Una obra de teatro que cuenta la historia de 1.600 judíos asesinados en la ciudad de Jedwabne, en verano del 1941 en Polonia. Recientemente se descubrió que los responsables de la masacre no fueron los nazis, sino los habitantes de la aldea. Tadeusz Slobodzianek nos cuenta la historia, describiendo una clase de niños que sigue en el tiempo, a partir de 1925, y los lleva hasta el periodo de la postguerra. La clase estaba dividía entre católicos y judíos y el hecho de haber usado como escenario una clase en una escuela le permite reconstruir todos los detalles que, en un espiral de violencia, llevaron a la tragedia.

Además, la clase de alumnos es usada como una matriz de la memoria, donde todas las interacciones, que nos definen como persona, toman sus primeras formas fuera del ambiente protegido de la familia y que, para muchos, representa el primer encuentro serio con la realidad social, sin pensar en el mito de la “inocencia de los niños y el supuesto rol de la escuela en la “educación”, que aquí son aniquilados por la realidad misma. Todo existe en un contexto histórico social que invade todos los rincones de la vida.

Los niños católicos inician a rezar, los judíos son desplazados al fondo de la clase, aparecen los primeros conflictos, la discriminación, las peleas. Hasta que uno de los protagonistas con sus secuaces visita la casa de una de sus compañeras de clase para violarla, después de haberla separado de su bebe. Pero la fuerza de esta obra teatral está, por un lado, en la descripción de estos encuentros cotidianos en la clase y la fuerza que implica ser testigo de un drama, que se desenvuelve de frente a nuestros ojos y que no podemos evitar. Los pequeños gestos se agrandan y se convierten en olas enormes, que arrasan con todo y con todos y donde los verdugos mismos también son víctimas impotentes de su propio destino y cultura, como sucede en toda tragedia.

El tema de esta obra excepcional, fuerte y densa es la memoria y esta, en sí, es un cuchillo de doble filo, ya que nos encierra en el pasado y nos da la ilusión, a veces, de poder impedir nuevos desastres. Pero todos somos prisioneros de nuestra memoria y algunos la convierten en rito, una misión que puede volverse autodestructiva. La peor tragedia es la incapacidad de olvidar y sin memoria no tenemos pasado ni identidad y la humanidad desangra entre estos dos extremos.

HAce unas semanas asistí a la presentación de esta obra en el teatro nacional de Montenegro en Podgorica, la capital del país. Montenegro ha vivido recientemente una guerra, en una tierra marcada por las guerras, donde el drama de Our class seguramente ha sido vivido y revivido por muchas personas y los recuerdos y las heridas están aún abiertas. La obra fue presentada magníficamente por un colectivo de actores israelíes, pertenecientes al grupo de teatro Habima y al Cameri teatro de Tel Aviv.

Una presentación intensa, llena de emociones y conflictos, que en pocas horas representa el drama eterno de la humanidad, que se desenvuelve en tres frentes: la lucha entre el bien y el mal, la pertenencia a grupo opuesto y separado de otros grupos, junto al conflicto omnipresente entre la memoria y el olvido.

El colectivo de teatro está viajando por los Balcanes con el apoyo de los gobiernos locales y el gobierno de Israel y no puedo negar que, volviendo a Budva, después de un coctel con las autoridades locales, la prensa local, el embajador de Montenegro en Israel y dos embajadores de Israel en los Balcanes, junto a los actores, mi mente se llenó de emociones e imágenes de mis tragedias personales, que están aún presentes y que además duelen en lo más recóndito del alma, con el único alivio de que yo he sido solamente una víctima. Esta obra, representada en esta manera, debería girar por todos los países del mundo y cada individuo debería verla.