El Doctor Rieux, personaje principal de La Peste (Albert Camus, 1947) bien podría haberse encontrado con Raskólnikov, protagonista de Crimen y Castigo (Fiódor Dostoievski, 1866) en la plaza de la Independencia de Kiev donde la pasada semana se fraguó una de las batallas más cruentas de los últimos años en Europa. Entre los cócteles molotov de los manifestantes, los disparos indiscriminados de los francotiradores a sangre fría o los vacíos de balas a quemarropa, imagino ambas figuras de la literatura, con toda la fuerza vital que conlleva una obra de arte plasmada en un papel, departiendo acerca de lo que ven sus ojos. Sería fácil reconocer al Doctor Rieux corriendo de un lado para otro, ayudando a quien se aleja de la vida, olvidando el absurdo de lo que está viviendo. Justo en el lugar donde los argumentos e ideas se entrelazan con las balas, la sangre y la destrucción. Ejerciendo, realizando, empujando. Todos verbos de acción. En otro contexto se podría dibujar a Raskólkinov entre aquellos que aguardan con espíritu inacabado su turno. Con la voluntad de quien quiere ejercer para ayudar y con ello ayudarse a sí mismo, pero no puede ni sabe. Sin un rumbo hacia el que dirigirse, y por tanto, abandonándose a la locura.

Ambas actitudes, tan diferentes en su procedimiento, son igualmente derrotistas. El despertador que ha supuesto la violencia ucraniana, con más o menos intensidad, en el pensamiento europeo, ha zarandeado el inmovilismo actual de la sociedad del viejo continente que parece esperar que las soluciones a los problemas caigan por su propio peso. Y los razonamientos, como ocurre con cualquier crisis, se han desbordado. Por eso aparece Rieux, que se rebela ante la muerte y la miseria de la única manera material que tiene el hombre de hacerlo: tratando de hacer lo que uno sabe, ayudando a los demás y no reflexionando acerca del fin porque acaba por ser algo absurdo e improductivo. Enfrente se configura Raskólkinov, atormentado por el pecado, por la escena en la que se ha convertido el ser humano, incapaz de continuar un camino propio sin cercenar el de otros. Y acabando por abandonarse a esa destrucción que no es otra cosa que la aceptación de la vida es absurda.

La sociedad europea, tan encantada de conocerse a sí misma, ha visto cómo en el umbral de su casa también se mata por matar. Algo que parecía ya lejano, más en pensamiento, que en tiempo (guerra de Bosnia, 1992-1995). Incluso es simbólica la plaza donde se llevó a cabo la batalla. Majestuosa, ciudadana, urbana. Muy civilizada. En las fotografías anteriores a la lucha incluso parecía difícil imaginar que se pudiera tirar un papel al suelo de aquel casi suntuoso lugar. Sin embargo, cayeron neumáticos quemados, balas y cuerpos. Los hombres lucharon, guiados por una de las esencias del hombre, la de cuestionarse lo que está ante sus ojos, incluso a sabiendas de que todo viaja en un gran canal que desemboca en el absurdo. Tal y como el poeta y soldado (dos disciplinas donde se está muy cerca de la condición humana) Jorge Manrique iluminó en Coplas por la muerte de su padre (1476) el fin, y por ende, la crisis siempre acaban por llegar. Esa plaza fue por unos días esa desembocadura donde los hombres bailaron con su fin.

Como decía el hombre, como ser humano, se cuestionó en Kiev, y hubo algunos que se movieron para luchar contra lo absurdo, como el Doctor Rieux y otros que se abrazaron a él como Raskólkinov. Ambos cayeron derrotados.

Son dos maneras de enfocar la vida. La solidaridad vivida en la plaza de la Independencia de Kiev a través de voluntarios sanitarios, algunos formados, otros ayudantes, es sólo comparable a la violencia que aconteció en ese mismo lugar. La crisis saca lo peor y lo mejor de las personas. Europa tiene que reflexionar sobre dónde quiere ir. Obviamente los problemas son diferentes según cada país, pero el susto en el futuro puede ser calcado. El problema radica en que el absurdo comienza a llenar las vidas de cada vez más personas, y entonces ocurre que lo irrazonable ya no es el fin, sino el todo. Y en ese momento Rieux desaparece para dejar paso a Raskólkinov. Y el ciudadano acaba por escoger abalanzarse en brazos del absurdo prematuro.