Erase una vez una vida diferente, un lugar que veo en las mareas de mis ojos cerrados. Queriendo detener el tiempo, que gracioso es el tiempo… Déjanos regresar.

El pequeño peñero blanco lustroso como una perla brillaba con las luz de la luna, me esperaba cansado del recorrido en la orilla y el pescador que con su historia grabada en las líneas de su rostro me observaba sereno. Una lámpara de luciérnagas verdes me separaban de la oscuridad y pude ver las algas que su cuello adornaban, sus pies descalzos sobre la arena cubierta de caracoles y conchas de infinitos colores. ¿Qué habrán visto pasar? El mar estaba tranquilo y cuando entré en el agua, que estaba fresca, miles de chispas iluminaron mi estela. Me subí en el peñero que suavemente se alejó. Había un murmullo, un susurro, secretos en la brisa. Miré esa ciudad que dejaba atrás y una cruz enorme y azul se despedía. ¿Por qué siempre volvía?

Puerto la Cruz no parece mucho para que yo quiera regresar, pero lo es todo al final. Hay una parte que se adueña de mi o hay algo en ella que me pertenece, algo que se grabó en mi alma al nacer, marcado con el calor del fuego oriental, de las costas azules, de los atardeceres dorados.

Siempre me iré de esta ciudad y siempre volveré, realmente nunca te has ido si al cerrar los ojos estas allí, a la orilla de la playa, las iguanas en la arena, el pelícano en la roca, el paseo Colón con sus colores y olores, churros, palomitas y cocadas.

El pescador me llevó por las islas donde los delfines me invitaban a jugar, pero había un lugar especifico en el que teníamos que atracar. Era en la costa de una pequeña isla donde se podía ver un diminuto faro rojo.

En el fondo del agua algo centellaba, una luz tenue que emanaba misteriosa, yo observaba en trance sin pedir explicación, no podía dejar de ver desde el borde de la pequeña embarcación. Me inclinaba ávida por saber que había allí abajo. Algo subía flotando a la superficie suavemente, tenia un ritmo extraño y parecía que una tonada se escuchaba venir. Alguien cantaba y yo aun seguía intrigada.

-A las sirenas les gusta jugar. – dijo el pescador, como si de algo muy normal se tratara.
-¿Sirenas? ¿Sirenas de verdad? – pregunté con cara de tonta, porque de esa manera me miró, como si lo que preguntaba era algo tan obvio como que el mar era salado.
-Es cierto, hay cosas que solo algunos podemos saber.
-¿Y eso por qué?- pregunté.
-Porque no tenemos miedo a realmente creer en que todo es posible.
-Yo quiero creer, yo también quiero saber…
-No lo quieras, solo ser.

Hay cosas que pueden ser tan sencillas, hay cosas que están en lo profundo del océano y en un momento pueden salir a flote. Pequeños fragmentos que forman parte de tu vida y que están dentro de ti. A veces cuando me olvido de esas cosas regreso a esa ciudad que fue mi hogar y que aun lo es en mi corazón. Una ciudad que me sonríe, una ciudad que es hermosa, que guarda magia en sus costas, que huele a sal y te enamora. Me recuerda quién soy y lo que he sido. En la espuma blanca de sus olas, en el vaivén de la horas, nunca olvidaré ese lugar a la orilla del mar.