese hueco de la rua Almirante Gonçalves en Copacabana, nos tomó por sorpresa aun habiendo planificado la visita. Es extraño, pero el aspecto displicente y desarmado de esa juntada –“esa yunta” se diría desde la jerga tanguera– transmite mayores garantías que la música eficiente y desangelada ofrecida por en los miserables circuitos turísticos. Si lo prefabricado nace derrumbado, esta samba crece desde dentro de cada pequeña canción. Y cada corte es una excusa para la escucha, una pausa para entender que algo está pasando. Después del ruido ostentoso de lo urbano, que Piazzolla supo transvalorar por su música, la samba se nos apareció como un arte del susurro evocando ese genius que nos habita y mantiene en nosotros un dulce pero tenso impulso vital.

¿Qué pasa en esas sambas y qué hacen pasar? El bar se confunde con la vereda, la cerveza enlatada con un instrumento de percusión, el músico con quien simplemente se deja hipnotizar. No es pavada, a veces la confusión es todo un arte. Si las élites –y vaya que en Brasil tuvieron y tienen un peso aplastante– construyen el saber como distinción, que en el fondo es un saber de la distinción, esta samba de bar esboza las líneas de un saber de las mezclas. Siempre comenzada, hueco tallado en la percepción de una ciudad que amenaza con mostrar la cara más oscura de la metrópolis, aparece como por casualidad para el transeúnte y tiene disponible una silla, una guitarra o un pedazo de vereda… ¿Es el bar o la samba misma el lugar? Otra confusión… Y como si no fueran pocos los elementos de una desorientación que nos gusta, el “antro governista” funciona a pesar de su ideologismo de época, su fuerza viene de lejos, a espaldas de las intenciones izquierdo-progresistas, más allá de los autoadhesivos de Dilma y de los guiños que tienden a reconfortar, a dejar a todo el mundo en su lugar. La samba moviliza.

La ética simplona del antro se basa en la confianza sin más. Nuevamente, la displicencia es una virtud, ya que invita sin intentar convencer a nadie de nada… pero invita a todos. La perplejidad no nos abandona, más bien abandonados –de ahí la perplejidad, pero también la confianza– nos preguntamos “¿cómo cuatro o cinco viejos, una par de señoras y unos pibes inventan semejante orquesta pública?” Desafían al agrimensor –todos los somos un poco– y hacen entrar una multitud en ese error de la edificación. Caben todos como en una samba… Nada de “un millón de amigos” (Roberto Carlos vive en el acomodado barrio de Urca y su ideal ya fue realizado por facebook), tampoco “todas las voces todas”, ni “hermano americano”; les basta con un susurro in crescendo que, anterior a cualquier técnica de edición y montaje, suena a casi todos y hace siempre lugar a uno más. Multitud no es “todos”, sino disponibilidad para cualquiera, es decir, creación de miradas, posiciones, procesos perceptivos para los que es imprescindible la condición de la mezcla y la apertura, subjetividades que obran de tal modo que vuelven posible in crescendo lo que las vuelve posibles como tales. Círculo virtuoso de la samba. ¿Son alegorías de pueblos pasados y venideros esas sambas? No suenan a nostalgia o rápidamente se corren de lo melodioso… o tal vez es la percusión o la rítmica constante la que instala otro registro y confunde tristeza con alegría como en la última astucia de las pasiones. Hay memorias de pueblos y pueblitos, pero, fundamentalmente, multitudes que corren de lugar el mito: lo retiran de sus espaldas como imagen trascendente y unificante, para habilitarlo como fábula por venir. ¿Suenan por eso menos sentimentales esas sambas? Al contrario, sentimiento e inteligencia se copertenecen.

2013, tiempos de agitación en Brasil. De las profundidades de un supuesto proyecto de “potencia” económica surgen como el más sabio anticuerpo de una vida que pretende seguir autoregulándose, los cariocas sublevados, los desconocidos de siempre, los olvidados de la hora. No eran pocos y aunque ahora mismo parezcan menos su vida está cualificada por lo que hacen pasar como furia y deseo. Una juventud abismada dice que quiere “más y mejor” y se reserva impávida las explicaciones que el Estado desorientado le pide, como cuando la policía nos pide identificarnos.

Mi amigo, el músico, escuchó por un rato a los “viejos” de Bip Bip y en una de las pausas me dijo al oído: “cuando cantan estos tipos es una multitud la que canta”. No se me había ocurrido, no había podido percibir lo que el músico, más avezado él para dejarse afectar por esa atmósfera, captó en el aire. Aunque, en algún punto, algo de eso me estaba afectando y bastaba que un amigo lo hiciera notar para empezar a imaginar otras comunidades posibles.