Turquía está pagando con creces en los últimos tiempos sus vaivenes estratégicos. Y es que, en geopolítica, sólo los más fuertes pueden permitirse estar a ambos lados de la contienda. La lucha contra el terrorismo de las facciones armadas en Irak, Libia o Siria… es un tablero de ajedrez que, no olvidemos, se juega a dos manos. El Estado Islámico, las agrupaciones extremistas kurdas y otras de nuevo calado lo saben, por eso atacan al ‘sultán’ donde más le duele, en el aparente control que ejerce en la sociedad. Nadie está seguro.

Alimentar, cuidar y domesticar a un animal salvaje requiere, además de tiempo, mil aspectos más que incluso escapan a los expertos más aventajados. Y siempre hay que tener muy presente la naturaleza, el instinto que brota en el momento más inoportuno convirtiendo una apacible mascota en un monstruo capaz de morder la mano que le da de comer.

El Gobierno de Ankara quiso jugar su baza siendo la vacuna que contenía el virus y los síntomas radicales no circulaban por las arterias europeas; a cambio, desde Bruselas se movían los hilos para acelerar la llegada turca al seno europeo y se acrecentaban sus aspiraciones a base de dinero contante y sonante por ocultar las vergüenzas de una política migratoria fallida tras el éxodo refugiado. Los cimientos se iban deshaciendo.

El sentirse imprescindible, dio alas a Recep Tayyip Erdogan para cumplir sus deseos. Recuperar la gloria desvanecida de un imperio otomano que resurgiría aprovechando la debilidad del Viejo Continente, la amenaza yihadista, la pérdida de fuerza de Estados Unidos coincidiendo con el emerger de Rusia y China.

Fue entonces cuando Ankara empezó a coquetear con el ‘socio’ Obama haciéndose valedor de un puesto en la OTAN. Para ello cedía importantes infraestructuras militares a las fuerzas de la Alianza, incluso nucleares. Paralelamente, la élite turca mantenía estrechos vínculos con los cabecillas terroristas. El oscuro negocio del petróleo, el suministro de armamento, fuga de capitales y el contrabando de obras de arte circulaban por ambos lados de la frontera, bien protegidos y ocultos de la comunidad internacional.

Turquía se enriquecía del acuerdo europeo por los refugiados, se beneficiaba por la cesión a la OTAN de bases y técnica militar, mantenía encandilada a Rusia con el comercio alternativo a las sanciones y participaba del expolio de Siria. Un negocio redondo que supo gestionar durante varios meses, hasta que la bomba le estalló dentro y fuera del país.

Europa empezó a dudar de los beneficios del acuerdo y de las prácticas ‘humanitarias’ de la contraparte turca; Estados Unidos vio cómo Ankara no se sumaba a la coalición internacional y ponía en duda la cesión de su base de Incirlik; y el Estado Islámico amenazaba directamente a Erdogan “el terror castigará tu traición. Además, un F-16 turco derribaba un Su-24 ruso en la zona fronteriza cuando participaba en una misión antiterrorista en terreno sirio. Se desataba la tormenta perfecta contra Turquía.

Rusia fue la más contundente. Su respuesta, a punto estuvo en convertirse en una abierta declaración de guerra. Por el momento sería diplomática, comercial e informativa. La presión y ejercida desde Moscú conllevó la reacción de Ankara. Seis meses más tarde del fatídico incidente el propio presidente Recep Tayyip Erdogan enviaba una carta a Vladímir Putin pidiendo perdón. La tensión se rebajaba y Turquía iniciaba un nuevo cambio de tercio.

La política exterior de Ankara se centró en reforzar la independencia del país de terceros intereses, llegando a introducir tropas más allá de sus fronteras para iniciar su propia guerra contra el Estado Islámico y otras facciones armadas. Sin llegar a sumarse a ningún bando, siendo protagonista de su propia estrategia aunque teniendo a Bashar al Assad en su punto de mira. Sin olvidar a los kurdos, los archienemigos turcos. La situación en el país árabe ha variado mucho con la irrupción de nuevos actores.

Ahora se vive un frágil cese de hostilidades –como todos- con Rusia, Irán y Turquía como garantes mientras se espera a otros participantes como EEUU, Egipto o la propia ONU. Las miradas se centran en Alepo –la prominente capital industrial-, la evacuación de la población y en la entrega de armas por parte de los terroristas que se rinden. Quizá estemos más cerca de la paz en Siria, pero eso está aún por ver.

En cuanto a la gestión interior, Turquía se ha vuelto muy inestable e insegura. En apenas dos años pasó de atemorizar a sentir en su propia carne el zarpazo del terror. Sólo en el 2016, al menos 300 personas perdieron la vida en atentados (unos cometidos por facciones radicales del PKK/TAK y otros por el Estado Islámico y agrupaciones islamistas). Uno de los ataques más graves fue el del aeropuerto de Atatürk en junio con 45 muertos.

Este 2017 ha comenzado de manera muy trágica con el ataque a una famosa sala de fiestas en Estambul (39 asesinados), un tiroteo en un restaurante o la explosión en Izmir. Sin olvidar que la memoria colectiva aún recordaba al embajador de Rusia, cuyo asesinato se emitió prácticamente en directo a todo el mundo. El mensaje está claro, “Turquía pagará con sangre”.

El país está sumido en un caos aunque el Gobierno quiere mantener la situación a través de un férreo control. Tayyip Erdogan salió reforzado del intento del Golpe de Estado que inmediatamente reprimió con fuertes purgas a todos los niveles y en esferas que iban desde el Ejército, la Justicias, las universidades, los cuerpos de policía… los medios de comunicación y un largo etcétera.

El ‘sultán’ aplicará una política de puño de hierro contra los terroristas -es lo que asegura- mientras mantendrá al país en estado de alerta impulsando leyes que refuerzan el papel del Gobierno, a base de restricciones. Sus planes de retornar la gloria otomana, se han visto alterados por factores internos y externos que Erdogan trata de corregir por la fuerza herido en su orgullo. El 2016 pasará a la historia como un año negro para Turquía y lo que llevamos del 2017 tiene muy mala pinta.