Suele suceder que uno utilice palabras sin tener la más peregrina idea de lo que se oculta detrás, lo que se traduce en malentendidos que pueden traer desastres de proporciones. Mi obsesión con la semántica, la etimología, los significantes y los significados, proviene de ese temor: descubrir que fui víctima de un error como el de Fernanda, personaje de Cien años de soledad, que confundía el culo con las témporas.

Culo, en su acepción anatómica, designa el conjunto de las dos nalgas, también llamado trasero. Las témporas, en la Iglesia católica, son breves ciclos litúrgicos, –correspondientes al inicio y término de las cuatro estaciones del año–, consagrados a la plegaria y a la penitencia. Uno se pregunta cómo es posible confundir el uno con las otras, pero sucede.

La prudencia y la precisión mandan el uso de palabras cuyo significado sea comprensible. Ya estamos: encontré la dificultad cuando quise escribir algo sobre el centro. La noción presta a confusión.

Si miras un buen diccionario, centro es un lugar de convergencia de acciones particulares coordinadas (centro de mando). En el ámbito del urbanismo, el centro designa un barrio en el que se concentra algún tipo de actividad (comercial, financiera, médica). En el círculo, el centro es el punto del que equidistan todos los de la circunferencia. En la esfera, el punto interior del que equidistan todos los de la superficie. En los polígonos y poliedros, el punto en que todas las diagonales que pasan por él quedan divididas en dos partes iguales. En física, el centro es el punto de un cuerpo en el que, si aplicas una cierta fuerza vertical, anulas las fuerzas de gravedad que actúan sobre él (centro de gravedad). En Camerún, Centro es una de las diez regiones del país, cuya capital es Yaundé.

Parece sencillo, y no lo es. Si te refieres al centro político, el diccionario lo define como «tendencia o agrupación política cuya ideología es intermedia entre la derecha y la izquierda».

Es de notar que el centro tiene ideología, lo que genera confusión visto que quien se define como centrista suele afirmar que las rechaza todas, sustituidas, las más de las veces, por la panacea del ‘pragmatismo’. Ese tipo de pragmatismo que lleva a utilizar centro como prefijo para formar palabras derivadas como centroderecha o centroizquierda. Tú, que de esto sabes un puñado, intenta definir centroizquierda –o centroderecha– a partir de la definición de ‘centro’…

De ahí que postular que el centro político es un error antropológico exija algunas explicaciones. Es posible que el nombre de Henri Laborit no te diga nada. Si te dedicas a la viticultura, o en estricto rigor al cultivo de moluscos poliplacóforos, no pasa nada (aunque en el caso de los moluscos no estoy tan seguro). Pero si te interesa la política… lo tienes crudo.

Henri Laborit, biólogo, médico militar, psicólogo, filósofo y etólogo francés, dedicó buena parte de su trabajo científico a estudiar el comportamiento animal y humano, y describió los mecanismos psicobiológicos de la dominación y la sumisión.

Las investigaciones de Laborit le llevaron a acordarle una importancia creciente a la memoria y al aprendizaje (provenientes del contacto del individuo con su medio, particularmente el medio humano) en comportamientos que otros veían como ‘innatos’. En la Introducción a su libro La paloma asesinada, Laborit escribe:

La agresividad es un ejemplo. No habíamos distinguido la agresividad depredadora de la agresividad defensiva, ni de la agresividad competitiva. Esta última es prácticamente la única que persiste en el hombre. Resulta del aprendizaje de la “gratificación” experimentada en el contacto con un ser o un objeto ‘gratificante’, o dicho de otro modo, del aprendizaje de nuestro ‘placer’ (Freud).

Si la misma experiencia de los mismos objetos o seres fue hecha por otro que también quiere conservarlas a su disposición, resulta la noción de propiedad y la aparición de la competencia por conservar el uso y el disfrute del objeto gratificante. El proceso está en la génesis de la agresividad competitiva y de la búsqueda de la dominación».

Servidor ve surgir –ante sus ojos maravillados– el conflicto. Pero lo bueno viene ahora:

«El perdedor de la pelea, el sometido, pondrá en acción un cierto número de vías y áreas cerebrales que conducen a la inhibición de la acción. Pero si la inhibición persiste, el desorden biológico que acarrea, dominará toda la patología: bloqueo del sistema inmunitario que abrirá la puerta a las infecciones y a las evoluciones tumorales, destrucciones proteicas que generan insomnio, pérdida de peso, retención de agua y de sales, ergo hipertensión arterial y accidentes cardiovasculares, comportamientos anormales, neurosis, depresión, etc.».

Leído lo cual te vas a la farmacia más cercana a comprar las benzodiacepinas y otros psicotrópicos, ansiolíticos, sedantes, hipnóticos, anticonvulsivos, amnésicos y miorrelajantes que te mantienen más muerto que vivo en la sumisión cotidiana generada por el paraíso de la libre competencia.

Porque…

«Las relaciones que se establecen entre los individuos no son aleatorias, sino que resultan de la actividad de su sistema nervioso. Ahora bien, todas las acciones de un organismo por intermedio de su sistema nervioso tienen solo un objetivo, el de mantener la estructura de dicho organismo, su equilibrio biológico, realizar su placer. La única razón de ser de un ser es ser».

En el siglo XVII, Spinoza lo había expresado a través de su noción filosófica de conatus, el ‘esfuerzo’ de existir, la perseverancia del ser en seguir siendo. Pero no estamos solos. Otros cuerpos también se esfuerzan en seguir siendo y tienden, quiéranlo o no, a reducir nuestra potencia de existir. He aquí, nuevamente, el conflicto.

Dicho de otro modo, el conflicto –así como la agresividad y la violencia que lo acompañan como su sombra–, sin ser innato, es consustancial al ser humano.

Los filósofos del Siglo de las Luces (Locke, Voltaire, Rousseau, Montesquieu…) entendieron que para vivir en sociedad era necesario definir una regla que impidiese devorarse unos a otros. La regla común, aceptada por todos porque adoptada por todos, en virtud de un principio ya presente en el derecho romano: quod omnes tangit ab omnibus approbari debet. Lo que afecta a todos debe ser aprobado por todos.

La regla común proviene de la soberanía del pueblo. Cuando Andrés Zaldívar niega esa soberanía, para secuestrarla en manos de un puñado de oligarcas, comete un acto de una violencia inaudita. Genera conflicto, o más bien lo revela. Con descaro y, accesoriamente, con Escalona.

He ahí mi tema: la negación del conflicto como sustrato del ‘centrismo’ en política.

Hace algunos años escribí una nota titulada Elogio del disenso, como un grito de alarma contra la peligrosa ilusión de la ausencia del conflicto. Porque la negación del conflicto reposa en la adopción de los intereses de los poderosos como símbolo de los intereses de todos. «Error antropológico« dice Frédéric Lordon. «Horror antropológico» agrego yo.

Lordon, en una nota publicada en el año 2005, escribe:

…hay que tener un stock de serios argumentos antes de lanzar a la cabeza de un movimiento político la calificación de “error antropológico”. No obstante (…) la utopía centrista de reconciliación y de paz política perpetua procede de un contrasentido de tal profundidad (…) que merece ser calificado de ‘antropológico’. El centrismo niega una cuestión esencial: el conflicto, la agresividad, la violencia.

La violencia es el hecho social fundamental, la condición primordial de la coexistencia de los hombres, aquello contra lo que la vida colectiva debe luchar permanentemente para mantenerse. Ahora bien, la violencia está en todas partes.

(Lordon)

Hoy en día, en el lenguaje insípido –rectificado, pulido y lubrificado por las agencias de marketing político– no hay izquierda sino centroizquierda, ni derecha sino centroderecha. La indiferenciación de los programas y de la práctica política de unos y otros facilita el ‘consenso’ y el cogobierno, y se reúne en un elemento geométrico común: el ‘centro’. Ahora bien, ¿cómo tomar en serio proyectos políticos que niegan el conflicto, ese elemento esencial, vital, consustancial al ser humano?

Lordon prosigue:

Se puede decir de la violencia que es densa en la sociedad. Violencia y dominación entre patrones y empleados, violencia y dominación entre representantes y representados, violencia y dominación entre jefes y subordinados, entre clientes y proveedores, profesores y alumnos, propietarios e inquilinos, curas y fieles, y, fuera de toda desnivelación jerárquica o social, entre competidores, incluso entre colaboradores, y hasta en la pareja enamorada o entre dos amigos.

Por eso es el peligro social por excelencia, el fermento de la descomposición explosiva de los grupos, su amenaza permanente. Como su esencialidad hace imposible la solución que sueña con extirparla definitivamente, solo quedan disponibles las diversas vías de su acomodo, es decir las formas que la hagan soportable».

Lo que evita el canibalismo recíproco son las reglas. Esas que, en democracia, se aplican –o más bien, debieran aplicarse– a todos del mismo modo. Pero, dice Lordon, la democracia «no erradica la conflictualidad política fundamental….

La democracia se transforma en ilusión cuando algunos interpretan la tranquilidad como la posibilidad de olvidar la confrontación. El centrismo hizo de ese contrasentido el núcleo de su credo político. Tomar la pacificación democrática por la superación de la guerra, es cometer el más trágico de los errores (o la más infame de las manipulaciones, agrego yo) porque se puede estar seguro que la conflictualidad negada aquí, resurgirá en otro sitio….

La conclusión de Lordon vale para la sociedad chilena : esta verdadera llaga política, que consiste en el olvido de la violencia a acomodar y la confusión entre conflictualidad regulada y conflictualidad superada, mina la sociedad chilena desde hace casi 30 años.

El ‘consenso’, lo que Andrés Zaldívar llama ‘la cocina’, la política de los ‘acuerdos’ que ensalzan los grandes patrones, niega el conflicto, niega que los intereses de quienes se benefician del orden social, económico y jurídico impuesto en dictadura, divergen dolorosamente de los intereses de quienes sufren las consecuencias de un modelo ilegítimo, injusto y depredador del país y de su población.

La resurgencia de la agresividad y de ciertas formas de violencia –en particular la violencia del Estado– no es sino la manifestación más clara de la supervivencia de los innumerables conflictos que atraviesan la sociedad chilena.

Laborit, afirmando que la agresividad y la violencia no son ‘innatas’ en el hombre, escribe:

…la policía o los ejércitos nunca prohibieron los actos de violencia, del mismo modo que las instituciones internacionales tampoco prohibieron las guerras, habida cuenta que sencillamente impusieron las leyes que expresan la dominación de los más fuertes sin intentar comprender los mecanismos en cuestión; ellas hacen respetar por medio de la violencia, una violencia institucionalizada....

En el siglo XVII, Jean de La Fontaine lo había inscrito en letras de oro en su célebre Fábula del Lobo y el Cordero: «La raison du plus fort est toujours la meilleure», la razón del más fuerte es siempre la mejor.

De modo que, expulsados por la puerta, los conflictos regresan por la ventana.

Afirmar que los intereses de las Isapres coinciden con los intereses de sus víctimas es una infamia. Pretender que el destino de millones y millones de jubilados y futuros pensionados está ligado al lucro indecente de las AFP es una ignominia. Hacer de la CPC, o la Sofofa, el representante por excelencia de los ‘empresarios’ es una falacia, visto que cientos de miles de pequeños y medianos empresarios –social y sociológicamente más cercanos a un asalariado cualquiera que a Luksic, Piñera, Angelini, Paulmann, Solari o Matte– no forman parte de la ‘elite’ que frecuenta Casapiedra, ni se reúnen periódicamente con el jefe de Estado ni el ministro de Hacienda.

Del mismo modo, los intereses de la decena de familias poseedoras de las riquezas del mar, en virtud de una expoliadora Ley de Pesca, están en conflicto abierto con los intereses de los pescadores artesanales. Los vendedores de una dizque “enseñanza superior”, en realidad mercaderes de diplomas devaluados, viven de la estafa de la población estudiantil y sus familias. Los intereses de quienes saquean las riquezas básicas (cobre, litio, agua, bosques…) están en conflicto mortal con los intereses de toda la nación. La lista de los conflictos que atraviesan la sociedad chilena es interminable.

Hace falta una fuerte dosis de cinismo para pretender que la ‘política de los acuerdos’ resuelve la masa de contradicciones larvadas que solo espera el momento propicio para transformarse en conflicto abierto, en agresividad y en violencia.

¿Cómo, en esas condiciones, pretender a un fantasmagórico ‘consenso’? ¿Consenso en torno a qué? Una vez más, en torno a los intereses de los poderosos. Los intereses de la casta dominante que confisca la riqueza generada con el esfuerzo de todos, presentados como el interés común, el interés general.

Frédéric Lordon lo expresa así:

«Todos esos tipos, felices de encontrarse, subrepticiamente, de acuerdo sobre las grandes orientaciones de la política pública, en particular de la política económica –libre mercado, financiarización, ortodoxia presupuestaria y monetaria– y sin tener nada que mostrar sino diferencias secundarias, con tanta más ostentación que estas son tendencialmente evanescentes, obran de hecho, pero sin saberlo, al desmantelamiento de un régimen histórico de regulación de la violencia política. Sin sustituirlo con nada puesto que están persuadidos de hacer acceder el país –¡por fin!– a un régimen de unanimidad coordinada por la razón experta, una suerte de ‘más allá del conflicto’».

Queda por saber dónde, cuándo y bajo qué formas resurgirán la agresividad y la violencia que por lo demás nunca cesaron. La simple aparición de un embrión de alternativa a los ‘centros’ (centroderecha y centroizquierda), aun cuando emoliente, ambigua, desordenada, sin programa ni rumbo claro, y cuya estrategia se limita a competir en el marco de una institucionalidad tramposa (otra forma de violencia…), titila ya los instintos agresivos de políticos parasitarios, prensa, ‘expertos’, periodistas, famosillos y grandes empresarios. La experiencia histórica muestra que el recurso a la ‘moderación’ (del lenguaje, del programa, de los modos de acción…) por parte de la alternativa a la dominación de los poderosos, no basta para desarmar la ‘agresividad defensiva’ (como la llama Laborit) de un grupo consciente de su dominación y del control que ejerce sobre los elementos ‘gratificantes’ que monopoliza en su propio beneficio.

Para ello el grupo dominante dispone de la prensa, la TV y los medios de comunicación de masa. Es interesante la visión que de ellos nos ofrece Laborit, a partir de un análisis del conflicto que comienza en el nivel molecular, asciende hacia el ámbito de la célula, del órgano y del organismo, para proyectarse en el grupo, la sociedad, los Estados y los grupos de Estados que, desde el neolítico hasta ahora, constituyen estructuras de dominación:

La utilización de los ‘mass media’ que, según parece, “informan”, le permite a la información fluir siempre en un solo sentido, del poder hacia las masas. (…) el dinero permite realizar, de manera sutil e inaparente, la automatización robótica de las motivaciones, crear deseos, manipular afectivamente la opinión pública sin que la finalidad del sistema aparezca nunca a la luz del sol.

El ‘centrismo’, la voluntad de seguir negando el conflicto, se infiltra en todas partes. Para decirlo en palabras de Lordon :

Lo peor en este asunto está ligado al hecho que el centrismo puede contar con la ayuda de fuerzas colectivas muy poderosas que trabajan el cuerpo social en profundidad y son el co-producto, invertido, de la violencia fundamental: las fuerzas del deseo de paz. Porque los individuos tienen confusamente consciencia de la omnipresente violencia, la “gran reconciliación” es la más tenaz de las ficciones consoladoras.

Laborit, desde su punto de vista de etólogo, hablaría de ‘inhibición de la acción’, lo que está lejos de significar el fin del conflicto, y ofrece, apenas, la posibilidad de no desaparecer aun cuando suele terminar en patologías letales. Lordon, prosigue:

El amor, la amistad, la familia son imaginados como remansos de paz, lugares donde será posible reposarse de las agotadoras agresiones de la violencia circundante. Un sociólogo durkheimiano agregaría la eucaristía dominical, ese momento en el que se dice explícitamente que los fieles comulgan, es decir –con perdón de la tautología–, fusionan, por un breve momento en una comunidad que suspende los conflictos sociales y libera de las fatigas de la lucha.

La «Alegría que viene» vuelve a sonar en los oídos, dando paso, ipso facto, a los ecuménicos discursos sobre la “reconciliación”: el conflicto desapareció, somos todos chilenos, venid y vamos todos con flores a María…

Concluyamos con Frédéric Lordon:

Como «reconciliación de la derecha y de la izquierda, y superación de las facciones (…) el centrismo es la vida política concebida como un modelo de eucaristía a gran escala, menos la transubstanciación, desde luego. A los partidarios del centrismo que se confiesan cristianos habría que recordarles que siempre llega el momento en que la misa termina y hay que salir de la iglesia. Para regresar al mundo social tal como es, o sea atravesado de conflictos.

En matemáticas se sabe que hay funciones en las que se produce una discontinuidad por paso al límite cuando la prolongación de una tendencia a su punto culminante tiene por efecto el de invertir brutalmente la curva. En el campo de la política no se habla de ‘discontinuidad’ sino de revolución.

Una vez más, nos vemos obligados a definir la palabra que utilizamos. Hay revoluciones políticas que se comportaron en el estricto sentido etimológico del término: del latín revolutio, vuelta, regreso. Como en mecánica, dieron una vuelta en torno a un eje para regresar al punto de partida en el que una cierta oligarquía ejerce la dominación sobre los sumisos. En suma, no hubo cambio de dirección, ni social, ni político.

La ‘revolución’ política que permitió el fin de la dictadura y el alejamiento progresivo de Pinochet del poder, es un bello ejemplo. En ese caso “No” quiso decir “Sí”.

Para decirlo en palabras de Henri Laborit, «la única diferencia consiste en que el poder dogmático, que no tenía para imponer su discurso sino la coerción y el crimen de Estado en gran escala”, fue sustituido por otro en el que “el dinero permite realizar, de manera sutil e inaparente, la automatización robótica de las motivaciones, crear deseos, manipular afectivamente a la opinión pública, sin que la finalidad del sistema aparezca nunca a la luz del día».

Cantando loas a la reconciliación: somos todos hermanos, se acabó el conflicto.

Si, por el contrario, “Una revolución es un cambio social fundamental en la estructura de poder o la organización que toma lugar en un periodo relativamente corto o largo dependiendo la estructura de la misma”, ese cambio fundamental no pasa necesariamente por una guerra civil. Salvador Allende intentó probarlo.

La violencia, en este ámbito, es siempre la respuesta del dominante sobre el sumiso, que hasta ese momento, en la noción de Laborit, se había contentado con vivir en la ‘inhibición de la acción’, cuya única recompensa es no ser exterminado por el dominante.

El programa del centrismo, en política, es ese: no hacer nada que provoque la violencia del poder dominante. Ser ‘razonable’, ‘moderado’, pidiendo lo que el dominante pudiese ceder sin cuestionar su poder. El centrismo lo hace negando el conflicto. O sea un elemento consustancial al ser humano. De ahí que, según Lordon, el centrismo sea un error antropológico.

Para mí, un horror antropológico. Para convencerse, basta con mirar las consecuencias.