Las verduras y la fruta no son las mismas en lugares y tiempos diversos. Un tomate comprado en un supermercado no tiene el mismo sabor que un tomate recién cosechado y cultivado ecológicamente. La contextura es más débil y el color es menos fuerte. Los tomates de los supermercados no tienen aroma y su gusto es una experiencia que no se puede comparar con la del tomate fresco. La cantidad de vitaminas es más baja, los antioxidantes son menos. El color rojo intenso del tomate indica la presencia de licopeno, un antioxidante presente en todas las frutas y verduras de este color. Su concentración en un tomate fresco es mayor y, además, este contiene menos agua.

Si después confrontamos la fruta y las verduras que se venden en los supermercados del norte de Europa con las que se comen en los países del Mediterráneo, la diferencia es enorme. Las primeras son, en muchos casos, de invernadero y no tienen sabor. Una ensalada allá no es una ensalada aquí en Italia y, sin embargo, usamos siempre las mismas palabras para indicar frutas y verduras, que son tan distintas como el día y la noche, a pesar de las apariencias.

Me recuerdo, algunos años atrás, que en la granja donde vivo pusieron en la mesa una fuente llena de tomates recién cosechados y lavados para que los comiéramos así con un poco de sal y aceite de oliva. Al hacerlo, se me abrió un mundo lleno de sorpresas. Pensando en esto, llego a la conclusión de que uno tendría que conocer la historia de la fruta, de la verdura y de todos los alimentos que consume.

En Italia, cuando visito los mercados, a menudo puedo observar señoras ya ancianas que eligen las frutas y verduras usando los colores, el aroma y la consistencia como criterio. Una vez, hablando con una de ellas, me explicó que elegía las frutas pensando en su niñez, cuando las manzanas tenían nombres y olores. Los tiempos han cambiado y hoy día un porcentaje enorme de personas hace sus compras en los supermercados y los productos son anónimos, están empaquetados en plástico y uno no puede tocarlos. Pero cuando uno llega a casa, descubre rápidamente que no eran lo que uno estaba buscando.

La vida moderna está basada en tantas ilusiones y una de estas es el valor nutricional de los alimentos y sobre todo su sabor. Dos aspectos que se siguen, ya que la verdura insípida es la menos nutriente. Nos engañamos pensando que la cantidad no altera la calidad y creemos que comer dos manzanas hoy vale lo mismo que dos manzanas de 50 años atrás. Y desgraciadamente no es así. Nuestras manzanas modernas no son las mismas. Muchas han crecido a fuerza de fertilizantes e insecticidas, han sido congeladas, almacenadas y trasportadas por cientos y, en algunos casos, miles de kilómetros y cuando las comemos, devoramos una caricatura de manzana.

Paseando por Colombia, entre las fines de abril y el inicio de mayo de este año, descubrí que un ananás fresco, recién recogido, es una experiencia viva, que tiene un significado completamente opuesto a la experiencia de comer uno comprado en Europa en un supermercado y estamos siempre hablando de la misma fruta, pero no es lo mismo. Como tampoco es lo mismo comer papaya, mango, coco y bananas frescas en las zonas donde se producen. Por eso, me he dedicado a la búsqueda de productos genuinos. Es decir, de cultivación ecológica, que no hayan sido trasportando por más de una decena de kilómetros y que sean, además, de temporada.

En este momento, estamos en la estación de la uva y el gusto de la uva local, recién cortada, que conserva todo su perfume, me lleva a mi adolescencia precoz, cuando en marzo, recogíamos la uva en San Felipe, en el valle de Aconcagua, en la zona central de Chile y allí, la uva sabía a flores de una tarda primavera.

En relación a los alimentos, hay que volver atrás, hay que superar la ilusión del falso valor nutritivo de los alimentos altamente procesados y comer cada día, como hacían nuestros abuelos. Todo lo que he dicho sobre la fruta y la verdura es aún más válido en relación a la leche, los quesos, la carne, pescados, pollos, mariscos y huevos. Productos que hoy, en muchos casos, hacen más mal que bien y al comerlos a menudo nos hacemos daño sin saberlo y sin quererlo. Por otro lado, comer es un acto social, es compartir, mostrar afecto recíprocamente y crear una unión entre las personas. Yo solamente espero que, en esas situaciones, lo que se coma sea genuinamente bueno.