Se está escribiendo mucho últimamente de lo que es ser emigrante debido al gran número de españoles, italianos, portugueses, etc, que se han visto obligados a abandonar sus países de origen debido a la crisis. Las redes sociales regalan de vez en cuando una carta viral de un emigrado con grandes dosis de nostalgia recordando la comida, el sol y la idiosincrasia de sus compatriotas. Pero, ¿cómo realmente se integra uno en un país que ni es tan diferente ni tan parecido al tuyo? ¿Llega uno alguna vez a sentirse como en casa, uno más, en igualdad de condiciones? Una característica muy común entre las personas que viven lejos de su ciudad natal es la dualidad de prioridades y sensaciones en su día a día. Vacaciones que uno utiliza para viajar a donde antes nunca necesitó volver, momentos importantes que ocurren a kilómetros de distancia, charlas online que mantienen la cercanía y la incertidumbre de no saber cuánto durará la situación. Por supuesto, todo depende del país en el que uno recale, la cercanía cultural, idiomática y física con su lugar de origen y la disposición de uno y de otros a integrarse e integrar. Aún así, hay una pared de cristal que limita al emigrante y que, sobre todo si su estancia en el país de acogida es indefinida, hace que pocas veces lleguen a fusionarse cien por cien con el país.

El idioma puede que sea la clave. Hace falta pasar más de un año en un país de un habla diferente a la nuestra para entender la dificultad de residir en un lugar donde cada relación, cada pequeña circunstancia de la vida cotidiana, cada incidente o reto se multiplica en dificultad debido a esta pequeña gran barrera que es el idioma. Una lengua se aprende, y con interés, estudio y práctica se puede llegar a hablar lo suficientemente bien como para que nuestra vida no se vea condicionada ni limitada con su visita a médicos, supermercados, llamadas telefónicas a los desafiantes servicios de atención al cliente o soporte técnico, con situaciones sociales a todos los niveles y compitiendo con nativos en el mercado laboral. Pero no es menos cierto que lleva mucho tiempo sentirse en igualdad de condiciones. “¿Podría repetir, por favor?, ¿no le entiendo, creo que la linea se corta...” son algunas de las frases habituales durante una conversación telefónica entre un nativo y un emigrante cuando las dos personas hablan por primera vez por teléfono. Esta dificultad añadida puede ser tomada como un reto estimulante para algunos, pero por momentos puede ser agotadora y poco práctica cuando lo que nos traemos entre manos es de importancia para nosotros.

Vivir en otro país es una experiencia inolvidable y enriquecedora, pero no por ello carente de dificultades. A medida que pasa el tiempo y la vuelta al país de origen no se vislumbra en el horizonte, se empieza a instalar una dicotomía entre lo que uno vive en su lugar de residencia y lo que deja de vivir en su lugar de origen. Puede que todo este explique la necesidad de camaradería que surgen con otros en la misma situación. La proximidad con nuestros compatriotas en el país de acogida es casi inevitable, a menos que se trate de un país con baja inmigración y no haya muchos puntos de encuentro o se lleve tantos años emigrado que el contacto con los locales haya sido más frecuente y continuado en el tiempo.

Otro de los factores que influyen negativamente en la adaptación del emigrante es la desventaja competitiva que sufren en el mercado laboral. Cuando pasa el periodo de aprendizaje del idioma, después de haber pasado un tiempo necesario trabajando en puestos poco o nada relacionados con sus intereses para avanzar en la nueva lengua y mantenerse en el país, el emigrado intenta volver a retomar su carrera original. Es un proceso duro porque, en casi todos los puestos, el idioma es algo que frena a algunos empleadores ya que son conscientes de que puede conllevar problemas en la comunicación. De este modo la integración es todavía más difícil porque se genera una sensación de insatisfacción laboral que acaba frustrando y desmotivando al emigrante a la hora de plantearse echar raíces en el país de acogida. Por supuesto que hay muchos casos en los que el cambio de residencia se debe precisamente a una posibilidad de mejora en el ámbito laboral, pero en lineas generales, trabajar en otro país es un reto que conlleva grandes dosis de esfuerzo y suele hacerse por necesidad y no sólo por una ambición profesional.

Es a partir de este tipo de reflexiones cuando uno se pregunta cómo puede haber personas que ni tan siquiera pueden plantearse si la acogida de otros seres humanos que escapan de sus países a causa de una guerra es una opción. Los países del sur de Europa llevamos enviando jóvenes al extranjero desde que estalló la crisis, empujados por la necesidad de mejorar nuestras condiciones de vida. Nadie cuestiona que esos ciudadanos de países como Italia, España, Portugal o Gracia tengan derecho a probar suerte lejos de sus fronteras debido a las duras situaciones, especialmente laborales, que se viven en sus lugares de origen. Sin embargo, en esta misma Europa, tan comprensiva a la hora de pedir ayuda y entender este tipo de solidaridad, pone en duda que se pueda admitir la llegada masiva de refugiados.

¿Qué pensaríamos si a la llegada a Alemania o Inglaterra retuvieran a nuestros compatriotas en los aeropuertos? Algunos dirán que no es lo mismo porque en este caso no se quebranta ninguna ley de inmigración y por tanto es permisible. No obstante, el centro del debate debiera estar en si es ético o no negar el derecho de una población a escapar de la miseria y la guerra y cerrarles las puertas, sobre todo cuando en Europa hay responsabilidades repartidas sobre la mayoría de conflictos bélicos y económicos en el mundo. Si comprendemos nuestro propio derecho a perseguir una vida mejor, por qué no se es igual de empático con los derechos de aquellos que sufren la emigración forzosa.

Como se explicó al comienzo de este artículo, cambiar de país, dejar atrás a la familia, los amigos, la propia cultura y la seguridad de tu propio entorno, es una decisión difícil y, muchas veces, dolorosa. Cuánto más si el proceso está envuelto de viajes clandestinos, mafias, falta de recursos y rechazo de los países de destino. Cuando la mayor parte de las veces nuestra cultura y religión es completamente diferente a las del lugar de acogida y cuando además, dejamos atrás un pasado manchado de sangre y de recuerdos desgarradores que nunca podremos borrar de nuestra mente la experiencia de la emigración es infinitamente más complicada y traumática. Es por todo ello que lo que se esperaría de un continente civilizado como supuestamente lo es Europa, sería que acogiera con los brazos abiertos a aquellos que están sufriendo las consecuencias de una pésima geopolítica internacional, de una nefasta gestión económica y diplomática y, en definitiva, de una imperdonable organización mundial que lleva a pobreza y la desesperación a millones de personas en el mundo.

Muchas veces esa persona extranjera que vemos en la calle, peleando por hacerse un hueco en nuestra ciudad, adaptándose a nuestras costumbres y aprendiendo a regañadientes nuestro idioma, no ha escapado de una guerra. Pero, en el noventa por ciento de los casos, está huyendo de una situación desfavorable que le ha empujado a aventurarse a lo desconocido, aun sabiendo que deja una vida entera atrás. Emigrar nunca es fácil y los países que han sufrido la lacra de ver marchar a los suyos lo relatan en sus libros de historia como periodos oscuros y penosos. Europa tendrá que incluir con vergüenza en sus libros de historia cómo desatendió las llamadas de auxilio de miles de refugiados que simplemente reclamaban su derecho a buscar una vida mejor, como los propios europeos hacen y seguirán haciendo siempre que tengan la necesidad.