Se anuncia en lontananza el nuevo combate del siglo. La cosa promete. Después de los tristes simulacros de los últimos tiempos, capaces de convertir el agón (ἀγών) en una penosa parodia de lo que fue en Grecia (léase Maywethear vs. Pacquiao, Batman vs. Superman, Rajoy vs. Sánchez), las casas de apuestas se frotan las manos ante una rivalidad que, al fin, se presume a la altura de aquellos antagonismos legendarios que han marcado los sueños y las pesadillas de varias generaciones: Godzilla contra King Kong, Nadal contra Federer, Son Goku contra Piccolo, Anasagasti contra la caída de pelo en el frontispicio de su cabeza. Nos referimos, por supuesto, a la inminente batalla por la presidencia de los Estados Unidos de América entre Hillary #Becari@sNo! Clinton y Donald #Mexican@sAlFondoDelMar Trump. Como buenos productos de esta era Marvel 3.0 que nos ha tocado gozar, o sufrir, los dos presentan perfiles ambiguos, tal vez con más oscuros que claros, sin que sepamos si ella es menos superheroína que él supervillano, o si ambos son como un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma que, en cualquier caso, sería mejor no tener que abrir.

Pero que se abrirá. Uno de los dos, chica o chico, será el próximo bípedo implume más poderoso de la tierra. Y mientras nuevos viejos aires llegan al ala oeste de la Casa Blanca, a su antiguo inquilino no le queda otra que marcharse. Ley de vida. El espigado y garboso Obama, el político en activo al que mejor le quedan los trajes, toda vez que el cerúleo y franciscano Francisco Camps volviese al convento con sus amiguitos del alma, se nos va en apenas unos meses. Hay que agradecerle el detalle de haber venido a despedirse en persona de sus muchachos de Rota y, de paso, darles una merecida palmadita en la espalda a los cuatro jinetes que cabalgan la política española y vigilan el corral. Buen momento, en cualquier caso, para preguntarse qué fue de la esperanza.

Ocho largos años han pasado. Duele reconocer que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros a través de él. Ochos años ya desde que Norteamérica nos sorprendía con una movilización espectacular y un grito de esperanza: Yes, we can. Muchos se sintieron entonces embelesados ante la potencia de ese can (pero cómo y por qué dejarse embelesar por un "can" que no susurre con desesperación adolescente you’re losing your vitamin C!). Unos pocos se preguntaron cuál era la verdadera referencia de ese "we".

Tampoco se trata de ponerse estupendos ni venir a ser ahora el típico yoyalodije. Cuidémonos tantísimo de los yoyalodijeron. Recordemos además que, en un principio, hubo señales contradictorias. Y es fácil dejarse engañar no por lo que alguien dice, sino por lo que otros dicen de él. ¿Quién no recuerda cuando, pubescente, su madre le prevenía con admoniciones del tipo: no vayas con ese, no salgas con esa, que es un delincuente y drogadicto, que es una fresca y de mal vivir? La inteligencia de las madres está sobrevalorada: ni siquiera dominan el vacuo e infantil arte de la psicología inversa. Comentarios así no hacían sino revestir a la persona en cuestión de un halo misterioso e irresistible. Luego, claro, llegaba la prueba del algodón y la decepción era fenomenal, marcando a sangre y fuego aquel momento como el ocaso de los ídolos de una adolescencia.

Así pasa tantas veces: se conoce finalmente a una persona y esta, nada más abrir la boca, se revela como un ser nada interesante, si es que no insignificante (aunque también puede suceder lo contrario: no se espera nada de una determinada persona y se descubre a alguien mejor que tú... y te descubres a ti mismo admirándolo desde la distancia y sintiendo un subidón no de adrenalina, sino de alegría). Chismes como los de nuestras madres acompañaron la entrada de Obama en nuestras vidas. Chismes y varias polémicas internas. En Europa, tristona como es ella, desarmada y desalmada como está ella, la más bizarra de dichas polémicas se tuvo por frívola. Hagamos memoria. Obama llegó a la Casa Blanca en medio de una discusión bizantina: saber si era negro, negrísimo, medioalbino o, como el gran Vinicius, o branco mais preto do Brasil.

Las discusiones bizantinas pueden parecer conmovedoras, dominadas como están por ese gesto serio y arrebolado de pasión sutil que busca desentrañar la verdad acerca del sexo de los ángeles cuando los “bárbaros” ya se asoman a las puertas de la ciudad. La polémica por el color de piel de Obama, sin embargo, parecía formar parte de un engranaje más grande y oscuro, de una máquina de juzgar republicana, una máquina de entristecer, que, a lo tonto, a lo tonto, constatando inocentes e irrefutables hechos (se llama Barack, se apellida Hussein, es negro, su padre era natural de Kenia), y a partir de evocadoras preguntitas sin maldad (¿se crio Obama en un “ambiente” musulmán?) pasaba a fijar premisas tendenciosas (Obama es islamista chií) cuyas conclusiones serían demoledoras a ojos del ciudadano estadounidense (Obama es amigo de los terroristas).

Eso sucedió en el país de los yankis, gran nación definitivamente emperrada en olvidarse de Walt Whitman. En el resto del mundo conquistado, la máxima de que siempre hay alguien dispuesto a contrabandear premisas, a ponerse en evidencia sin exigir nada a cambio o simplemente a parecer más tonto de lo que ya es, no se realizó desde la derecha hegeliana, sino desde la izquierda kantiana, para variar. Tan solo unos meses después de estrenar cargo, a Obama le hicieron algo así como honoris causa de la Paz Mundial, medio en broma, medio en serio. Yo mismo (si tiene algún sentido esta expresión: “yo mismo”) aplaudí a rabiar aquel acto merced al cual Europa había quedado re-tra-ta-da.

Se objetará que veníamos de donde veníamos: de los duros años del vaquero de Texas, la cuadrilla neocon y su mascota Ánsar. El problema es que Europa había sido tan dócil con Bush, había estado tan implicada en sus tejemanejes, había renegado tan fervientemente de cualquier atisbo de manumisión y había mostrado desde el minuto 0 (11 de septiembre de 2001) una disposición tan grande a la adhesión inquebrantable con los desmanes del aliado americano, que fue chocante ver como, a las primeras de cambio, se arrojaba a los brazos del nuevo galán hollywoodiense con una fe conmovedora.

Porque evidentemente la concesión del Nobel, un premio sueco pero que contó con la aquiescencia de todas las cancillerías europeas, no respondía a lo que hasta ese momento hubiera hecho Obama, que por fuerza tenía que ser más bien poco, sino a lo que se esperaba que hiciese o, más bien, a lo que se esperaba que no hiciese. Es decir, era una cuestión de fe. En descargo de Obama, no parece que podamos hacer responsable al presidente estadounidense de la estupidez ajena. Fueron otros los que proyectaron sobre su figura una luz mesiánica. Este fenómeno de buscar y hallar trazas mesiánicas es bastante usual, al parecer, en los estadounidenses, el nuevo pueblo elegido en detrimento del judío y, según algunos, muy dado a caer en el infantilismo y el espectáculo. Seguramente tienen razón quienes así dicen.

Pero resulta sorprendente, o no tanto, constatar que los europeos, tristones como son ellos, desarmados y desalmados como están ellos, han acabado asimilando íntegramente dicha forma de entender la política. Una política tendente a mezclar dos nociones: la mercadotecnia y la esperanza, propiciando una mezcla explosiva que bien pudiera utilizarse para definir una época: la del mercantilismo escatológico, terrible etiqueta que nos acongoja. Ilustremos esto con una digresión.

Rilke estuvo realmente inspirado cuando afirmó que “la patria del hombre es su infancia”. De puro transparente, empero, esta declaración es oscura. Es curioso: hay personas medianamente inteligentes que se han reído de ella. A lo mejor no han comprendido las palabras de Rilke. A lo peor han creído que Rilke estaba expresando una idea similar a lo que Unamuno expuso de esta manera: “no sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de piel los recuerdos de su infancia”. La frase de Unamuno es muy hermosa. Pero nada tiene que ver con la de Rilke. Lo que Rilke está diciendo, en realidad, es lo mismo que alguien resumió de la forma más descorazonadora y brutal que hemos conocido nunca, si acaso solo comparable al relato de Midas y Sileno, y a los mitos sisífico-tantálicos de la antigua Grecia: “la patria del hombre es haberse ido”.

La patria del hombre es haberse ido. Es escribirlo y temblar. Es repetirlo y asomarse a un vacío. A lo Absolutamente Otro como vacío infinito y nada más que eso. ¿Quién pudo haber dicho semejante cosa? ¿Tal vez un hereje, un escéptico, un frívolo? En absoluto: fue un personaje de corazón caliente, un imprescindible, un santo laico, el mayor apóstol de la esperanza que ha existido en los últimos 2.000 años: Ernst Bloch.

Beato Bloch. Bloch, que fue perseguido por los nazis y tuvo que exiliarse, no era tan alma bella como para no saber que la esperanza (el “optimismo militante”) avanza, muchas veces, con crespones negros y que existe el riesgo evidente de que pueda verse frustrada. Pero, aun así, avanza. El filósofo alemán se tomó muy en serio su tesis y, considerando que una monografía era poca cosa, prácticamente escribió una enciclopedia entera sobre la esperanza: Das Prinzip Hoffnung, el Principio Esperanza, un tratado colosal con nombre de canción de Manu Chao. Poco antes, Malraux había publicado su gran novela, L’espoir, La esperanza. No sorprende que estas obras se hayan escrito en un contexto de guerras civiles y guerras mundiales: si entonces se le arrebata al hombre la esperanza, ¿qué queda sino levantar ameryanamente la mano contra uno mismo? Aunque no todos los escritores y filósofos reaccionaron igual: Adorno dijo aquello de que escribir poesía después del Holocausto era un acto de barbarie. Y Malaparte publicó Kaputt para convencernos de que no, leches, ni había ni podía haber esperanza.

Y esto nos devuelve al meollo de la cuestión. ¿Es recomendable encomendarse a la esperanza, utilizarla no solo como arma electoral sino también como táctica política, incluso estratégicamente? Cierto: nunca hay que subestimar la potencia de esta pasión, que, todavía hoy, y a pesar de tantos exorcismos, es capaz de despertarnos en medio de la noche como el más hermoso canto de sirena para infectarnos el corazón con la peste de su ilusión.

Secularizada o no, la esperanza es una invención judeocristiana. Los griegos la desconocían completamente. Lo más parecido que tenían era una palabra, elpis, cuyo significado era muy distinto. Secularizada o no, la esperanza es una virtud cristiana, insistimos, y, en su génesis, resulta inseparable de un terrible artefacto de destrucción masiva. Porque el problema, en definitiva, no es la esperanza en sí. El problema es lo que se adhiere a ella como un liquen: la escatología, el artefacto utilizado para descubrir el sentido, también moral y político, de una trascendencia ontológica que nunca lo tuvo. La escatología es el veneno en el corazón de los hombres, la tristeza erigida no en becerro sino en apoteósico crucificado, la servidumbre aceptada voluntariamente con el cuento de la salvación ultraterrena. Durante siglos fue como esa medicina que sirve para todo pero que no cura nada. Padre, tenemos frío. Escatología. Padre, tenemos hambre. Escatología. Padre, estamos humillados, explotados, ultrajados, envilecidos. Escatología, escatología, escatología, escatología. El demonio susurrando en nuestros oídos la promesa de que nos será concedida la eternidad bienaventurada si, aquí y ahora, renunciamos a la lucha.

No es en la esperanza, creadora de servidumbres, donde se deben buscar respuestas, sino en el entusiasmo. Nunca nadie nos asombró tanto como Kant cuando habló de la Revolución francesa, reconociendo en el entusiasmo que había generado el signo de que “no solo podemos esperar un progreso hacia lo mejor sino que el entusiasmo mismo es ya un progreso”. La idea de Kant es muy potente y luminosa, más propia de Spinoza que de él mismo. En el plano de la moral, Kant es terrible, rigorista, formal, un monstruo. Y, sin embargo, escuchar en labios kantianos esa palabra, entusiasmo, donde el griego resuena poderosamente, vinculándola con la noción de progreso, es algo fascinante. Por expresarlo con aquel simpático gracejo popular, no te lo perdonaré nunca, Immanuel Kant, que hayas escrito la Crítica de la Razón Práctica, cuando tenías tantas cosas y tan buenas que dejarnos.

Obama se va y algunos se sienten defraudados. Son acaso los mismos que vieron su llegada como el advenimiento de un nuevo mesías. En realidad, resulta que su índice de popularidad en la sociedad estadounidense nunca fue tan alto, descontando aquellas primeras semanas de embelesamiento general. Obama se ha revelado como un pragmático. Mientras algunos todavía, en Estados Unidos pero también en, oh cielos, la España poscañí, insisten en tacharlo de anticristo, comunista, islamista y enemigo del pueblo americano, el primer presidente negro ha servido cabalmente a los intereses del imperio. Como Trajano, Adriano o Marco Aurelio en el momento de mayor expansión de Roma. Emperadores dizque sabios, prudentes y admirados cuyas posiciones morales y filosóficas nunca fueron impedimento para hacer lo que hubiera que hacer, es decir, para defender los intereses del imperio.

Obama se va y la vida sigue igual. ¿Qué espera la gente de la política? ¿Qué puede esperar? Se admiraba Spinoza de que los hombres luchasen por su servidumbre con tal ardor, poniendo en peligro hasta su vida, como si estuviesen luchando por su libertad. Introducir el mesianismo y la esperanza en la política es volver a ponerse las cadenas. Otra cosa es el entusiasmo, sinónimo de no conformarse, de no aceptar lo establecido, de no resignarse. Entusiásmense, jóvenes de hoy, pero háganlo sabiendo de antemano que, aun a riesgo de parecer naif, no hay revolución más importante que la de los corazones.