Plátanos, peras, manzanas, melones… forman parte de la erótica de la fruta. Una macedonia de colores se sobrepone al trauma de la manzana prohibida en el jardín del Edén, a las lascivas imágenes de racimos de uvas en las interminables orgías del decadente Imperio Romano para, finalmente, mostrar su lado más amable y aportar valiosos componentes que redundan en beneficio de la salud y del gozo del paladar del ser humano.

Ninfas, elfos, gnomos, duendes y otras criaturillas han sabido proveerse de los variados manjares que el bosque cede generosamente para alimentar leyendas y cuentos, divinos relatos sin fecha de caducidad. Ni siquiera la historia ha sabido precisar el origen, en espacio o tiempo, de la fruta. Lo que es incuestionable es su presencia, desde siempre, en la alimentación de los animales y, por tanto, valga la redundancia, en la alimentación del hombre.

La fruta es “la pera”, es “la guinda” que se pone al acto de saciar sed y mitigar calores en verano, aunque en este país seamos todavía un poco “melones” y no hayamos extendido lo suficiente el hábito de su uso y disfrute. Quien más, quien menos, alguna vez ha ejercido de “robaperas”, en el sentido estricto del término –nada que ver con los “pelagallinas”–. Si tenemos en cuenta que los instintos infantiles son los más puros, esa pasión por la fruta, esas frugales excursiones de verano a los huertos de nuestros sufridos campesinos y agricultores, más bien deben entenderse como una revelación antes que como mero desliz delictivo.

La ciencia así lo ha venido a demostrar. Los más golosos se deleitan con zumos, confituras, arropes, compotas y jaleas. Sin embargo, los expertos dietéticos mantienen que el consumo de las futas, al natural, como todo en esta vida, es más placentero y saludable. Desde las rosáceas, las más europeas, pasando por los cítricos, las frutas silvestres, las tropicales, los frutos secos o las frutas pasas, todas fomentan el bienestar del cuerpo humano, el templo del alma, con su principal y más beneficiosa aportación: el ácido ascórbico, o lo que es lo mismo, la vitamina C. Así, la fruta sobrepasa su mera acepción alimenticia, o su inherente función como refresco o como tónico, para convertirse en una poderosa medicina. Ya es conocido popularmente su efecto disuasorio ante catarros y procesos gripales. Pero incluso, siglos atrás, se erigió como remedio inapelable ante enfermedades tan serias como el escorbuto.

La fruta es origen de vida, como el mismo agua. De hecho, el agua es su principal componente: 90%. El otro elemento que la define es el azúcar. Esto es, los hidratos de carbono, fundamentalmente fructosa y glucosa. Prácticamente libre de grasas y proteínas, la fruta es también rica en ácidos orgánicos: cítrico en las naranjas y limones, málico en manzanas y ciruelas, tartárico en uvas y oxálico en fresas. Solo por poner algunos ejemplos.

Las frutas, tradicionalmente, han arraigado aquí y allá a su libre albedrío. Indómitas y silvestres, sin embargo, también han sabido adecuarse a las necesidades humanas y en simbiosis con el hombre han motivado el nacimiento de la fruticultura. Esta podría definirse como una rama especializada de la agricultura. Por tanto, es manifestación de virtud ya que el campo es escenario del noble y difícil arte del cultivo, del sufrido y no siempre recompensado esfuerzo de campesinos y hortelanos, siempre sujetos a los caprichos de tormentas, granizos, ventiscas o inoportunas heladas.

Mesopotamia fue la tierra que vio nacer las frutas de forma controlada, es decir, bajo la supervisión del hombre. Pero, en cualquier caso, todas las civilizaciones, culturas y razas, desde Oriente a Europa, de Europa a América, y de aquí a África –Oceanía es autosuficiente–, han sacado provecho de la fruta, común denominador de sabor, color, frescura y bienestar.

Por todo ello, y muchas otras razones de peso que vendrían al caso, bien vale lanzarse a la aventura y sobreponerse al engorro que supone pelar la fruta. Una vez más, el cuerpo pide romper la prohibición.