Un doméstico tuper metido en una bolsa de plástico de una conocida marca de supermercados. Quizá mi pequeño sueño, ahí guardado, no suponía la mejor carta de presentación para visitar un tres estrellas Michelin y el, hasta hace unos meses, mejor restaurante del mundo. Al llegar a Girona me di cuenta. La dichosa bolsa, anudada y colgando del índice, cantaba a película de Martínez Soria. Todo cambió al entrar por la puerta del Celler. Cuando uno visita la casa de los hermanos Roca, a cada paso, en cada conversación, huele a hogar, a tradición y honestidad.

La antigua Torre de Can Sunyer fue el emplazamiento elegido por los hermanos para hacer realidad su sueño. Hace casi diez años que se desligaron de la casa de comidas de la matriarca Montserrat y habitaron esta antigua construcción de la que han hecho algo más que su lugar de trabajo. Podrían haber elegido un enclave más glamuroso, e incluso huir a la locura barcelonesa, pero el barrio de la Talaia, su barrio, era innegociable. “Lo más bonito de todo esto no es lo que hemos conseguido, porque teníamos muy claro lo que queríamos hacer, sino dónde lo hemos hecho. Este era un barrio entonces suburbial. Era un lugar muy atrevido para convencer a la gente de que viniera a un sitio donde se decía, no que Cristo perdió la alpargata, sino que se la robaron”, comenta orgulloso y con humor Joan Roca. Las raíces son el ingrediente principal de la cocina de los Roca, tanto como su punto de partida e impulso para seguir creciendo. Un barrio obrero, de inmigrantes andaluces, donde los hijos de José, el conductor de la línea de autobuses del barrio, crecieron entre el olor a fritura y el vino a granel. Como homenaje a aquellos recuerdos está el primer bocado de su menú degustación Memoria de un bar a las afueras de Girona, donde el paladar se traslada a los bocadillos de calamares, los riñones al Jerez o el Campari de aperitivo que diariamente se servían en la casa de comidas familiar.

“Lo primero es llenar el restaurante, y luego vendrán las estrellas, si tienen que venir”. Joan Roca tiene cristalino cual es el éxito de un negocio de hostelería. Los reconocimientos, los halagos y homenajes no son más que envoltorios efímeros. Sabe muy bien de lo que habla. Hasta diez años después de abrir el restaurante no les concedieron el primer mérito Michelin, siendo ya un restaurante solvente y conocido de primer nivel. Los Roca han visto, y ven, como su madre durante cuarenta años sigue haciendo el mismo menú todos los días para los obreros y trabajadores del barrio. Y lo hace con toda la dignidad y cariño del mundo. “Mi madre es feliz haciendo esto cada día. Yo lo cuento esto cuando me dirijo a gente joven, que aquí hay muchas caras y cada uno tiene que encontrar la suya y sentirse cómodo con esto. No todos los caminos tienen que ser la alta cocina”. Siendo todavía veinteañeros este espíritu que respiraron de sus padres se instaló en el decálogo del Celler. Ellos eran felices porque el servicio había salido bien y porque los clientes estaban contentos. A esta fantástica herencia le sumaron el plus de valentía que les faltaba para hacer su propio proyecto, huyendo así de un posible conflicto generacional en casa de los Roca. “Les pedimos a nuestros padres una casa anexa al bar para poner nuestro propio restaurante. Podríamos haber seguido con la tradición familiar, pero no queríamos estropear lo que ya funcionaba”, aclara Joan. Honestidad y valentía. Dos conceptos que necesitan de un equilibrio de funambulista. El atrevimiento suele despegar demasiado los pies del suelo, pero en este caso fue lo justo para volar con libertad, pero sin perder la raíz.

La historia de la revolución gastronómica española no ha sido lo suficientemente justa con la casa de los Roca. El gigante de elBulli acaparó el foco mediático durante sus tres décadas de existencia. Más que merecidamente, sí, pero no eran los únicos con aquel espíritu descarado que desafió las normas establecidas. Lo cierto es que allá por 1986, los chicos de José y Montserrat compartían a pocos kilómetros las mismas inquietudes y motivaciones. “Tiene mucho mérito que hayamos llegado hasta aquí, teniendo el gran foco de elBulli tan cerca. Fuimos capaces de generar un discurso nuevo, próximo geográficamente, pero nuevo conceptualmente”, explica Joan. El mayor de los hermanos pasó unos meses del año 1988 en elBulli, y reconoce lo bueno que fue descubrir que había otro lugar en el que el ambiente trasgresor y revolucionario era el alma de la cocina. “Me sentí reconfortado cuando vi que había otros locos que estaban en la misma idea que nosotros. Fue como reforzar una idea que ya teníamos, porque ya estábamos haciendo eso”, recuerda Joan. El chef catalán subraya con especial énfasis como el primer gran paso de esta apertura de la cocina fue cambiar el concepto de negocio. Para ello, las grandes casas francesas, tan cerca de Girona, fueron fundamentales. En la España de los ochenta los restaurantes eran dominados por el maître, y el cocinero hacía lo que demandaba el cliente a través de él. Esto cambió, y giró el sentido de ir a comer a un gran restaurante. Joan Roca se empapó de las grandes cocinas como las de George Blanc, situadas en los preciosos pueblos de la Borgoña, donde aquel cocinero vivía por y para el restaurante y su entorno. Historias de vida alrededor de un restaurante, de su contexto y de sus gentes, en definitiva, de sus raíces. “Pensamos que si nos lo creíamos y lo trabajábamos podíamos transformar el barrio en un lugar maravilloso. Dicho en el año 86 era una locura, pero ahora nos sentimos muy orgullosos”, afirma con orgullo el cocinero.

Faltan un par de horas aún para que comience el servicio y el personal de sala viste las mesas con mimo. El centro del comedor está dominado por un jardín triangular que simboliza la trinidad indisoluble que da sentido a todo lo que ocurre en Can Roca. Un trabajo a tres bandas. La técnica y el rigor de Joan, la inspiración y creatividad de Jordi y la poesía y mando de Josep. Un magnifico cóctel que triplica el talento en cualquier idea o proyecto que pongan en marcha los hermanos. “Teníamos y tenemos una ventaja. Somos tres, y cuando uno está bajo de ánimo, los otros dos tiran de él. Es una gran ayuda, porque en esta profesión hay momentos muy duros”, comenta Joan. Al salir del comedor, Esther, la jefa de prensa, nos advierte de la presencia de Montserrat. La génesis de todo el mundo Roca no sólo tiene tiempo para dar de comer a medio barrio, sino que se acerca cada mañana a regarles las plantas a los “niños”. “Viene a regar todos los días porque dice que somos un desastre y se nos mueren las plantas”, cuenta riéndose Joan. Montserrat irradia vitalidad a pesar de los ochenta años recién cumplidos hace unos días. Se muestra muy agradable con nuestro saludo y se marcha a darle vueltas al perolo como siempre. Genio y figura, y la raíz de toda esta historia en torno a un restaurante.

Salimos del Celler y nos dirigimos justo enfrente, donde a pocos metros se sitúa La Massia. Hace dos años que esta vieja casona rehabilitada se ha convertido en el cuartel general de la creatividad y la investigación del restaurante. La cocina de los Roca viaja allí de manera reflexiva y analítica a través del diálogo con la ciencia carente del vertiginoso ritmo del restaurante. Químicos, biólogos e ingenieros comparten un lugar multidisciplinar con la idea de crecer e investigar nuevos caminos culinarios. “Abrimos decenas de líneas de investigación y muchas no llegan al restaurante, pero servirán y sirven para dar pie a otras ideas que sí tendrán cabida. Nada de lo que hacemos es arbitrario”, nos explica HéloÏse Vilaseca, directora de La Massia. Se trata de dar respaldo a lo único importante para la consecución de un nuevo plato: el sabor. Así, uno traspasa un largo pasillo y encuentra en las habitaciones distribuidas a cada lado alambiques, decenas de probetas y anotaciones decorando las paredes con números, cantidades y medidas. Joan Carbó, ingeniero, enólogo e inseparable compañero de los hermanos desde hace años, está probando una línea de destilados. La idea es exprimir en unas simples gotas, por ejemplo, la esencia del limón. Al acercar la nariz a uno de los recipientes con el resultado final el olfato se traslada a un inmenso campo de limoneros. Como hemos podido comprobar durante todo el día, las raíces dan sentido a la cocina de los Roca, y el juego con la memoria del comensal se ofrece casi obligatoria en los platos del Celler. En la habitación contigua se trabaja en la última línea de investigación. Un proyecto a partir de una técnica de fermentación indonesia llamada Tempeh. Varios frascos de cristal contienen alubias con distintas fermentaciones. El juego con los tiempos y las temperaturas modifica el color y el sabor del mismo producto de partida. Más tarde probamos chipirones con tempeh de judías del gaxet donde tres tipos de fermentados de judías matizan un sensacional plato.

Este laboratorio de la innovación gastronómica poco a poco ha ido dando espacio a otros menesteres. El mundo Roca no para de crecer y el compromiso social con su entorno es capital en el decálogo del Celler. Nos invitan a entrar a ver el proyecto Rocarecicla. En colaboración con el Ayuntamiento de Girona, los hermanos se han propuesto no tirar ninguna botella de cristal de las que se consumen en el restaurante. Para ello, desempleados en una situación social desfavorecida son formados para trabajar el vidrio artesanalmente y convertirlo en soportes para los platos que se sirven en el Celler. Verdaderas joyas de artesanía nacidas del compromiso social y con el medio ambiente. Un proyecto honesto y solidario, alejado de cualquier caridad interesada que tanto gusta al famoso de turno.

La sala más grande de La Massia es el centro de reuniones, pero no solo para lo que concierne a los avances del trabajo realizado. El centro de innovación de los Roca también está dedicado a la formación de su personal, tanto de cocina como de sala. Todo el equipo del Celler se reúne una vez a la semana para poner sobre la mesa cuestiones, problemas e inquietudes. “Un restaurante de este nivel no puede funcionar sin un equipo y sin valorar y utilizar el talento de todos”, argumenta Joan.

Deseando probar el extenso menú del Celler, hacemos un parón porque Josep nos invita a visitar su pasión, su bien más preciado, y tras escucharle hablar sobre su bodega, diría que un trozo de su alma. Durante años muchas de las cientos de referencias de vino estuvieron repartidas por medio barrio por falta de ubicación. En la Torre de Sunyer ha cumplido su sueño. Josep presume orgulloso de haber podido hacer lo que quería, y nos deja claro que no hay ningún criterio objetivo que explique su bodega, sino el suyo propio y el de sus gustos personales tras muchos años sintiendo y amando el vino. “He querido huir de cualquier aspecto ostentoso que puedan representar todas estas estanterías repletas de botellas y mostrarme a través del vino lo mismo que hacen mis hermanos con la cocina”, explica Josep sus motivaciones a la hora de crear su bodega. Esto justifica la austeridad decorativa, la ausencia de cualquier atisbo pomposo que no sean las propias botellas almacenadas. Josep divide su bodega en sus cuatro tipos de vino preferido: Borgoña, Priorato, Riesling y Jerez. “Cuando iba a visitar bodegas de restaurantes siempre veía las mismas botellas en todos los sitios. Yo quería mostrar algo de mí, nada más.”, aclara.

Algunos le llaman el filósofo, y comprobamos porqué. Entrar en la bodega del Celler de la mano de Josep es poesía, música e imagen. Todo envuelto por el discurso sereno y firme de Josep creando un clima que te traslada al sur de Francia y el sonido de un violín marcando la acidez de estos caldos, pasa por Alemania mostrándonos una tela de seda que recuerda la suavidad de la uva riesling; de ahí llegamos a Cataluña y suena un violonchelo representando la rusticidad y los contrastes del priorato. Y el viaje acaba en Jerez, la raza, la pureza y la raíz representada en un cante de Miguel Poveda.

Y llegó el momento de que toda esta información se filtrara a través del paladar. Tuvimos el enorme privilegio de comer en la propia cocina. Un sitio reservado para disfrutar además de la danza meticulosa, organizada, y, sorprendentemente silenciosa del numeroso equipo de cocina del Celler de Can Roca. Cerca de treinta platos entre aperitivos y principales componen el menú más largo del restaurante. Una experiencia gastronómica que parte de una base tradicional. Sabores mediterráneos reconocibles, cocina catalana y producto de temporada. Perfección rigurosa y sello de Joan en las cocciones de carnes y pescados. La baja temperatura como hilo conductor sedoso de guiños orientales y jugos y salsas ligeras que acompañan y no quitan protagonismo al núcleo del plato. Raya roja con juego de pimiento escalibado o el Cochinillo ibérico con ensalada de papaya verde son dos ejemplos perfectos. Los Roca son viajeros y el menú comienza con cuatro bocados que pasan por Tailandia, Japón, China y Perú, últimas experiencias que han querido recordar en cuatro excelentes creaciones. Cuando llegan los postres, llega el efecto sorpresa, la inspiración y creatividad de Jordi, la vanguardia llevada al límite. Perfume turco es comerse un bazar otomano, pasear por Estambul y sus calles que huelen a comino, azafrán o canela.

Un menú con una técnica exquisita, creatividad y complejidad, de contrastes, pero sobre todo con mucha verdad. Cocina honesta, sin fuegos de artificio ni shows innecesarios.

A todo esto, el tuper seguía conmigo. Conseguí aparcarlo durante la visita en un cuarto donde pude dejar mis cosas, y así descartar que pensaran que tras la entrevista me pondría a comer en la acera frente al restaurante. Para un periodista, vivir un día dentro de la propia información que vas a contar, junto a los protagonistas, es una experiencia impagable. Y para un cocinero tener la oportunidad de compartir un día con uno de los mejores me hizo tirarme a la piscina. El tuper contenía una elaboración del que suscribe, un pisto thai con curry rojo. Le pedí a Joan, no sin balbucear, si podría terminar un plato con mi elaboración. No dudó ni un momento. Se lo llevó y vino a los cinco minutos con una idea que quiso compartir conmigo antes de ponerse a ello (¡estábamos creando un plato a medias!). El resultado fue Besugo con pisto thai. Sueño cumplido. Por supuesto, Joan había probado mi pisto y me moría por saber qué opinaba. Algún detalle técnico, algún consejo sobre el sabor, pero fue aún mejor. “Está cojonudo”, sentenció. Por cierto, me lavaron el tuper.