Ni cien días tardó Donald Trump en demostrar que no es un presidente ‘al uso’ –lo que ya muchos sospechaban- como venían denunciando desde el Partido Demócrata y desde el núcleo duro de los conservadores. Por cierto, élite a la que el magnate untó bien de dólares para hacerse candidato. Es un periodo vital para el devenir en la gestión del inquilino de la Casa Blanca que medios, establishment y ciudadanía analizan minuciosamente.

Trump se autoconvenció de que no necesita ningún tiempo de prueba y se siente con derecho innato de ocupar el poder hasta el fin de los tiempos, a pesar de que el impeachment ronda por la cabeza del creciente sector crítico. No hay una hoja de ruta y Estados Unidos es un gigante que navega a la deriva en un mar ártico lleno de hielos asesinos al acecho. Incluso el Titanic se hundió.

Analistas y equipos de redacción se esfuerzan por escudriñar documentos, declaraciones, notas de prensa y palabras sueltas recogidas en algún off the record o en algún testimonio cómplice que pueda aportar pruebas. Su guardia pretoriana tampoco sirve de ayuda, no saben o no quieren saber lo que se cocina en el Despacho Oval ni quién es el chef.

Una a una van cayendo las teorías que hace unos meses copaban la mayoría de los titulares y debates mediáticos. ¡Un giro radical sobre la Administración Obama! ¡Un títere que es movido por los hilos caprichosos de Putin! Y así van siendo revocadas todas en cada una de las decisiones que Trump va tomando.

La política interior va encaminada a cumplir lo que el magnate había anunciado hasta la saciedad. El asunto migratorio, la reforma sanitaria y el impulso de una economía de un marcado carácter autárquico van haciéndose cada vez más reales aunque con serios reveses. Los legisladores norteamericanos se alzaron como adalides de los intereses ciudadanos por encima no ya de la Casa Blanca, sino del ego presidencial.

Pero Trump sufriría un impacto brutal en su línea de flotación. Su faraónica obra -esa que le haría un hueco en el monte Rushmore al lado de Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln- se desvaneció por falta de presupuesto. Una vez más, el dinero se levantó como el arma más eficaz. Ni apelar al espíritu JFK, fabricando una saga a imagen y semejanza de los Kennedy sirve para reflotar su denostada imagen pública.

Parece que tras los muros que protegen el Camelot moderno hay alguien extrañamente culto con cierto gusto por los clásicos. Seguro que leyó la magistral obra de Nicolás Maquiavelo. El Príncipe ha sido la Santa Biblia de muchos fieles vasallos que aconsejaban a sus señores. Una muestra de fuerza… es el mejor remedio para todo mal.

La política exterior es la que realmente marca a un verdadero líder y Trump ansiaba serlo. Prometió en todos sus actos de campaña que EEUU no intervendría en conflictos internos de difícil solución y con grandes pérdidas. Un mantra para denostar a su sucesor, el ‘pacifista’ Obama. Y cuando su popularidad estaba más resentida, surgió de la nada un avión que bombardeó, con armamento químico, una inofensiva población en Siria.

La matanza fue la chispa como aquella que causó la explosión del USS Maine en Cuba. Y no llegaría en mejor momento, la visita del presidente chino. Aprovechó el postre para lanzar un ataque unilateral contra objetivos sirios en una clara muestra de músculo. Así comenzaba el efecto dominó y una a una las piezas empezaron a caer como la ‘madre de todas las bombas’ en Afganistán -otra de las eternas promesas- donde EEUU mantiene una operación de no retirada.

El mundo asistió en los últimos meses a una escalada de tensión inusitada lanzada a capricho desde el Despacho Oval. Era el turno de Corea del Norte. La guerra dialéctica mete más miedo en los cuerpos que un ataque preventivo, ya que nadie puede pronosticar cuál o cuándo llegará el punto sin retorno. Sorprende y mucho la inacción de Naciones Unidas, un organismo desaparecido en los últimos tiempos, igual que su desconocido secretario general.

El bueno de Donald sabe que maneja los tiempos a su antojo. Si quiere meter presión… anuncia el envío de una flota a la costa de la península coreana, aunque los barcos se mantienen dando rodeos en otras aguas. También es capaz de dar un giro de 180 grados de la noche a la mañana, asegurando que le gustaría reunirse con Kim Jong-un. Una muestra clara de la bipolaridad que evidencia en su gestión.

Trump subió al mundo a una montaña rusa sin que nadie supiera quién controla los mandos y, lo que es peor, no hay pausa para bajarse. Europa bastante tiene con recomponerse, eso sí, con mejor cara tras la victoria de Macron. Mientras, los medios ya no pueden decir aquello de que Putin maneja los hilos. Si lo hace, lo disimula muy bien.