Viajar a Egipto sola y moverse por libre en este país árabe del Norte de África podrá ser un atrevimiento pero no una temeridad. Yo lo hice el pasado verano, entre los meses de julio y agosto. Me sumergí en la cuna de civilizaciones impulsada por mi espíritu aventurero, acompañada siempre de mi corazón y alma de periodista.

Llegué a El Cairo a mediados de julio del año pasado. Lo primero que me sorprendió fue esa enorme ciudad de más de 24 millones de habitantes, la más grande en superficie del continente africano. Una gran urbe zambullida entre miles de vehículos recorriendo las grandes avenidas y los centenares de cairotas paseando por sus calles.

Me alojé en una humilde pensión regentada por una amable señora franco-egipcia, situada en pleno corazón de la ciudad, en el barrio de Al Abajiyyah.

Antes de visitar las pirámides de Giza, quise hacer un tour por este barrio, el más poblado de El Cairo y donde hay actividad las 24 horas del día. Aquí encuentras Coffee Shops para mujeres y hombres en las avenidas más visibles. En las estrechas calles de la zona, alejadas del tumulto del tráfico, se ocultan las cafeterías donde solo los hombres tienen derecho a entrar. En cualquier caso, la primera noche me adentré en uno de los coffee shops más populares, me senté en la terraza agradeciendo la leve brisa nocturna en uno de los meses más calurosos en Egipto y me tomé el té tradicional egipcio.

Evidentemente era el centro de las miradas de hombres y mujeres. Estas últimas con vestidos totalmente cubiertos de los pies a la cabeza, a pesar del fuerte calor en este período del año. Estaban en época de Ramadán. Aún así a los hombres se les iba la mirada hacia esta mujer occidental, que vestía ropa informal y que estaba muy lejos del estilo recatado de las egipcias.

A la mañana siguiente cogí un taxi por 30 libras egipcias (unos 4 euros) y viaje hasta las Pirámides de Giza, situadas en la orilla occidental del Nilo. La Gran Pirámide de Giza se considera la más antigua de las siete maravillas del mundo y la única que aún perdura, además de ser la mayor de todas las pirámides de Egipto. La ordenó construir el faraón de la Cuarta Dinastía del Antiguo Egipto.

No me lo podía creer. Ante mi mirada se alzaba impertérrita la esfinge, majestuosa y altiva, y detrás la pirámide de Keops, la más grande de las tres. Es indescriptible lo que una siente ante esta gran maravilla arquitectónica. Se me erizaron los pelos de la emoción y sentí unas ganas inmensas de poder retroceder en el tiempo, a miles de años atrás, para sentir cómo vivían los egipcios en la época de los faraones y qué fuerza debían tener para construir semejantes monumentos. Y es que se calcula que las pirámides fueron construidas en el 2570 antes de Cristo. Pero Giza había perdido su esplendor. Era de las pocas turistas que estaba visitando los monumentos junto con algunos coreanos y japoneses. Entre las pirámides, el paisaje era puro desierto y casi vacío de visitantes. Aquí, en uno de los lugares más emblemáticos de Egipto, constaté la decadencia que estaba hundiendo el turismo de este país. Antes de la revolución del 2011, con la caída de Mubarak, el país acogía 25 millones de turistas cada año . Desde hace unos años, Egipto está sumergido en un declive infrenable a raíz de los conflictos políticos. Ahora apenas 5 millones de turistas acuden anualmente a la cuna de civilizaciones.

Hablé con algunos vendedores de souvenirs. Entristecidos, me contaban que la época de las aglomeraciones de grupos de turistas se había terminado. Aquellos extranjeros que les quitaban de las manos los objetos para comprarles pirámides en miniatura, pañuelos árabes, pequeños camellos de piel era un recuerdo del pasado. Habían ganado mucho dinero con el turismo, pero ahora se lamentaban porque apenas sacaban para sobrevivir y poder mantener a sus familias. Era paradójico que aquellas maravillas de la humanidad estuvieran ahora tan desangeladas y solitarias. Lamenté que las grandes riquezas de este país también estaban siendo víctimas de las luchas intestinas entre diferentes bandos por el poder.

Por supuesto en El Cairo hay que ver la Ciudadela y la preciosa Mezquita de Alabastro; el barrio musulmán con sus estrechas calles; el mercado Khan el Khalili, el zoco egipcio donde se pueden encontrar todo tipo de especias, alfombras o bisutería de oro y plata. Curiosamente entre esas calles pude ver una tienda regentada por un catalán, afincado en El Cairo desde hace más de 20 años.

El último día en la capital visité el barrio Copto, donde viven los cristianos ortodoxos. El Copto está situado al otro extremo de la ciudad, en la parte más antigua, y decidí coger el metro. Fue toda una experiencia. Estábamos a más de 45 grados y en los vagones la gente se apretujaba como sardinas, aunque creo que la única que manifestaba el agobio por la falta de movimiento y el calor era yo. Me percaté que existían compartimentos exclusivamente para mujeres. En este caso, y teniendo en cuenta las deficientes condiciones de viaje enl metro, podríamos llamarlo discriminación positiva para la mujer.

Antiguas iglesias ortodoxas, con coloridas y singulares relíquias y museos perfectamente conservados es lo que encontré en este barrio completamente peatonal, cuyas gentes acogen al turista con gran amabilidad.

Pero si algo superó la ficción de lo que me había imaginado antes de llegar a Egipto fueron los Desiertos Blanco y Negro, entre los tres Oasis occidentales del país: Bahariya, Farafra y Dakhala. Más de 500 kilómetros de puro desierto, llenos de pequeños montículos de rocas negras y blancas, sin poder vislumbrar el horizonte y entre los cuales se levantaban tres grandes oasis de vegetación de palmeras, guayabas, naranjos y manantiales de agua que brotaban de la misma tierra. Toda esta belleza la pude observar subida en un autobús de las líneas regulares egipcias, siendo la única occidental de entre los 60 pasajeros, algunos de los cuales se apeaban, como yo, en el Oasis de Bahariya.

A medida que nos adentrábamos en el desierto crecía mi entusiasmo, solo interrumpido por la joven que iba sentada a mi lado, vestida de negro y tapada completamente de la cabeza a los pies. Percibí que me estaba mirando y con un inglés muy mediocre me dijo que le encantaba mi pelo lacio y mis ojos verdes. Entonces, para sorpresa mía, Saray, así se llamaba, se quitó el velo de la cara y me confesó que le gustaría ir vestida como yo y que la vida en su pueblo era muy aburrida.

Después de 5 horas de viaje llegué a Bahariya. Me encontré con un pueblecito lleno de palmeras y guayabas, situado entre los desiertos Negro y Blanco, con gentes de una gran hospitalidad. Era ramadán. A la ruptura del ayuno, en la caída del sol, la familia de mi guía, Abdel, me invitó a dátiles y al caldo típico de la zona, a base de carne de ternera y patatas.

Al día siguiente, recorrí en un cuatro por cuatro el desierto Negro, espectacular, con sus rocas negras erosionadas por la fuerza del viento. Además visité las riquezas arqueológicas de la época de los faraones, descubiertas en Bahariya por una expedición de ingleses durante los años 90. Tumbas faraónicas únicas en el mundo. Momias recuperadas y ahora conservadas en un pequeño museo que el Estado ha construído en este Oasis. Muy cerca de allí está también la tumba del gran Alejandro Magno.

Cuántas maravillas pude ver en este país: Egipto, del cual dicen en Europa que no es seguro por sus conflictos internos, pero que sin duda merece la pena visitar. Mi próxima parada por este inmenso país árabe fue Luxor, la antigua Tebas. Su historia me la reservo para el próximo artículo.