Azul, completa e intensamente azul, sin ni siquiera una nube, estuvo el cielo hasta hace un par de semanas, tras un prolongado verano, denominación incorrecta para nuestra estación seca, pero de uso común entre quienes habitamos la cintura del continente americano. Pero, como es usual en el trópico, todo puede cambiar de súbito con algún aguacero imprevisto y descomunal, que estremece y reverdece todo, en estos días de abril o mayo, cuando está pronto a instalarse el invierno o estación lluviosa.

Así son los días actuales, cuando huele a lluvia, e incluso ya han caído algunas, y veo llegar tres o cuatro hembras de yigüirro a una especie de cornisas que hay en mi casa, sitios ideales para tejer y establecer un nido. Puesto que vivo en un lugar suburbano y aún rodeado de cafetales y algunos prados arbolados, afanosas ellas buscan fragmentos de raíces y briznas de hierba, para pronto iniciar su labor de hábiles tejedoras, que complementan con el de alfareras, pues sus pequeños nidos con forma de copa también están recubiertos por lodo.

Tiempo de yigüirros, porque aquí donde resido, desde antes de clarear ya se escucha esa grata sinfonía, que se extiende todo el día, hasta que oscurece. Tan complejo es el canto, que los ornitólogos Gary Stiles y Alexander Skutch lo describieron como "una serie continua y larga de frases variadas, que incluye silbidos ligados, gorjeos, trinos cortos, y de vez en cuando, notas secas o penetrantes". Son los machos, que deleitan con sus rebuscadas vocalizaciones a las hembras -que no cantan- para convocarlas al encuentro, a la cópula. Y cada uno hace sus propios requiebres o variaciones, en una impecable competencia melódica entre todos los que ocupan cierta zona, para demostrar que es digno de atención y que debería ser el elegido, junto con el territorio que ha establecido para unirse a su amada.

Dicen nuestros campesinos -como parte de su folclore- que los yigüirros anuncian la llegada de las lluvias. Aún más, afirman que este canto tiene el poder de llamar a las nuevas aguas, como si, por un conjuro o sortilegio, la fuerza de ese coro incesante y colectivo tuviera el poder de formar nubes y después licuarlas desde el cielo. En congruencia con esta idea, una antigua canción escolar de Marco Tulio Castro dedicada a esta ave, asegura que

con promesa de esperanza
oye el canto el labrador;
pronto estará la labranza
humedecida y en flor.

Pero eso no es así. Son los inexorables y maravillosos ciclos de la naturaleza, que se repiten año con año, y en los que varios factores se conjugan para que los yigüirros puedan aparearse y procrear en la época ideal. Así, emergidos de los nidos construidos con destreza por la hembra, sus pichones podrán disfrutar de los abundantes alimentos inducidos por la precipitación -de manera directa o indirecta-, como pequeños frutos, semillas, insectos, lombrices y caracoles. Es decir, es la cercanía de la estación lluviosa, que ellos detectan gracias a diversas pistas ambientales, lo que motiva a los machos a cantar, para buscar consorte y reproducirse, y a las hembras a preparar su cuerpo para la fecundación.

En fin, ese es nuestro yigüirro, que vive desde México hasta Colombia, también conocido como cenzontle, mirlo pardo y zorzal pardo. Nada huraño, y más bien confianzudo, es un inseparable compañero de nuestros campesinos, pues gusta mucho de las áreas abiertas y los predios cultivados. Compensa con su primoroso canto el humilde y monótono plumaje pardo que lo recubre, y eso le ha merecido el reconocimiento como ave nacional de Costa Rica, a pesar de tener nosotros numerosas especies de aves de colores y formas únicos y espectaculares. Y es que, omnipresente en nuestra literatura, inseparable del terruño y de inmemoriales recuerdos -es decir, bien incrustado en el corazón-, lo cierto es que el yigüirro es parte de nuestra esencia.

Y, ¡cosas de la vida!, no imaginé nunca el paralelismo del entrañable yigüirro con un ave de la que me enteré lejos de la patria, que se llama sabiá, lo cual me ha llevado a escribir estas letras.

En efecto, a fines de los años 70 e inicios de los 80, mientras cursaba mis estudios doctorales en la Universidad de California, tuve la fortuna de departir a menudo con varios amigos brasileños, así como con otros estadounidenses muy identificados con América Latina. Fue entonces cuando descubrí a cantantes o compositores como Vinicius de Moraes, Tom Jobim, João Gilberto, Dorival Caymmi, Gilberto Gil, Milton Nascimento, Chico Buarque, Gal Costa, Elis Regina, Maria Bethânia, Caetano Veloso, etc., voces que me han acompañado hasta hoy, junto con otras más nuevas. Cuento ahora con una rica colección de discos compactos, ya superados los tiempos en que mi magra beca de estudiante no permitía más que reproducir en casetes los discos que me prestaban.

De los discos de Chico Buarque, había uno en el que figuraba una nostálgica canción intitulada Sabiá, que siempre disfruté, pero que nunca comprendí por completo. Sin embargo, hace pocos años, y gracias a la internet, me percaté de que el sabiá (Turdus rufiventris) es una especie congénere de nuestro yigüirro (Turdus grayi) y, además, es el ave nacional de Brasil, aunque no es exclusiva de dicho país. En países vecinos le llaman zorzal colorado, zorzal criollo y chalchalero; este último nombre lo tomaron prestado los del célebre y extraordinario grupo musical argentino Los Chalchaleros. Su plumaje es algo más vistoso que el de nuestro yigüirro, gracias a su vientre anaranjado, y comparte con éste la exquisitez de su canto.

En todo caso, lo importante a destacar aquí es que la letra de Chico, musicalizada de manera magistral por el inmenso Tom Jobim, alcanzó gran fama y proyección, gracias a que en setiembre de 1968 ganó el Tercer Festival Internacional de la Canción, en medio de una gran polémica, pues eran épocas de dictadura y represión, y el público esperaba piezas más confrontativas o contestatarias.

Chico la inició diciendo (en traducción libre, mía):

¡Volveré!
Sé que volveré
al lugar que es mío.
Fue y todavía es allá
donde podré oír
cantar un sabiá.

Añoranzas por una tierra que hasta entonces nadie le había negado, aunque se dice que él se inspiró en un poema de Antônio Gonçalves Dias (1823-1864), quien desde la lejana Portugal evocaba su terruño brasileño diciendo: «Mi tierra tiene palmeras donde canta el sabiá, las aves que aquí gorjean no gorjean como allá». Irónicamente, pocos años después Chico tendría que marchar al exilio en Europa, al igual que Gilberto Gil, Milton Nascimento y Caetano Veloso, pues los torvos militares no podían soportar los agudos dardos que brotaban de la sin igual creatividad musical de los tres.

Fue tal vez entonces durante el crudo exilio cuando Chico pudo aquilatar en toda su hondura el vacío y la desesperanza de las que hablaba en el resto de su canción, pues continuaba diciendo:

¡Volveré!
Sé que volveré.
Me voy a acostar a la sombra
de una palmera que ya no está.
Cogeré una flor que olor ya no da.
Y encontraré algún amor
que tal vez pueda exorcizar
las noches que no quería
para así saludar al nuevo día.

Y culminaba cantando, en un tono introspectivo y melancólico:

¡Volveré!
Sé que volveré.
No va a ser en vano
que hice tantos planes.
De engañarme,
como hice engaños.
De encontrarme,
como hice caminos
para también perderme.
Hice de todo
y no pude olvidarte.

Desgarres del corazón, provocados por la mezcla de la incesante búsqueda de sí mismo y la pena por algún amor trunco, de esos que dejan heridas reacias a cicatrizar. Exilios del alma, que igual un sabiá o un yigüirro pueden avivar. Sobre todo en tiempo de lluvias.