Hace un rato me di de bruces con un pensamiento extraño. A las once de la mañana tenía que ir a una entrevista de trabajo. Me desperté temprano y, tras leer los últimos detalles sobre la empresa, empecé a prepararme. Me estaba vistiendo y maquillando cuando, de repente, sentí que aquel look era demasiado femenino para la entrevista. Cambié la falda larga por un pantalón y me puse una camiseta más discreta.

Hmmm... ¿y con aquel pelo rubio y rizado qué hago? Parezco una rockera, una femme fatale de los 80. No hay tiempo de ir a la peluquería para cambiar de peinado. Pero no me gusta tal y como lo llevo, resulta muy llamativo. Tengo que ofrecer un aspecto más masculino, me digo a mí misma, o no me van a dar el trabajo nunca. Alcé el pelo buscando un peinado más recatado, casi ni me pinté y en vez de tacones me puse los zapatos más deportivos que encontré. Ahora sí. Ninguna huella de feminidad. Y con este abrigo se cubre bien todo mi cuerpo. Perfecto. El puesto del trabajo para el que debía hacer la entrevista era de alta responsabilidad, un puesto que exigía conocimientos, experiencia profesional, estudios superiores y carácter. No quisiera parecer presuntuosa, pero, ¿acaso no poseo todos aquellos atributos? Sí. Sin embargo... ojalá fuese hombre.

¿Por qué pensaba así? ¿Qué me había pasado? ¿Cómo diablos podía ser que me sintiese culpable de ser mujer? Lo cierto es que, después de haberme costado tanto encontrar un trabajo en consonancia con mis capacidades, intenté olvidar, renunciar a mi sexo. De alguna forma me vi obligada a ponerle entre paréntesis. Lo que algunos sociólogos llaman "la androginia psicológica".

Si echo la vista atrás, inevitablemente los recuerdos me llevan hasta una embarazosa situación vivida hace cinco años. De nuevo se trataba de una entrevista de trabajo. En aquella ocasión no me dieron el puesto. El problema fue lo que sucedió después del no. El entrevistador, que era además el director de la empresa, sin cortarse un pelo me soltó: "Eres muy capaz, pero preferiría colaborar con un hombre. Sin embargo, ¿qué te parecería si cenamos un día y hablamos sobre futuros puestos de trabajo en nuestra empresa?"

¿Perdón? En la misma frase me dice que prefiere trabajar con hombres... ¿de qué trabajos futuros me está hablando? ¿Acaso piensa que me voy a acostar con él para conseguir un puesto de conserje? Me irrité, ruborizándome de puro nervio. Me había sentido menospreciada, humillada y, finalmente, enojada no solo con aquel hombre, sino con toda la sociedad, incluso conmigo misma por el hecho de ser mujer. Este incidente lo viví como una forma de violencia, esa violencia con la que a veces nosotras mismas nos flagelamos interiormente a causa de nuestro cuerpo.

Sin embargo: ¿no estoy siendo un poco hipócrita? Si voy todavía más atrás en el tiempo, me doy cuenta de que a lo peor no tenía tantos motivos para enfadarme. ¿O es que ya no recordaba que precisamente por ser mujer, joven, guapa y tener, sí, el pelo rubio, había conseguido un puesto de trabajo en el pasado? Tampoco entonces mis estudios o habilidades comunicativas contaron para nada. El puesto era de relaciones publicas. Un trabajo en el que solo hace falta que seas guapa, te pongas mona y no dejes de sonreír. Si no tienes un rostro agradable o un buen tipo, o si no tienes dientes, se siente, no puedes trabajar en esto por mucho que seas la mujer más talentosa y educada del mundo. Aguanté menos de un mes en aquel trabajo. Podría decir que el continuo uso de chistes y comentarios sexistas en el ámbito laboral es una de las formas más explícitas y eficaces para crear y perpetuar un clima sexista.

Además, no olvidaré nunca una charla que tuve con una amiga mía. Ella, profesional en su ámbito, estaba pasando por una situación muy incómoda en la oficina. Su jefe no paraba de molestarla. La invitaba cada día a tomar una copa, la piropeaba, le enviaba correos electrónicos y mensajes a su teléfono. El estrés la empujó a una situación psicológica tal que ella llegó a tener miedo de ir a su trabajo. No sabía cómo aconsejarla. Por qué no lo mandas a tomar viento, le preguntaba. ¿Y su respuesta? No por esperada, menos triste: ¿Estás loca? ¿Quieres que pierda mi trabajo? Solo trato de evitarlo lo mejor que puedo, respondiéndole de la manera más amable que sé. De hecho, es muy difícil a manejar una situación así, donde las personas hacen abuso de su poder maltratando a los demás.

También cabe señalar que, muy al contrario de la creencia popular, el acoso sexual en el trabajo no solo se produce en la relaciones verticales en forma descendente (del jefe a sus trabajadores) sino también en el plano horizontal (entre los mismos compañeros de trabajo) y en forma mixta (entre jefes y colegas). El acoso sexual no se limita al contacto físico y corporal, acoso sexual son también los comentarios sobre la apariencia de una persona y toda la serie de actitudes que se generan alrededor. En mi caso, la situación vivida se convirtió en un rechazo al propio cuerpo y me hizo reflexionar acerca de si la belleza, al final, la belleza que todas las mujeres tenemos, es una bendición o una maldición.

Desde mi punto de vista, la discriminación sexista en el trabajo es un problema psicosocial debido a que provoca una discriminación y un reconocimiento diferencial en función del género: mientras la mujer es menospreciada sin fundamento, al hombre se lo alaba y enaltece como una figura modelo y pilar sobre el que sustenta el sistema.

A pesar de los progresos que han tenido lugar desde la incorporación a gran escala de la mujer en el mundo del trabajo, la barrera de los sexos no ha desaparecido del todo. Aunque hoy son raros los oficios cuyo desempeño esté explícitamente prohibido al "segundo sexo", no es menos cierto que sigue siendo infrecuente el ascenso de mujeres a los puestos directivos y a los más altos escalones de las jerarquías.

Como ya sabemos, desgraciadamente la posición de la mujer en el mundo laboral siempre ha estado relegada a un segundo plano. Con la típica frase de “gracias a tu cara bonita conseguirás todo lo que te propongas”, se refuerzan estas conductas negativas, que para nada ayudan a la mujer a luchar en la jungla que es el mundo laboral en igualdad de condiciones. A veces parece que el currículum, tus conocimientos y tus aptitudes son algo secundario y lo que prima es tu aspecto por encima de todo lo demás.

Creo que lo más grave de este asunto es que no solo son los hombres los que hacen uso de la discriminación sexista para sus fines personales. Se trata de prejuicios arraigados tan profundamente en la sociedad que las mismas mujeres avalan muchas veces con su comportamiento un trato desigual, que las degrada y menosprecia, rebajándolas a simple objeto sexual, humillándolas y, en una palabra, envileciéndolas hasta tal punto que no son pocas las que se sienten culpables por lo que les sucede.

Privar a la mujer de su pleno desarrollo intelectual y profesional es injusto. Negar a la sociedad esa aportación es desaprovechar su potencialidad. No es por casualidad que el porcentaje de las mujeres desempleadas sea muy superior al de los hombres.

Así pues, es tarea de todos nosotros, de todas nosotras, trabajar en pos de la eliminación de estas relaciones sexistas de poder, concienciar a la gente para que tenga y practique tanto el respeto personal como el mutuo. Más allá de nuestra condición sexual o laboral, de si somos hombres o mujeres, jefes o compañeros, el acoso no debe ser aceptado ni reproducido en ningún sentido. Toca remangarse y trabajar colectivamente para reformar la sociedad y dejar estos actos de vulneración en el pasado de una vez por todas. ¡Quiero estar orgullosa de ser, además de profesional, mujer! Si queremos un mañana mejor, el cambio debe empezar por nosotros, hoy mismo.

Como cuido mi mente y mi mundo interior, como intento aprender y crecer cada día en el ámbito profesional, así también me preocupa mi apariencia exterior. Me maquillo y me pongo tacones cuando voy a trabajar: ¿debería avergonzarme o asumir que, simplemente por eso, voy a ser tratada como un cacho de carne? No, no me siento culpable. Estoy orgullosa de mi feminidad. Mi poder emana de mi propia naturaleza. El derecho a cultivar mi belleza interior y exterior es el fundamento de una vida digna y no dejaré que nadie me lo arrebate.